El conflicto vasco y el “crimen de guerra interna”.

Se ha elegido este término de «crimen de guerra interna» por la claridad y conveniencia para denominar todos aquellos crímenes cometidos en un conflicto armado cuyo carácter es «no-internacional». Vamos a utilizar este término de acuerdo con su noción conforme al derecho internacional y no a las definiciones, que, en los derechos internos, se puedan dar a los actos que lo constituyen.

De manera general, los crímenes de guerra son las infracciones del derecho de guerra, que en el derecho clásico era denominado Ius In Bello y cuya responsabilidad recaía únicamente en el Estado. A raíz de la sistematización de dichas normas, este derecho pasó a denominarse derecho internacional humanitario, o derecho de los conflictos armados, que aúna las reglas relativas a la protección de las víctimas (o derecho de Ginebra) y las que se refieren a la conducción de las hostilidades (o, derecho de la Haya) y, donde se estableció la responsabilidad penal individual.

Curiosamente, si hay un problema jurídico que se suscita en torno al crimen de guerra civil, es precisamente el que tiene lugar en el marco de un conflicto armado interno. Y esta característica es, particularmente, la que genera muchos de sus «males». Mientras el cuerpo jurídico de normas aplicables en un conflicto armado internacional está elaborado con detalle, los Estados han sido bastante reticentes en regular los conflictos internos, lo cual es reflejo de la separación entre los intereses nacionales y las demandas humanitarias. De hecho, los Estados han tendido a tratar este tipo de conflictos más como una materia de política interna cuya solución es articulada a través del derecho penal nacional, que como un objeto de regulación internacional.

Sin embargo, los cambios en la naturaleza de los conflictos internos (siendo la guerra civil española el último conflicto donde se aplicó el estatus de beligerante), especialmente el aumento de su brutalidad respecto a la población civil, la ampliación de su magnitud, la mayor periodicidad y la dilatación de su duración, y la cada vez mayor interdependencia estatales, han modificado parcialmente el grado de voluntad de los Estados por su regulación internacional.

El primer movimiento en este sentido se produjo con la inclusión en los cuatro Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949 del artículo 3 común. Sin embargo, ante la oposición de ciertos Estados, su aprobación se produjo gracias al coste de limitar su contenido a las reglas básicas de humanidad. En 1977, el Protocolo Adicional II a los citados convenios, primer instrumento dedicado exclusivamente a los conflictos internos, quiso desarrollar el estándar mínimo inaugurado con el artículo tercero; pero las negociaciones de este instrumento se movieron entre dos extremos muy diferenciados: una regulación lo más amplia y exhaustiva posible representada por el proyecto presentado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, y una demanda de regulación mínima o de no regulación fundamentalmente sostenida por los países del tercer mundo, toda vez que ya habían conseguido incluir las guerras de independencia colonial dentro del ámbito jurídico de los conflictos internacionales. El resultado fue un instrumento con unas condiciones de aplicación excesivamente estrictas (artículo 1) y unas disposiciones muy prudentes a causa de la eliminación, en la última fase de su debate, de las expresiones irritantes y de aquellos preceptos que ocasionaron avivados enfrentamientos, entre los que se encontraba todo el título relativo a los medios y métodos de combate y las medidas de aplicación.

La consecuencia se ha traducido no sólo en un retraso considerable de la normativa de los conflictos internos respecto de los internacionales sino, además, en un silencio total acerca de la responsabilidad penal por la violación de sus disposiciones.

El Protocolo Adicional I relativo a la protección de las víctimas en los conflictos armados internacionales establece la categoría de «infracciones graves» y la equipara en su artículo 85.5 a los crímenes de guerra. Así, son crímenes de guerra todas aquellas violaciones graves del derecho internacional humanitario aplicable a la guerra internacional (más propiamente denominada conflicto armado internacional). La responsabilidad penal individual por las violaciones del DIH aplicable en conflictos internacionales queda de este modo establecida. De igual manera se desprende de las disposiciones de los Convenios de Ginebra de 1949.

