JEMAD: “mejor es perro vivo que león muerto”.

Es una expresión magistral de los cientos que escribiera el rey Salomón y que la encontramos en el libro de Eclesiastés 9:4 y que, dadas las circunstancias de la prueba de valor demostrada, les viene al pelo.

Salomón en el contexto del versículo mencionado, está exhortando al lector a disfrutar de la vida aquí en la tierra o “debajo del sol” a pesar de que el “corazón de los hijos de los hombres está lleno de mal y de insensatez”.

Él concluye su pensamiento diciendo: “Hay esperanza para todo aquel que está entre los vivos; porque “mejor es perro vivo que león muerto”.

Salomón, no se estaba refiriendo al “perro” como el animal que consideramos el mejor amigo del hombre. En la cultura judía el perro era considerado un animal inmundo y por lo tanto su referencia alude a describir lo más bajo o vil. En cambio, el “león” es considerado el rey del mundo animal representando el poder y la magnificencia.

General, dicen que somos capaces de hacer cualquier cosa por amor a la Patria, pero lo que verdaderamente nos moviliza -y paraliza- es, en realidad, la necesidad de evitar el miedo: es para no sentir miedo que somos capaces de cualquier cosa, y allí donde hay demasiado miedo, el amor pasa a un segundo plano. A la vista está.

El miedo es un sentimiento universal y necesario pues su función es avisarnos de potenciales peligros. Pero, por desgracia, es también susceptible de amplificarse, convirtiéndose en pánico, y de generalizarse a objetos inocuos, de modo que al final acaba siendo él mismo el problema. El miedo es un sentimiento universal pero el objeto del miedo es arbitrario; podemos temer prácticamente a cualquier cosa.

Solo hay un miedo que todos compartimos: el miedo a la muerte. Cuando los niños toman conciencia de que sus seres queridos van a morir (entre los 4 y los 5 años) comienzan las pesadillas y las preguntas incómodas a los padres. Incómodas porque preferiríamos no contestar.

Hoy el miedo a la muerte ha emergido con la fuerza con la que suele emerger lo largamente reprimido y se ha materializado en el miedo al contagio.

Me imagino cómo fueron sus pinchazos y lo que sufrieron pensando que “no se ha muerto nadie antes de muerto” en un ensayo de Quevedo que, figuradamente, describiría el EMAD con sus jefes al mando en primera fila de semejante alarde de valor ante los terribles doctores. Dice lo siguiente:

“Alrededor venía gran chusma y caterva de boticarios, con espátulas desenvainadas y jeringas en ristre, armados de cala en parche como de punta en blanco. Los medicamentos que estos venden, aunque estén caducando en las redomas de puro añejos y los socrocios tengan telarañas, los dan; y así son medicinas redomadas las suyas. El clamor del que muere empieza en el almirez del boticario, va a los pasacalles del barbero, paséase por el tablado de los guantes del dotor y acábase en las campanas de la iglesia. No hay gente más fiera que estos boticarios; son armeros de los dotores; ellos les dan armas. No hay cosa suya que no tenga achaques de guerra y que no aluda a armas ofensivas: jarabes que antes les sobran letras para jara que les falten; botes se dicen los de pica; espátulas son espadas en su lengua; píldoras son balas; clísteris y melecinas cañones, y así se llaman cañón de melecina. Y bien mirado, si así se toca la tecla de las purgas, sus tiendas son purgatorios y ellos los infiernos, los enfermos los condenados y los médicos los diablos; y es cierto que son diablos los médicos, pues unos y otros andan tras los malos y huyen de los buenos, y todo su fin es que los buenos sean malos y que los malos no sean buenos jamás”.

“Venían todos vestidos de recetas y coronados de reales erres asaeteadas con que empiezan las recetas. Y consideré que los dotores hablan a los boticarios diciendo «Recipe», que quiere decir recibe. De la misma suerte habla la mala madre a la hija y la codicia al mal ministro. ¡Pues decir que en la receta hay otra cosa que erres asaeteadas por delincuentes, y luego «ana, ana», que juntas hacen un Annás para condenar a un justo! Síguense uncias y más onzas: ¡qué alivio para desollar un cordero enfermo! Y luego ensartan nombres de simples que parecen invocaciones de demonios: buphthalmos, opopanax, leontopetalon, tragoriganum, potamogeton, senipugino, diacathalicon, petroselinum, scilla, rapa. Y sabido qué quiere decir esta espantosa barahúnda de voces tan rellenas de letrones, son zanahoria, rábanos y perejil, y otras suciedades. Y como han oído decir que quien no te conoce te compre, disfrazan las legumbres porque no sean conocidas y las compren los enfermos. Elingatis dicen lo que es lamer, catapotia las píldoras, clíster la melecina, glans o balanus la cala, errhina moquear. Y son tales los nombres de sus recetas y tales sus medicinas, que las más veces de asco de sus porquerías y hediondeces con que persiguen a los enfermos, se huyen las enfermedades.

¿Qué dolor habrá de tan mal gusto que no se huya de los tuétanos por no aguardar el emplastro de Guillén Servén, y verse convertir en baúl una pierna o muslo donde él está? Cuando vi a estos y a los dotores, entendí cuán mal se dice para notar diferencia aquel asqueroso refrán: «Mucho va del c… al pulso», que antes no va nada, y solo van los médicos, pues inmediatamente desde él van al servicio y al orinal a preguntar a los meados lo que no saben, porque Galeno los remitió a la cámara y a la orina, y como si el orinal les hablase al oído, se le llegan a la oreja avahándose los barbones con su niebla. ¡Pues verlos hacer que se entienden con la cámara por señas, y tomar su parecer al bacín y su dicho a la hedentina! No les esperara un diablo. ¡Oh, malditos pesquisidores contra la vida, pues ahorcan con el garrotillo, degüellan con sangrías, azotan con ventosas, destierran las almas, pues las sacan de la tierra de sus cuerpos sin alma y sin conciencia!

Luego se seguían los cirujanos cargados de pinzas, tientas y cauterios, tijeras, navajas, sierras, limas, tenazas y lancetones; entre ellos se oía una voz muy dolorosa a mis oídos, que decía:

-Corta, arranca, abre, asierra, despedaza, pica, punza, ajigota, rebana, descarna y abrasa.

Diome gran temor, debía sufrir el JEMAD, y más verlos el paloteado que hacían con los cauterios y tientas. Unos güesos se me querían entrar de miedo dentro de otros; híceme un ovillo”, y nos vacunaron; el JEMAD y su Estado Mayor está salvado, “mejor es perro vivo que león muerto”.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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