-De nuevo deambulamos imaginariamente por las salas Museo del Prado, acompañados por Fernando Álvarez Maruri. La colección de pintura sacra del siglo XIX merece ser comentada en un capítulo aparte. Muchos expertos opinan que el arte decimonónico ha sido tradicionalmente marginado en el discurso expositivo del museo. ¿Qué información nos puede aportar al respecto?
Nuestra primera pinacoteca nacional atesora más de 2600 cuadros de pintura decimonónica, además de un notable conjunto de esculturas. Desde el punto de vista cuantitativo, el arte del siglo XIX es el que mayor peso tiene dentro de las colecciones del museo. A partir de 1856, se celebraron en España las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes; se trataba de certámenes en los que se premiaba a lo artistas más sobresalientes del momento; las obras más relevantes, según el criterio de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, fueron adquiridas por el Estado. En 1898 se inauguró el Museo de Arte Moderno, en una sección de las actuales dependencias del Museo Arqueológico Nacional, en donde el público podía disfrutar de una amplia selección de pinturas y esculturas del siglo XIX y principios del XX. En 1971, esta institución cultural se integró en el Museo del Prado y el arte decimonónico comenzó a exponerse en el Casón del Buen Retiro. En 1997 se cerró esta histórica construcción, que formó parte del complejo palaciego del Buen Retiro, con el fin de someter al edificio a una profunda reforma. Por desgracia, cuando se abrió nuevamente, el Casón del Buen Retiro se destinó a Centro de Estudios del Prado. Actualmente, en el edificio de Villanueva se exhibe una exigua parte de los fondos decimonónicos; tan solo doce salas, ubicadas en la planta baja, se dedican a la pintura y escultura de este período; este espacio estaba anteriormente destinado a exponer otras partes de la colección. Sería una excelente noticia para los asiduos visitantes del Prado que el arte decimonónico contara con un edificio propio; para tal fin, habría que acondicionar una construcción emblemática de titularidad estatal, de grandes dimensiones y a poder ser en las cercanías del Edificio de Villanueva. Los expertos han barajado principalmente dos opciones: el Palacio de Fomento, actual Ministerio de Agricultura, ubicado en la popularmente conocida como Plaza de Atocha y el Palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, en la Plaza de Cibeles. Parto de la idea de que toda obra de titularidad pública debe ser expuesta en las mejores condiciones posibles; si permanece en los almacenes a la espera de, en el mejor de los casos, ver la luz con motivo de alguna exposición temporal, nos están privando a los ciudadanos de su disfrute. En mi opinión, tanto los ministerios como los organismos militares deben tener su sede en edificios funcionales y modernos, reservándose las construcciones históricas para fines esencialmente culturales.
-¿Qué tipo de temas se tocan en la pintura del siglo XIX?; ¿podría citar a los artistas más sobresalientes?
El arte decimonónico del Prado es muy rico y variado en cuanto a su temática. Como punto de partida, podríamos tomar la figura de Francisco de Goya, que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX. A este aragonés universal es complicado encuadrarlo en un movimiento artístico determinado; sus trabajos finales, pensemos en sus célebres Pinturas Negras, se consideran un claro precedente del impresionismo. En el siglo XIX, el retrato va a alcanzar la mayoría de edad, convirtiéndose en un género artístico de gran relevancia. Empezaremos mencionando alguna de las obras maestras de Goya, ejecutadas en los albores del nuevo siglo, como La Familia de Carlos IV, La Condesa de Chinchón, La maja vestida, La maja desnuda, La marquesa de Santa Cruz y La Duquesa de Abrantes. En la primera mitad del XIX destaca como retratista Vicente López, excelente dibujante que emplea el color con extraordinaria maestría; su hijo, Bernardo López, fue un digno continuador de la carrera de su padre. Antonio María Esquivel, encuadrado en la escuela andaluza del romanticismo, se especializó en los retratos infantiles. La saga de los Madrazo comenzó con José de Madrazo, excelso representante del neoclasicismo español. Su hijo, Federico de Madrazo, realizó soberbios retratos de sabor romántico. Raimundo de Madrazo pertenece a la tercera generación de artistas y fue, al igual que su padre, un reputado retratista. Tampoco debemos olvidar de citar en esta relación algunas obras de Eduardo Rosales o Mariano Fortuny. Los retratos de Joaquín Sorolla, pintor polifacético donde los haya, ocupan un lugar de honor en las salas del museo. El paisaje es otro de los temas más cultivados por los pintores decimonónicos. Genaro Pérez Villaamil está considerado como el mejor representante del paisajismo romántico. Carlos de Haes es el pintor que cuenta con mayor número de obras en el inventario del Prado. En la segunda mitad del siglo, destacan los preciosistas trabajos de Martín Rico. Tampoco debemos desdeñar los evocadores paisajes realizados por artistas como Luis Rigalt, Ramón Martín Alsina y Antonio Muñoz Degrain. La pintura paisajista de Aureliano de Beruete nos introducen en la modernidad del siglo XX. En las escenas de género, tan del gusto del romanticismo, tenemos que citar a Leonardo Alenza y Nieto; en sus lienzos se reproducen las costumbres populares de la España de aquel tiempo. Tampoco podemos olvidarnos de Valeriano Domínguez Bécquer, hermano del famoso poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer, que supo captar con sus pinceles las esencias del costumbrismo hispano. Si hay un nombre que brilla con luz propia en el panorama artístico de aquel tiempo es el de Mariano Fortuny, que tocó los más diversos géneros en sus espléndidas creaciones. Sin duda, la pintura de historia ocupa un lugar de honor en las colecciones decimonónicas del museo; debemos