El Protocolo II, sin embargo, que se ocupa de los conflictos internos más intensos, no establece tal categoría ni habla en ningún momento de cuando una conducta constituye un crimen de guerra, lo cual no deja de ser, por lo menos peculiar, si tenemos en cuenta que dicho instrumento tiene su objetivo prioritario precisamente en la protección de las víctimas de un conflicto armado interno. Incluso, no parece existir justificación legal alguna para que el tratamiento del autor de atrocidades en un conflicto interno sea diferente que aquel que se aplica para aquellos que cometen la misma conducta en el marco de una guerra internacional.

Dado que la noción de crimen de guerra sólo se configura si, en efecto, puede predicarse la responsabilidad penal individual para su autor, queremos evidenciar en las siguientes líneas cómo en el derecho internacional contemporáneo se ha configurado una norma consuetudinaria según la cual las violaciones al derecho internacional humanitario de los conflictos armados internos son crímenes de guerra y se les aplica, al menos parcialmente, el mismo régimen —las Convenciones de Ginebra y el Protocolo I— que a las conductas constitutivas de «infracciones graves». Esta tendencia resulta del análisis de decisiones judiciales, instrumentos internacionales y de la doctrina. Finalmente, dicha norma ha sido confirmada con el Estatuto de la Corte Penal Internacional.

La existencia de un conflicto armado no-internacional

Definir cuándo nos encontramos ante un conflicto no internacional es esencial para saber el régimen aplicable a las infracciones del derecho internacional cometidas en tal situación; una primera aproximación parece llevarnos hacia un enfrentamiento en el interior de un Estado entre dos o más partes, que recurren, ante la falta de otras opciones políticas, a la fuerza armada de una forma colectiva y con un mínimo de organización. Pero es necesario aplicar, en efecto, una serie de filtros a otro tipo de situaciones que, aunque ab initio parecen reunir sus características, no encajan sin embargo en la noción más estricta dada por el Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra de 1949 de 8 de agosto de 1977, principal instrumento para los conflictos internos. Si son sus coordenadas el umbral más alto para satisfacer, existen por otro lado situaciones que no reúnen todas sus características, tales como las tensiones internas y disturbios interiores, o situaciones que han pasado a constituir un conflicto internacional. Algún autor ha afirmado asimismo su distinción del concepto de guerra civil clásica.

Pero principalmente, es su diferenciación de los conflictos de carácter internacional lo que nos lleva, por negación, a su delimitación más concreta, dada la actual dicotomía existente en el derecho internacional humanitario entre conflictos internacionales e internos. Tras la ampliación en el Protocolo I de su ámbito de aplicación, los contextos considerados como internos se redujeron considerablemente y acontecen desde entonces realidades híbridas de difícil calificación. Así, por ejemplo, los conflictos armados internos internacionalizados, las situaciones con una implicación de un tercer Estado en el lado de las fuerzas armadas no estatales, o la actual dialéctica de la guerra contra el terrorismo, son situaciones que reúnen características de ambas clases.

Aunque la apreciación de la existencia de un conflicto interno es totalmente objetiva, y no depende del reconocimiento estatal, la reticencia del Estado parte de la dificultad de reconocer la existencia misma del conflicto, y se traduce en la aplicación de las leyes de mantenimiento del orden público en lugar de la legislación internacional (el Protocolo II o el artículo 3 común, según sea la situación) y en la utilización, como escudo para evitar cualquier actuación externa, del principio de no intervención en los asuntos internos, lo cual impide además, la tarea de auxilio de las organizaciones humanitarias o la intervención por verdaderas razones de humanidad, y la suspensión, según esté estructurado el estado de excepción, de determinados derechos fundamentales.

