El racismo.

¿Qué es una raza? Una raza, dice André Lwoff, es «un grupo de individuos, emparentados a través de relaciones endogámicas, que se diferencia de otros grupos por la frecuencia de ciertos genes». He aquí una respuesta sencilla. Cuando se trata de definir el racismo, la dificultad es mayor.
Hoy día existe una tendencia cada vez más extendida consistente en emplear la palabra «racismo» con una acepción extremadamente amplia, por no decir extremadamente confusa. Se hablará, por ejemplo, de un «racismo antijóvenes», «antiobrero», «antimujeres», etc, para calificar toda manifestación de hostilidad o rechazo a un grupo  de individuos que tienen en común unas carácteristicas cualesquiera, étnicas, religiosas, económicas, de edad, de sexo, etc. Este uso que tiende a racializar cualquier colectividad humana se me antoja harto discutible. Vacía el término de sus sustancia real y, desde mi punto de vista, no hace más que favorecer la confusión. Cierto es que todo racismo implica un rechazo al Otro, pero no todo rechazo al Otro es racismo. Creo que es preferible vincular la noción de «racismo» a la noción de raza o de etnia y, para designar el rechazo al Otro en general, emplear el término «alterofobia» o heterofobia, dentro del cual el racismo stricto sensu no seria más que una manifestación concreta particular.
El racismo es, por una parte, una actitud de rechazo, de devaluación sistemática o de hostilidad de principio, acompañada o no de prácticas relacionadas con dicha hostilidad, dirigida contra una o varias razas en su conjunto, o contra individuos sólo por el hecho de pertenecer a una raza. Por otra parte, el racismo es una doctrina que considera la raza como factor esencial o principal de la historia, bien porque los principales hechos de la civilización o de la cultura sean explicados por medio de la raza, bien porque los conflictos que constituyen el motor de la historia sean percibidos, a fin de cuentas, como conflictos de raza o, por último, porque las conductas individuales o temperamentales sean concebidas como inducidas esencialmente por la pertenencia a una raza.
Estos dos aspectos, la actitud racista y la doctrina racista, no coinciden necesariamente. Una teoría racial puede, en última instancia, abstenerse de llevar a cabo una jerarquía entre las razas. Por el contrario, se pueden tener actitudes racistas sin invocar por ello una doctrina ordenada de forma coherente en torno a la noción de raza.
En la vida social se corresponden, de una manera muy clásica, con la cristalización en la raza o en la etnia de un prejuicio alterofóbico que se traduce en xenofobia, desprecio hacia el Otro, hostilidad de principio hacia su persona, devaluación del Otro acompañada de una sobrevaloración de uno mismo.
Se puede admitir que, en unas condiciones naturales, la desconfianza o la hostilidad por principio hacia el extranjero desconocido son una de las condiciones para la supervivencia. De hecho, son numerosos los autores que se niegan a interpretar este reflejo de exclusión como fruto de la «ignorancia» y prefieren ver en ello una tendencia arraigada en la estructura biológica.
La actitud racista aparece directamente ligada a la convicción, al menos implícita, de que sólo existe una verdad, el monoteísmo tiende a devaluar al Otro en beneficio de Cualquier Otro. Tiende a borrar las diferencias entre los individuos y los pueblos, haciendo que parezcan secundarias por ser «demasiado humanas». «Todas las naciones del mundo, leemos en el libro de Isaías, son ante Dios inexistentes».
Por último, recordaremos a título indicativo que la tradición bíblica atribuye a los tres hijos de Noé, Jafet, Sem y Cam, el orígen de los europeos, de los asiáticos y de los africanos respectivamente, y que encontramos en el Génesis esta exclamación de Noé dirigida contra Canaán, heredero de Cam, es decir, de la raza negra: «¡Maldito seas Canaán¡ ¡Que sea el esclavo de los esclavos de sus hermanos¡ ¡Bendito sea el Eterno, Dios de Sem, y que Canaán sea su esclavo¡ ¡Que Dios extienda las posesiones de Jafet para que habite en las tiendas de Sem, y que Canaán sea su esclavo» (Gén. 25-27) Naturalmente los segregacionistas americanos no dejaron pasar la ocasión de utilizar este ambiguo pasaje para intentar justificar la esclavitud.
Dicho esto, está claro que el etnocentrismo corresponde también a una inclinación natural del carácter humano. Mientras que la conciencia de uno mismo es inmediatamente transparente a sí misma, el Otro es ante todo percibido como un «objeto» que la conciencia interpreta a partir de unos datos siempre subjetivos. La tentación, por tanto, de interpretar al Otro como una proyección de uno mismo es grande, lo que puede llevar, en un momento posterior, a querer eliminar todo lo que no es conforme con dicha proyección.
Esta tendencia a interpretar al prójimo a través de uno mismo es tanto más absurda cuanto prohíbe no solamente la comprensión del Otro, sino la comprensión de uno mismo, en la medida en que sólo se puede ser plenamente consciente de la propia identidad al confrontarla con una variante exterior: necesitamos al Otro para saber en qué nos diferenciamos de él. El rechazo al Otro es, pues, también el rechazo al movimiento dialéctico que permite que Uno se construya y se transforme por medio de la confrontación positiva con el Otro.
Para finalizar este artículo, escribe Robert Jaulin sobre el carácter plural e inconmensurable del conjunto humano:
«La etnología debe plantear como postulado político general la existencia de la humanidad en plural. Una etnología tal está reñida con todos los grandes mitos unitarios, ya sean de derechas o de izquierdas (…). No hay mayorías ni minorías, una civilización no se define de manera cuantitativa. Una civilización es una cualidad. Una civilización tiene un color, unos olores, una tierra, es movimiento, historia, y una etnia se circunscribe en ella».
El racismo no es más que una forma de reduccionismo biológico que, como tal, resta valor a la especificidad humana.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.

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