tener en cuenta que los trabajos más sobresalientes de las Exposiciones Nacionales los adquiría el Estado para enriquecer los fondos del Museo de Arte Moderno. Comenzamos citando la obra cumbre del pintor neoclásico José de Madrazo, en la que se representa La muerte de Viriato. También Juan Antonio de Ribera forma parte del selecto grupo de pintores neoclásicos que se dedican a representar escenas históricas. En la segunda mitad de la centuria destaca con un brillo especial Eduardo Rosales, autor del espléndido lienzo titulado Doña Isabel la Católica dictando su testamento. José Casado del Alisal, Francisco Sans, Lorenzo Vallés, Manuel Domínguez y Alejandro Ferrant son los autores que mayor renombre adquirieron a la hora de plasmar en sus lienzos acontecimientos históricos relevantes. Mención aparte merece Francisco Pradilla y su magnífico óleo titulado Doña Juana la Loca, de gran fuerza dramática. En las últimas décadas del siglo, destacan pintores historicistas de la categoría de José Moreno Carbonero, Emilio Sala y Antonio Gisbert, con su impactante Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. Tampoco debemos olvidarnos de la llamada pintura social, muy bien representada en las colecciones del museo pero prácticamente invisible en las salas por falta de espacio para exponerla. El cuadro titulado Aún dicen que el pescado es caro, de Joaquín Sorolla, es el único que cuelga de las paredes del Prado de forma permanente. Algunos pintores de finales del siglo XIX y principios del XX conciben el arte como un instrumento de denuncia frente a las injusticias sociales.
- El neoclasicismo, que comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII, continuó a lo largo del XIX. Me gustaría que analizásemos alguna obra en concreto, de las de temática religiosa.
Una de las joyas pictóricas de estilo neoclásico, oculta para el público del museo hasta hace unos años, se titula Jesús en casa de Anás, fechada en 1803. Fue realizada por José de Madrazo, fundador de una dinastía de pintores. En París se convirtió en un aventajadísimo discípulo de Jacques Louis David, artista de formación clásica reputado a nivel internacional. Este lienzo causó la admiración de los críticos del momento, que por supuesto defendían ardientemente los principios del neoclasicismo. En el cuadro se describe la comparecencia de Cristo ante Anás; este episodio del juicio de Jesús se recoge exclusivamente en el evangelio de San Juan, los llamados sinópticos no mencionan el hecho. Anás había sido depuesto hacía más de veinte años como sumo sacerdote; no por ello dejó de influir en las decisiones que tomaba el Sanedrín. En aquel momento, el cargo supremo lo ejercía su yerno Caifás. El proceso estuvo trufado de irregularidades, no se respetaron las mínimas garantías establecidas en la ley que asistían al detenido. Los juicios, sobre todo los relacionados con faltas graves, no se podían celebrar de noche. El fiscal debía exponer los cargos que se le imputaban al acusado para que éste pudiera defenderse. Por el contrario, el Divino Cautivo tuvo que soportar un interrogatorio totalmente ilegal. El Señor, de forma serena y dando muestras de su infinita sabiduría, alegó que todas sus enseñanzas eran de carácter público y que nunca había impartido su doctrina en lo oculto. Uno de los alguaciles reaccionó de manera airada y golpeó con saña a Jesús. El Redentor, con gran mansedumbre y sin perder la calma en ningún momento, le pidió explicaciones por su violento comportamiento. Finalmente, Cristo fue conducido a casa del sumo sacerdote Caifás. A la hora de diseñar la escena, Madrazo recurre a un fondo oscuro y neutro, enmarcado por dos columnas de fuste estriado, que sirven de punto de fuga. Encima del trono de Anás cuelga un cortinón, de tejido ricamente labrado y angulosos pliegues, que nos ayuda a percibir la profundidad de la estancia. En un segundo plano, escondiéndose detrás de la cortina, hallamos a uno de los traidores, mientras cruza su mirada con otro de los miembros del sanedrín. Todas las figuras que encontramos en la composición se distribuyen de forma armónica y ordenada, ocupando el primer plano, para que el espectador pueda recrearse en los detalles. Los personajes aparecen cortados a la altura de las rodillas, lo cual no era frecuente en las composiciones academicistas, en las que se acostumbraba a representar figuras de cuerpo entero. El Divino Cautivo resplandece con un brillo singular, diferenciándose así de aquel grupo de hombres siniestros y oscuros; viste con túnica blanca, color que se asocia a la inocencia, y se cubre con un manto de un azul radiante. Presenta unas facciones de suave modelado y ondulada y rubia cabellera; en su divino rostro se refleja la preocupación, permanece absorto en sus pensamientos. Uno de los soldados de Roma lo mantiene maniatado, reflejándose así la indefensión en la que se encuentra. Como contrapunto a la figura del Salvador, encontramos a su lado al sayón; mantiene el brazo levantado, tensionado, preparado para golpear cruelmente al Hijo de Dios. Es un hombre corpulento, de piel oscura y mirada iracunda; se cubre con un manto ocre, tono con el que se representa la iniquidad. A la izquierda y sentado en su trono, podemos observar al pérfido Anás, tocado con un turbante y levantando un dedo, exigiendo explicaciones al Maestro. El autor se documentó históricamente a la hora de reproducir los uniformes que vestían los soldados romanos de la época de Cristo; sus cascos metálicos añaden una nota de color a la composición general. Uno de aquellos guardianes levanta la mano, como suplicando la compasión del verdugo; éste agarra violentamente al Señor por sus vestiduras y está dispuesto a ensañarse vilmente con el Redentor. Como era tradicional en la pintura neoclásica, en el lienzo de Madrazo se ilumina a los personajes de forma homogénea, evitándose los fuertes contrastes lumínicos tan del gusto barroco.