Respecto al grupo rebelde, la calificación del conflicto como interno o internacional es fundamental. A pesar de que la aplicación del Protocolo II no supone un cambio en su estatuto jurídico, implica la inaplicación del estatuto de prisionero de guerra, y por tanto los detenidos por actos en relación con el conflicto armado son tratados como prisioneros de derecho común y pueden ser juzgados por el delito de rebelión (o insurrección) si la legislación nacional así lo establece. Incluso, puesto que los grupos rebeldes no son considerados como sujetos de derecho internacional, nos encontramos con el problema de la vinculatoriedad de la regulación internacional. Si bien una de las condiciones que se exige en el artículo 1 del Protocolo II (ámbito de aplicación) a la otra «parte» en el conflicto es la posibilidad de aplicar el presente protocolo, surge en este punto la cuestión de sobre qué parámetros legales el grupo rebelde está sometido a las disposiciones del Protocolo II; de saber, por tanto, si puede estar obligado por un tratado en el que no es «Alta Parte Contratante».

Como umbral de aplicación inferior, los conflictos armados internos deben distinguirse de aquellas situaciones de menor intensidad. El párrafo segundo del artículo primero del Protocolo Adicional II excluye del ámbito de aplicación «situaciones de tensiones internas y disturbios interiores»; su intención no era otra sino fijar de una vez el umbral inferior de los conflictos internos, lo cual era necesario para conseguir su aprobación.

Ante la falta de una definición en los textos sobre qué debe entenderse por disturbios y tensiones internas, el CICR hizo en la primera Conferencia de Expertos Gubernamentales de 1971, la siguiente descripción de disturbios interiores:

Se trata de situaciones en las que sin que haya, propiamente hablando, un conflicto armado sin carácter internacional existe, sin embargo, a nivel interior, un enfrentamiento que presenta cierto carácter de gravedad o de duración y que da lugar a la realización de actos de violencia. Éstos últimos pueden tener formas variables, que van desde generación espontánea de actos de sublevación hasta la lucha entre grupos más o menos organizados y las autoridades que ejercen el poder. En estas situaciones, que no degeneran forzosamente en la lucha abierta, las autoridades que ejercen el poder apelan a cuantiosas fuerzas de policía, o bien a las fuerzas armadas, para reestablecer el orden interno. El número de víctimas ha hecho necesario la aplicación de un mínimo de reglas humanitarias.

En las tensiones internas, por el contrario, el uso de la fuerza es una medida preventiva para mantener el respeto a la ley y el orden, sin que llegue a haber disturbios internos, y que reúne características como las detenciones masivas, los «detenidos políticos», probables malos tratos, etcétera.

Como ni siquiera son considerados conflictos armados (artículo1.2 del Protocolo II), tampoco en principio las personas afectadas por tal situación pueden ser protegidas basándose en el artículo 3 común. No existe, de hecho, un tratado internacional especial que se ocupe de las cuestiones humanitarias que se plantean en las situaciones de tensiones internas y de disturbios interiores. Esto no significaría la total desprotección y la no observancia de los derechos fundamentales de la persona; al contrario, la contemporánea interacción entre el derecho de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario permite cubrir estas zonas grises que no coinciden exactamente con el campo de actuación de ninguno de los dos (al no poder encuadrarse dentro de una situación de paz, ámbito de aplicación típico del derecho de los derechos humanos, ni tampoco alcanzar las dimensiones de un conflicto armado, donde rige el derecho humanitario).

