La llamada chaise percée o cagódromo de Pedro.

Jerarquía, grado, posición, nivel… ¡el sueño y la ambición de todo cortesano! Preceder a otro, aunque sólo sea en un grado, acercarse otro escalón al ídolo de las alturas… aunque el trono no sea el ceremonioso sillón de oro donde se toman decisiones de Estado, sino un mueble mucho más prosaico con un agujero en el centro.

A riesgo de que se nos considere un poco escatológicos, debemos consagrar cierto espacio al ceremonial y a la mística de este artículo doméstico. Francisco I, rey de Francia, había introducido ya el cargo de portador de la silla, porte-chaise d’affaires. Los dignatarios honrados con ese título desempeñaban sus funciones ataviados con uniformes especialmente diseñados, cubiertos de medallas y portando espada. Las tareas relacionadas con la chaise eran de las más codiciadas en la corte, pues si los resultados eran satisfactorios, Su Majestad dispensaba sus favores con generosidad. Otrora, el espectáculo revestía carácter más o menos público. Sin embargo, Luis XIV, hombre de gran delicadeza y tacto, decidió que acto tan íntimo no debía ser ejecutado ante los ojos de una multitud muy numerosa. Cuando usaba el poco atractivo trono, durante media hora, poco más o menos, sólo permitía la presencia de los príncipes y princesas de la sangre, de Madame de Maintenon, de sus ministros, y de los principales dignatarios de la corte… es decir, un grupo de apenas cincuenta personas.

La llamada chaise percée merecía el respeto que se le tenía, pues se la construía con la pompa y el lujo apropiados. Catalina de Médicis tenía dos: una forrada de terciopelo azul, y otra de terciopelo rojo. Después de la muerte de su esposo mandó construir otra silla, forrada en terciopelo negro, como expresión de duelo.

Cuando Fernando IV, rey de Nápoles, iba al teatro, un destacamento especial de guardias reales, dirigido por un coronel, lo acompañaba llevando el importante artefacto. Y cada vez que el monarca visitaba el teatro, se repetía el interesante espectáculo: un destacamento de guardias en uniforme de gala marchaba con antorchas del palacio al teatro, y en el medio iba el augusto trono privado. Por donde pasaba la extraña procesión, los soldados saludaban, y los oficiales se cuadraban en posición de firmes, con la espada desenvainada.

En pleno siglo XXI, con Sánchez, la jornada empieza sobre las ocho y media; el primer ayuda de cámara presidencial se acerca al lecho del presidente y pronuncia la famosa fórmula: «Señor, es la hora». Así da inicio el lever du roi, la ceremonia, de una hora de duración, en la que el presidente sale de la cama, se asea, hace que lo vistan y lo peinen e inmaculen para salir en los telediarios y realiza sus plegarias diarias. Decenas de pelotas y lame culos se apelotonan en las antecámaras a la espera de que se les permita entrar en el despacho presidencial. Las diferencias de rango marcan el orden de acceso a la estancia: primero los íntimos, luego los ministros, a continuación, los demás chupapollas. En total hay seis «entradas» para unos sesenta pelotaris de entre los miles de asesores nombrados. Es la oportunidad para obtener un favor del soberano o comunicarle una información. Algunos obtienen incluso una autorización especial para entrar antes que los demás, mientras el presidente está sentado en el retrete, la chaise percée. La operación, semejante a la de Luis de Francia, dice la historia duraba media hora en su caso, aunque un testimonio aclaraba que el rey lo hacía «más por ceremonia que por necesidad», cosa que no ocurre con el presidente que se pasa el resto del día haciendo lo mismo dentro y fuera de tiempo de la chaise percée.

A la salida del lever, el ínclito se dirige normalmente al cuarto de maquillaje del palacio, que se encuentra a la entrada de una de las alas, con maquilladora de 20.000 euros. Este acto cortesano es muy importante, ya que pone de manifiesto la devoción pública del presidente social comunista por su imagen y permite a cualquiera situarse en el recorrido diario para ver al autoritario decano y hacerse ver por él, siempre y cuando no sea el presidente de los EE. UU. de América que siempre lo remite a los moñigos de la chaise percée de primera hora de la mañana.

 De esta manera, la Moncloa de Pedro se impone como un universo moldeado por y para él, alrededor del cual y en función del cual se organiza la vida de su corte de moñigos. Lejos de ser sólo un sistema político formado por cortesanos sometidos, Moncloa es el teatro de una “brillante” civilización cortesana, destinada a destacar por sus errores en política nacional e internacional, pero también, gracias a los numerosos visitantes extranjeros y a los embajadores de otros países que vienen y van entre los que figuran, también, los que han salido huyendo al norte de África de donde provienen. Las soirées d’appartement constituye un símbolo de este nuevo arte de vivir: representa sin duda un momento privilegiado de la cortesía y la politesse española, desplegadas en toda su plenitud en un escenario concebido y realizado por los peores “artistas e intelectuales” del reino, que todavía se denomina así, aunque sea por poco tiempo.

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