La vanidad y chuleria de un presidente.

Cuando hablamos de vanidad, nos referimos a una de las formas de la soberbia o la arrogancia, esto es, a la creencia desmedida que un individuo tiene en sí mismo, sus propias habilidades o, especialmente, su apariencia física o la atracción que ejerce sobre los demás.

Según la Real Academia Española, es un sinónimo de arrogancia, presunción (ser presumido) y envanecimiento (de envanecerse), al mismo tiempo que una “cualidad de vano” o “vana representación, ilusión o ficción de la fantasía”. Estos dos últimos sentidos se hallan más emparentados con el origen de la palabra vanidad, que se remonta a la voz en latín vanitas (“fraude”, “apariencia engañosa”) derivada de vanus (“hueco”, “vacío” o “vano”).

De modo que, en principio, la vanidad tiene que ver con la valoración de lo apariencial, de lo superficial y lo efímero, o sea, de las cosas que, según la tradición filosófica occidental, son las menos importantes.

Ya en la antigüedad se advertía de los peligros de esta tendencia: el joven Narciso, en la mitología griega, era incapaz de amar a nadie porque estaba obsesionado con su propia imagen. Tras contemplarse maravillado en el reflejo del agua, se inclinó tanto hacia sí mismo que perdió el equilibrio y murió ahogado.

Asimismo, el filósofo griego Aristóteles (385 – 323 a. C.) calificaba a los vanidosos de necios e ignorantes, que “se adornan con ropas, aderezos y cosas semejantes, y desean que su buena fortuna sea conocida de todos, y hablan de ella creyendo que serán honrados” en su Ética nicomaquea.

Por su parte, la religión cristiana la considera un pecado, derivado de la soberbia (esta última un pecado cardinal o pecado capital), semejante a la arrogancia. De hecho, en muchas traducciones bíblicas y teológicas se emplea vanidad en lugar de soberbia, aunque en ese sentido vienen a ser prácticamente lo mismo.

Para los cristianos este era uno de los peores pecados posibles. El asceta y pensador cristiano Evagrio Póntico (345-399 d. C.) lo incluyó en su lista de las “ocho tentaciones” que llevaban al ser humano al infierno, afirmando que “la vanidad corrompía todo lo que tocaba”.

De dicha lista se redujo luego a siete y rebautizada como “pecados capitales” o “pecados mortales” por el papa Gregorio Magno (c. 540-604). Según este último, “la vanidad es el comienzo de todos los pecados”.

Vanidad, orgullo y soberbia en un sentido general, pueden ser empleados como sinónimos: todos tienen que ver con una valoración excesiva de la propia persona, con la idea de que se está por encima de los demás o de que se vale más que los demás. Esta idea es contraria a casi todas las tradiciones filosóficas y religiosas de la humanidad, de modo que es mal vista en prácticamente todas las culturas.

Pero existen matices entre ellos que es necesario aclarar. En general, cuando se habla de vanidad, se la relaciona con un defecto de la personalidad y con un rasgo claramente negativo, pero al mismo tiempo se la relaciona principalmente con la apariencia física, el atractivo sobre los demás, o el narcisismo. Al vanidoso se lo representa usualmente frente al espejo, enamorado de sí mismo.

En cambio, el orgullo y la soberbia son más difíciles de diferenciar. Siempre con connotaciones negativas, la soberbia alude a personas se creen superiores a otros y esperando que los demás sean quienes cedan y transijan. Otro rasgo, también atribuido a menudo a los orgullosos, es que no se disculpan, no se “rebajan” al nivel de los demás y prefieren perseverar en el error que admitir que son capaces de no tener la razón.

Sin embargo, el orgullo posee también una acepción positiva: aquel sentimiento de satisfacción que brinda la tarea bien hecha, o el familiar que triunfa y cuya alegría compartimos. Visto así, el orgullo se distancia de la soberbia y se convierte en un sentimiento casi contrario, casi humilde: la alegría porque las cosas al final salieron bien, porque han podido salirnos mal, como a cualquiera.

Chulería, soberbia, orgullo, arrogancia, desprecio y vanidad podrían ser los calificativos de la actitud del presidente en las reuniones de gobierno y de toma de decisiones, sin ir más lejos, sin tener en cuenta ninguno de los actores político-sociales. Esta actitud no es sólo hacia toda la oposición, sino, mucho más grave, hacia todos los españoles.

Se nota que su padre le enseñó desde muy joven el pícaro oficio de chulo o proxeneta en las casas de lenocinio que regentaba y cuyo maltrato dispensa a los peores clientes de su soberbia, orgullo, arrogancia, desprecio y vanidad.

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