Durante el curso de las negociaciones para la adopción del Estatuto de la CPI, la definición del término «conflicto armado no internacional» fue objeto de un animado debate. El artículo 8.2.d) y f) del estatuto diferencian expresamente el conflicto armado interno y las situaciones de disturbios y tensiones interiores; por lo que queda claro que el concepto de crimen de guerra civil sólo se aplica en conflictos armados internos. Sin embargo, mientras el apartado d) que se refiere a las violaciones del artículo 3 común no contiene ninguna definición positiva del término «conflicto armado no internacional», la segunda frase del apartado f) que se refiere a los crímenes listados en el apartado e), muchos de los cuales recogen prohibiciones contenidas en el Protocolo II, se aplica a «los conflictos armados que tienen lugar en el territorio de un Estado cuando existe un conflicto armado prolongado entre las autoridades y grupos armados organizados o entre tales grupos». En este punto, uno se pregunta si el conflicto armado no internacional en el que se suscitan los crímenes de guerra del artículo 8.2.c) posee una naturaleza distinta al conflicto en el que se cometen los crímenes del apartado e). Más bien, la cuestión es, no si el conflicto armado debe tener una duración mínima, sino si el concepto de conflicto armado presupone la existencia de una violencia armada prolongada. Hacia esta última opción se inclinaron ambos tribunales ad hoc, definiendo también, respecto al artículo 3 común, un conflicto armado interno como «violencia armada prolongada entre autoridades gubernamentales y grupos armados organizados o entre tales grupos dentro de un Estado».

En mi opinión, el requisito de la duración prolongada fue establecido exclusivamente para resolver las controversias suscitadas alrededor de los crímenes de guerra del apartado e), donde determinadas delegaciones querían incluir, para el conflicto armado en el que se producían, el umbral de aplicación que dispone el Protocolo II. La intención no era modificar el umbral de aplicación del artículo 3 común, de hecho, el apartado f) no lo cita textualmente. Por lo tanto, el conflicto armado requerirá una violencia prolongada previa, sólo para los crímenes enumerados en el apartado e), mientras que, a falta de definición en cuanto al conflicto interno donde se desarrollan los crímenes listados en el apartado c), habrá que acudir a la letra de los Convenios de Ginebra y definir el conflicto por negación, es decir, demostrando que dicho conflicto armado no es de carácter internacional. Hubiera sido deseable, desde luego, una definición más clara que pusiera punto final a esta controversia.

El conocimiento del autor sobre la existencia del conflicto armado

Este requerimiento surge de la premisa de que un crimen de guerra interna es mucho más grave que su conducta análoga en tiempos de paz. La mayoría de los Estados manifestó durante los debates para la adopción del documento de los «Elementos de los Crímenes» que es precisamente la existencia de un conflicto armado lo que diferencia el crimen de guerra (de asesinato, por ejemplo) del delito de derecho común (de asesinato), aunque esto es obvio, ya que un crimen de guerra, por definición, es aquel cometido en tiempo de guerra y que viola las leyes y las costumbres que la rigen; sin embargo, su importancia va más allá. Para algunos, el conflicto armado no-internacional suponía sólo un elemento para la delimitación de la competencia jurisdiccional, mientras que para la otra escuela era esencial, además, otro requerimiento mental sin rechazar la importancia jurisdiccional que tiene la existencia del conflicto armado. Argumentaba, ésta última, que efectivamente «el exceso de criminalidad» que tiene el crimen de guerra, y que lo hace peor que el delito común, radica en que se comete en tiempo de guerra (cuando el conflicto armado sea un elemento sustantivo, si se toma en este sentido). Por esto, el presunto perpetrador de la conducta debe ser consciente en el momento de su comisión del contexto, tan grave, en el que se está cometiendo. Así es como ha prevalecido en los «Elementos de los Crímenes», de manera correcta, al constar como elemento común en todos los crímenes de guerra.

El Comité Preparatorio del documento de los EC discutió muy intensamente si el elemento de la intencionalidad debía exigirse para el elemento descriptivo del contexto, y en tal caso, qué nivel de conocimiento debía exigirse, puesto que se consideraba muy estricto el grado de conciencia previsto en el artículo 30. Aplicar en su globalidad el artículo 30 implicaba que el presunto autor del crimen debía ser consciente de la existencia del conflicto armado, además de su carácter internacional o no-internacional. Finalmente, si acudimos a la introducción que consta para los crímenes de guerra al inicio del artículo 8, se aclara (para el elemento de la intencionalidad y el elemento descriptivo del contexto) que:

No se exige que el autor hay hecho una evaluación en derecho acerca de la existencia de un conflicto armado ni de su carácter internacional o no internacional.

