Le recuerdo la función judicial

No estará de más dejarle alguna nota respecto de la naturaleza de la función judicial, para observar las transformaciones producidas en este ámbito durante los últimos tiempos de las que usted es un triste ejemplo.

En el proceso romano, las funciones de autoridad y potestad permanecían separadas: el juez, ciudadano sin función pública oficial, tenía la autoridad; el pretor, que carecía de saber judicial, ostentaba la potestad superior del imperium. Sin embargo, en el procedimiento extraordinario, ambas funciones se fundieron en la misma persona del juez-magistrado. También en el estado moderno, debido a la confusión entre auctoritas y potestas, el juez ha seguido acumulando estas funciones. Pero la función esencial del juez es y será decidir una controversia conforme a derecho, y esto es, evidentemente, propio de su saber, de su autoridad, aunque tenga actualmente atribuida –como funcionario del estado que administra justicia– la dirección del proceso y su ejecución, para los que son imprescindibles ciertos expedientes de potestad. Jurisdicción proviene, en efecto, de iuris dictio (ius dicere) y se contrapone a iudicatio (ius dicare). Aunque resulte cómodo traducir dicere por declarar, no es propiamente algo referido a la exteriorización de algo interno y oculto que es la voluntad, sino un señalar, esto es, la determinación de un objeto, de un acto, no de exteriorización sino de objetivación. De ahí que dicere, en derecho, tiene un sentido amplio que comprende el conjunto de declaraciones públicas que da el magistrado con imperium para la buena marcha del litigio y que tiene efectos genéricos. en cambio, dicare expresaba una declaración privada con efectos personales, y es la sentencia del juez privado que declara el derecho de alguien contra otro. La jurisdicción es, pues, producto de la potestas, como la judicación o el juicio lo son de la auctoritas. Por tanto, quienes afirman que la autoridad es el fundamento de la jurisdicción, se están refiriendo en verdad a la iudicatio, descuidando la esencia de la iurisdictio; mientras que, por el contrario, quienes la encuentran en la potestad están poniendo en penumbra la judicación, con evidente error.

Muchas conclusiones podríamos extraer del desarrollo anterior: el carácter contradictorio de la expresión «poder judicial», que debería ser sustituida por la de «potestad jurisdiccional»; la desaparición de la polémica distinción entre jurisdicción y administración; la reinterpretación de la «división de poderes»; la mejor comprensión de la función del juez moderno, etc. También la naturaleza de la jurisprudencia: de ahí que el tribunal supremo, como órgano más elevado en el ejercicio de la función judicial, deba serlo también en orden a la expresión o determinación del derecho como convicción de juridicidad, como juicio racional, en el que el ámbito de la razón tiene un rango más excelso que el mero producto de la voluntad, aunque ésta sea soberana. Por eso, cuanto más convenzan sus razonamientos jurídicos, mayor resultará su prestigio, que ha de basarse en una superioridad racional, en una auctoritas, más que en el poder decisorio resultante de su situación orgánica, esto es, de su potestas.

En cuanto al objeto de la función judicial debería distinguirse entre aplicación, elaboración, adjudicación, creación o determinación del derecho. Términos que esconden conceptos ni unívocos ni siquiera análogos. Así, cuando se dice «aplicación», se identifica en general derecho con ley, concibiéndose aquélla como una operación mecánica, silogística, al estilo del iluminismo o de la escuela de la exégesis. En la «elaboración», la perspectiva se amplía y se entiende por derecho el conjunto de normas de derecho, comprendiendo leyes, costumbres, principios, etc. Savigny distinguía la que afectaba a las costumbres, que se efectúa por el pueblo, de la propia de las leyes, que debía ser asumida por juristas doctos en traducir jurídicamente el espíritu del pueblo. «Adjudicación», de la que ha hablado –por ejemplo– Dworkin, se refiere preferentemente a la acepción de derecho subjetivo, aunque comprenda la aplicación al caso de alguno de los principios desarrollados de modo constructivista por autores como Rawls. «Creación» se entiende ya como el acto que el juez realiza al dictar sentencia –al modo de la «escuela de derecho libre», que podríamos centrar en Kantorowicz–, ya como –según han sostenido autores tan distantes como Kelsen o Ehrlich– la norma individualizada de decisión por el juez para su aplicación, por él mismo, al caso controvertido. Finalmente, «determinación», bien sea directa desde los principios generales de justicia o la naturaleza de las cosas, bien proceda indirectamente con la mediación de alguna norma jurídica anteriormente configurada o determinada, coincide con la tradición jurídica romano-medieval del derecho concebido como quod iustum est, que no se confunde con la ley y respecto del que las demás acepciones son analogías.

