La utilización partidista de la Enseña Nacional por parte de la derecha española.

La bandera constituye, por tradición, uno de los elementos más significativos del Estado español. Especialmente durante el régimen franquista, la bandera simbolizó, junto con el himno, el escudo y el reconocimiento de un solo idioma, la unidad del Estado autoritario. La transición política y la aprobación de una Constitución democrática alteraron la simbología unitaria para ampliarla con otras enseñas y otras lenguas que el régimen dictatorial no pudo hacer olvidar. No obstante, la inercia del régimen anterior y la falta de una verdadera ruptura con dicho pasado inmediato ha llevado a una sobrevaloración de los símbolos. Por diversas razones, la bandera constitucional fue contestada en los años de la transición democrática. Por un lado, la bandera de España actual se percibe, por algunos sectores, con reticencia porque recuerda demasiado el régimen del general Franco, en tanto que los colores de esta coinciden con los colores, posición y dimensiones de la bandera de la dictadura. La única diferencia visible estriba en el escudo, que no es un elemento esencial de la bandera, sino circunstancial y complementario. Los socialistas, ahora en el poder central, enarbolaron, hasta el mismo proceso constituyente, la bandera republicana como bandera democrática para ignorar de este modo parte de la simbología perteneciente al paréntesis franquista. Además, los sectores más reaccionarios y ultraderechistas, afines al régimen dictatorial, hacían uso y abuso de la bandera franquista. Por otro lado, para los nacionalismos periféricos (catalán, vasco y gallego) existen otras banderas tradicionales con mayor arraigo. Así, aun después de la aprobación de la Constitución, la bandera roja-amarilla-roja siguió siendo contestada por determinados sectores de la población, de entre los cuales, algunos elementos más radicalizados llegaron, en ocasiones, a quemar banderas o simulaciones con los colores que establece el artículo 4 de la Constitución vigente de 1978. Incluso actualmente diversos ayuntamientos y numerosas entidades vascas y catalanas evitan conscientemente el uso de la bandera española vigente. En Cataluña, la bandera festiva no es la española, como quedó bien patente con la celebración de los juegos olímpicos de 1992.

La discusión del finalmente artículo 4 de la Constitución no fue especialmente apasionante. La redacción de dicho precepto fue desde el inicio prácticamente la misma. El artículo 4 de la Constitución dice textualmente: «1. La bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas. 2. Los Estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas. Estas se utilizarán junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales.» Los cambios introducidos en el proyecto de Constitución no fueron sustanciales, puesto que eran cuestiones puramente nominales: en vez del color gualdo se aprobó color amarillo, que es sinónimo menos arcaizante de aquél, y en vez de territorios autónomos se utilizó la expresión de Comunidades Autónomas, que figura a lo largo del texto constitucional finalmente aprobado. Con todo, se presentaron algunas enmiendas de cierta entidad, que casi no provocaron polémica en aras del consenso que caracterizó el proceso constituyente español. Algunos de los parlamentarios que presentaron estas enmiendas fueron los que votaron en contra del texto constitucional o se abstuvieron, lo que demuestra, en parte, el valor simbólico nada despreciable de este precepto. Las enmiendas iban destinadas a reforzar la preeminencia de la bandera española frente a las autonómicas o pretendían relativizar la importancia de un artículo como el propuesto. Así, para unos era necesario destacar que la bandera de España debía estar presente en todos los actos públicos, y no solamente los oficiales, que debía ser de mayor tamaño que las banderas autonómicas, que se le debía reservar un espacio preferente, que no se podía excluir el uso de la bandera española y otras consideraciones de semejante tenor. La justificación de estas enmiendas se encontraba, con frecuencia, en la defensa de los valores patrios, en la soberanía y unidad de la nación y en otras argumentaciones parecidas, que entendían se encontraban amenazados por las esporádicas vejaciones de la bandera española y la exposición festiva de algunas banderas de las denominadas nacionalidades históricas. De todas las enmiendas cabe destacar la del senador F. Carazo en la que pretendía añadir que «la exclusión de la bandera nacional constituirá delito». El citado senador defendió su enmienda con sentidas palabras como las siguientes: «La bandera, madre augusta y fecunda, […]. Desde sus mástiles imbatibles preside las fiestas nacionales y lugareñas; navega los mares, los cielos y los campos. Es abrigo de ternuras para los guerreros desangrados en la batalla, acicate para los valientes y reproche para los cobardes. Sólo Dios es superior a ella. […] Fue la punta más avanzada en la forja del imperio y el bastión más inexpugnable donde los siglos guardan, incorrupta, la bendita vértebra espinal de la incuestionable unidad de España. […] Esa bandera es la más soberana razón, el único argumento para la soberanía de un pueblo que quiso y supo ser el genio de la raza». Mientras que para otros se consideraba que un precepto sobre las banderas era innecesario, puesto que no se trataba de una materia de tanta relevancia sobre la que la Constitución debía pronunciarse o que, en todo caso, por su escasa trascendencia, no merecía figurar en el título preliminar de la Constitución. Igualmente, se sostuvo por el senador Ll. M.a Xirinachs la bandera tricolor republicana. La defensa del texto por los ponentes y el parecer mayoritario de las Cámaras se mantuvo rígido ante las enmiendas y las fue sucesivamente rechazando (con las excepciones de detalle y puramente nominales antes citadas). Sin embargo, entre las razones de rechazo figuraba el convencimiento de que la bandera de España merecía un trato preferente y de que dicho trato se entendía suficientemente reconocido por la Constitución, a pesar de que ésta no es explícita al respecto.