En ese contexto, no se exige que el autor tenga conocimiento de los hechos que hayan determinado que el conflicto tenga carácter internacional o no-internacional;

Únicamente se exige el conocimiento de las circunstancias de hecho que haya determinado la existencia de un conflicto armado, implícito en las palabras «haya tenido lugar en el contexto de y haya estado relacionada con él».

Por lo tanto, si a primera vista el elemento de la intencionalidad tal y como está definido en el artículo 30 crea la impresión de que requiere un conocimiento completo de las circunstancias de hecho que determinan el conflicto armado, finalmente se atenúa por esta explicación de la «Introducción» que indica «que el autor solamente necesita estar consciente de algunas circunstancias de hecho que determinen la existencia de un conflicto armado, pero no de todas las circunstancias de hecho que permitirían a un juez concluir que un conflicto armado se ha llevado a cabo».

En último lugar, el artículo 32 del Estatuto de la CPI instituye como causa eximente de la responsabilidad penal, el error de hecho y el error de derecho sólo si tal error implica la desaparición de este elemento de la intencionalidad.

Podemos decir entonces que, para tener la intención de cometer un crimen de guerra, en nuestro caso el crimen de guerra interna es necesario previamente conocer que existe el conflicto armado; es necesario, además, que al tener conocimiento del conflicto se quiera cometer el crimen igualmente, es decir, se tenga la intención. De este modo, si tomamos como base en este punto el artículo 32 del estatuto, se llega a la conclusión de que el «no conocimiento» por parte del autor de la existencia del conflicto (por un error de hecho, por ejemplo) hace que desaparezca la intención de cometer el crimen de guerra, que no se genere la responsabilidad penal individual y por ende no se configure el crimen de guerra en cuestión.

Por último, algún autor ha mencionado la importancia sobre una reflexión «moral» acerca de por qué del «exceso de gravedad» del crimen de guerra (respecto de su análogo, en tiempo de paz); que implica añadir otras reflexiones. En primer lugar, si la gravedad extra que posee el crimen de guerra debe traducirse en un aumento de su pena respecto a su equivalente en tiempos de paz; en segundo lugar, hay que preguntarse si las consecuencias de este crimen que nos ocupa son más peligrosas y relevantes, y pueden llevar a un «riesgo de escalada» y obstruir la restauración de una paz duradera (especialmente, pero no sólo en los crímenes de guerra cometidos de manera sistemática); y por último, si efectivamente el daño que se produce por la comisión de un crimen de guerra interna no sólo lo es para la víctima, sino que viola intereses colectivos al dificultar enormemente la restauración de la paz .

Conclusión.

Curiosamente, si hay un problema jurídico que se suscita en torno al crimen de guerra civil, es precisamente el que tiene lugar en el marco de un conflicto armado interno. Y esta característica es, particularmente, la que genera muchos de sus «males». Mientras el cuerpo jurídico de normas aplicables en un conflicto armado internacional está elaborado con detalle, los Estados han sido bastante reticentes en regular los conflictos internos, lo cual es reflejo de la separación entre los intereses nacionales y las demandas humanitarias. De hecho, los Estados han tendido a tratar este tipo de conflictos más como una materia de política interna cuya solución es articulada a través del derecho penal nacional, que como un objeto de regulación internacional.

Si el conflicto vasco se hubiera atendido desde el punto de vista y orientado a través del Derecho Internacional Humanitario, no sólo las penas para los criminales hubieran sido mayores, sino que se hubieran establecido las bases para no legalizar eviterno a las organizaciones que apoyan los crímenes que han cometido aún después de un presunto alto el fuego por parte del grupo terrorista, amen de no prescribir sus delitos.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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