En esa línea, los Códigos resultan para muchos juristas un obstáculo en la búsqueda de la justicia del caso –al modo explicado por Aristóteles–, cotejando el hecho de este con el supuesto de hecho tipo de la norma, penetrando en su ratio, observando en plenitud la naturaleza de las cosas y contrastando criterios con la experiencia histórica y la reciente de la jurisprudencia del tribunal supremo. Labor que es interrumpida y perturbada inevitablemente en todo cambio legislativo si éste no la recoge y consolida, y cuya importancia excede con mucho de todas las construcciones dogmáticas y hermenéuticas sobre el originalismo o el activismo judicial. Con referencia a la casación civil en españa se ha escrito: «Cierto es que la sala 1ª del tribunal supremo […] sufre la dificultad de que, en el recurso de casación, sólo tiene posibilidad de satisfacer la justicia del caso condicionada a que vaya conjugada con alguna infracción legal que permita, en su caso, casar el fallo estimado injusto y abrir paso para poder dictar sentencia justa. Pero este trámite ha dado lugar, a veces, a que, con este fin, se fuerce la doctrina legal; y luego, en otras ocasiones sucesivas, para evitar contradecirse con lo ya forzado, se ha perdido en una techné, no siempre fácil de entender […]. sus aporías resultan, en primer término, de que se dé a la sentencia la amplitud de la norma de derecho más general, que el juzgador se cree obligado a aplicar, y así se da a la propia sentencia una generalidad impropia del fallo que resuelve un caso concreto. Como había notado Fontanella, las sentencias ultra non extendatur quam importat verborum sonus; pues, minima mutatio facti mutat totum ius. De aquel modo, se procede a deformar la norma que ha de darse por infringida para poder corregir un fallo que resulta injusto, en lugar de señalar su inaplicabilidad porque su hecho tipo no coincide con el del caso juzgado».

Desde la teoría de los saberes jurídicos y su pertinente jerarquización, se ha denunciado también la reducción de la jurisprudencia a doctrina legal y la devaluación final de ésta y aquélla. En efecto, si la cuestión del saber judicial se plantea como tema político revestido de saberes técnicos del derecho en los países anglosajones, «muy otra es la apreciación obtenida en el continente, donde el saber técnico ha sido sobrevalorado hasta asumir el calificativo por excelencia de saber jurisprudencial, siendo así que el auténtico saber jurisprudencial es el saber más elevado del derecho, el saber filosófico por excelencia, si nos atenemos a las fuentes romanas, madres depuradoras de toda terminología». De ahí que resulte especialmente repudiable la reducción de la jurisprudencia –ciencia de lo justo y de lo injusto a través de la noticia de todas las cosas divinas y humanas, en la famosa definición de Ulpiano– a una serie de sentencias dictadas por los tribunales de justicia, que no sólo resultan ajenas al saber filosófico sino que aun suplantan el científico, en una apoteosis del simplemente técnico, «bárbara inversión de los saberes jurídicos», en cuanto unos simples técnicos se han venido a arrogar el discernimiento de lo que es ciencia de lo que no es, dotándose a sí mismos del poder supremo de calificar desde la técnica los valores y los saberes de la ciencia jurídica; y ni tan siquiera con referencia a algún caso concreto, como acontece en los países anglosajones, sino sentando doctrina a través de dos o más sentencias concordantes.