De todo lo expuesto se confirma la posterior «judicialización» de la vida política española, que obedece tanto a una táctica temporal dilatoria (los jueces tardan en resolver los asuntos, amortiguando su conflictividad inmediata) como a una operación legitimadora (la intervención «objetiva» de un poder imparcial). En otras palabras: ha sido necesario un intensó activismo judicial para ir depurando los problemas, lo que inevitablemente, ha producido efectos contradictorios tanto por delegar su resolución en los Tribunales como por la diferente «sensibilidad» de los mismos. El extremado rigorismo de introducir la exigencia del acatamiento constitucional formal ha incurrido en el error de elevar el ritual a requisito sine qua non. La mayoría parlamentaria se dejó provocar por HB, únicamente interesada en «intensificar las contradicciones del sistema», aduciendo victimismo y criminalización. Es aún más incomprensible la reiteración del error con ocasión del conflicto sobre el polémico añadido del «imperativo legal». En este caso, la intención instrumental de HB tenía que haberse obviado, pues lo sustancial es que aceptó someterse al requisito simbólico. En otras palabras: la fórmula reglamentaria vigente no es práctica, pues puede acatarse formalmente e incumplirse de hecho a posteriori. Lo que importa es evaluar la actuación del representante popular, no el acatamiento formal. Además, las consecuencias de la exigencia reglamentaria son desproporcionadas, pues, aunque no se priva al representante popular de tal condición, en la práctica se le impide ejercer. Todo ello hubiera aconsejado reaccionar políticamente de otro modo: de entrada, dar por buena la fórmula de HB y a continuación analizar su conducta y procedimientos. En cuanto al problema de las banderas, hay que concluir señalando que la normativa vigente sigue traduciendo una concepción muy tópica de España, siendo poco dúctil para acoger otras concepciones más plurales. No es de extrañar que persistan las dificultades simbólicas, pues éstas son, en realidad, un pretexto para manifestar conflictos políticos. Es cierto que la Constitución da un nuevo significado a la bandera de España, además de reconocer las propias de las nacionalidades y las regiones, pues ya no representa a un Estado autoritario y centralista, siendo hoy compatible con la democracia y la autonomía. Jurídicamente, la respuesta está clara; ahora bien, la percepción social global de tal novedad requiere tiempo. Un acuerdo político y una determinada norma pueden ser logros importantes, pero la aceptación cívica suele ser más lenta: hay que demostrar que, en efecto, el símbolo tradicional ya no tiene un significado opresivo. El respeto a la bandera de España no se debe imponer coactivamente, pues en este caso será tan sólo formal y superficial. El rigor normativo es muestra de que algo falla, de que no hay plenas ni seguras garantías sobre el consenso popular al respecto. Las reticencias sólo se pueden superar con los hechos, esto es, con el más completo despliegue de la democracia y la autonomía. Por todo ello, es desproporcionada y hasta impolítica la regulación penal vigente: no tiene sentido imponer penas privativas de libertad para los ultrajes a la bandera. Más lógico sería establecer, en todo caso, multas, aunque lo más deseable sería sintonizar con la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, que ha enfatizado el valor de la libertad de expresión en tal tipo de incidentes, puesto que en ellos subyace un problema simbólico-político. Asimismo, hay que añadir que las enseñas autonómicas son también símbolos del Estado y que, por tanto, deben ser merecedoras de idéntica protección jurídica que la bandera española en la dirección administrativa apuntada. En suma, no es el Código Penal la vía más idónea para intentar superar estos problemas, sino la práctica democrática y la socialización política pluralista las que pueden producir el normal respeto de los símbolos que no se logrará mientras una parte de los españoles haga suya, por ideario político, la Enseña nacional y., otros, la rechacen por contradictorios motivos políticos.

No me cabe ninguna duda de que existen dos Españas y dos Banderas antagónicas.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca

Compartelo:
  • Facebook
  • Twitter
  • Google Bookmarks
  • Add to favorites
  • email

Enlace permanente a este artículo: https://www.defensa-nacional.com/blog/?p=4645

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.