Pero no deja de observarse que esta cuestión de la jerarquía de los saberes aparece estrechamente vinculada a la de los equilibrios entre los poderes o de los contrapesos entre sus funciones, pues a la potestad jurisdiccional le corresponde la determinación de la justicia particular, en sus especies conmutativa y distributiva, pero en ningún caso la legal o general. Más aún, sólo al gobernante toca tener a su cargo el cuidado de la comunidad, mirar al bien común; los jueces no han de considerar el bien común –menos la «razón de estado»– en sus sentencias, salvo cuando esté mandado expresamente en las leyes. Por eso, «otorgar a los jueces la facultad de guardar el bien común alteraría la tabla de valores jurídicos de una sociedad organizada en términos de justicia y derecho […], sería fundar un estado de jueces en lugar de un estado de derecho […], como si en el campo religioso fuera sustituida la religión por el clericalismo».

Así es, ya que, para propugnar la justicia general, los parlamentarios aprueban las leyes que estiman conformadas a ella, elaboradas previamente por comisiones de expertos en el arte de legislar; mientras que, para propugnar la justicia particular, en cada caso concreto, todos los pueblos tienen una organización judicial, que debe estar integrada por hombres prudentes, expertos y conocedores del derecho. La pauta de la justicia general, según la enseñanza clásica, no es otra que el bien común, de manera que cuando se pierde en la tarea de legislar, se incide en una desnaturalización de la ley. En efecto, en el estado contemporáneo el poder legislativo ha venido siendo instrumentalizado por el ejecutivo, pasando a convertirse en el ejecutor de la política de éste. Así, ha olvidado su función de elaborar leyes en las que trata de plasmar lo que es justo según la justicia general y su pauta del bien común, para pasar a convertirse en un poder que elabora leyes que realizan la política del gobierno, donde la finalidad no es propiamente la justicia sino la eficacia, valor que se transmite del ejecutivo al legislativo, con la consiguiente confusión de los principios rectores de cada uno. Por eso, las leyes dejan de ser normas con vocación de durabilidad y permanencia, para sujetarse a los avatares de un gobierno que se olvida de gobernar si no es a base de «legislar», de donde se deriva la debilidad de una teoría de las fuentes construida impecablemente desde la teoría democrática, pero en la que perece la racionalidad de la ley. Y de ahí también que se adquiera la impresión de que, pese a tal sistema, la diferencia entre la ley y los actos administrativos no es otra que la que reside en los distintos procedimientos formales de elaboración.

En conclusión, una vez más, lo que refleja la situación presente es no tanto la ruptura con la anterior como mezcla de tendencias obrantes en distintas direcciones en un cuadro de disolución. Si la crisis de la ley parlamentaria lleva a un mayor ascendiente del gobierno, la recepción de los tribunales constitucionales junto con la afirmación de un poder judicial (político) contribuyen no sólo a limitar el peso de la ley sino a poner en dificultades a los gobiernos, por más que tribunales constitucionales y consejos de la magistratura dependan en buena medida de los partidos y sus intereses. Los jueces, convertidos en agentes políticos, son aupados por los medios de comunicación. Los tribunales internacionales contribuyen, a su vez, a multiplicar las instancias de conflicto y confusión. El activismo judicial, sin embargo, actúa siempre en un mismo sentido: el de acelerador de la evolución de la modernidad hacia su fin. Recuérdese el peso de las decisiones judiciales en el asunto de la legalización del aborto, hasta el punto de que a veces se ha producido no por vía legislativa sino judicial. Piénsese también en otros temas de alta densidad moral, como la llamada eutanasia, y el papel que han desempeñado los tribunales en abrirle el camino. Los jueces sustituyen, así, a los «representantes», en una demostración más de las transformaciones de la democracia: más que la elección popular, lo que cuenta es la sintonía con la ideologización democrática nihilista, revestida también de una cierta técnica. La cuadratura del círculo: democracia y tecnocracia abrazadas, mientras la representación (auténtica) y la justicia son cuidadosamente orilladas como S.Illma ejemplariza.

Extractado del trabajo científico humanista de Miguel Ayuso Torres en «El desgobierno de los jueces».

Compartelo:
  • Facebook
  • Twitter
  • Google Bookmarks
  • Add to favorites
  • email

Enlace permanente a este artículo: https://www.defensa-nacional.com/blog/?p=14664

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.