-Usted anteriormente ha citado a Vicente López como uno de los grandes retratistas de la primera mitad del siglo XIX. ¿Posee el museo alguna obra relevante de este autor pero de temática religiosa?
La principal obra de carácter sacro que se conserva en el Prado de este espléndido retratista se titula El sueño de San José y data de 1805. Se especula con la posibilidad de que su destino fuera convertirse en cuadro de altar, tal vez de un oratorio privado. En este lienzo se representa un pasaje de Nuevo Testamento, recogido en el evangelio de San Mateo. Tras la visita de los Magos al Niño Dios, San José recibió un mensaje en sueños en el que un ángel del Señor le pedía que huyera, en compañía de la Virgen y el Niño, a Egipto; el motivo era que el rey Herodes deseaba matar al recién nacido. Amparados en la oscuridad de la noche, la Sagrada Familia emprendió rumbo a la tierra de los faraones. Tuvieron que esperar a que falleciera Herodes el Grande, aquel infanticida que ordenó la matanza de los inocentes, para poder regresar a Nazaret. Para crear la ilusión de perspectiva, se nos presenta a mano derecha una puerta abierta; curiosamente es de día, el cielo luce azul y aparece salpicado de nubes blancas. Las figuras se distribuyen en la composición formando un triángulo, de forma armónica y equilibrada. En la parte superior de la escena, el ángel flota, apoyándose sobre una nube. Adopta una postura un tanto inestable; agita los pies y permanece con los brazos abiertos, señalando con el dedo índice el camino que debe tomar San José. Despliega sus alas, mientras las telas que le cubren se agitan en el aire. San José es un hombre joven, de rostro sereno y sonrosado que permanece sumido en un profundo sopor. Aparece sentado en un escaño de madera; se apoya en uno de los brazos del asiento, mientras se sujeta la cabeza con la mano; con el otro brazo protege amorosamente al Niño Jesús. La túnica morada y la capa siena son los ropajes con los que tradicionalmente se representa al padre putativo de Jesús. En realidad, el artista ha convertido a San José en la figura central de la escena, en una especie de trono de Dios. Lo habitual en este tipo de representaciones religiosas suele ser que se le represente en la penumbra y en un plano secundario. El Niño duerme plácidamente, ajeno al peligro que le atenaza; siente la amorosa protección de su padre adoptivo. Como nota curiosa, tiene grabado en el pecho un Sagrado Corazón, advocación que no se extendió hasta mediados del siglo XIX. En la zona izquierda de la imagen, la Virgen guarda vigilia, vestida de rosa y cubierta por una capa celeste. Aparece sentada, cruzada de brazos y elevando la vista hacia las alturas, contemplando serenamente la visión celestial del ángel enviado por el Padre Eterno. Desde el punto de vista técnico, el autor recurre a una iluminación homogénea de todo el espacio escénico; apenas existen algunos contrastes lumínicos, tan solo apreciamos las pequeñas sombras producidas por los pliegues de los tejidos. El colorido es intenso, rico y brillante. La belleza idealizada, principio irrenunciable para cualquier pintor neoclásico, está presente en cada detalle de la composición.
-La lista de retratistas del siglo XIX con obra en el museo es muy extensa; algunos de estos artistas también se atrevieron a representar temas de carácter sacro. ¿Nos puede poner algún ejemplo de cierta relevancia?
Un caso muy representativo es el de Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina, artista de origen sevillano que llegaría a convertirse en académico de mérito en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y pintor de cámara. Fue miembro fundador del Liceo Artístico Literario de Madrid. Como consecuencia de una enfermedad se quedo casi ciego; sus amigos del liceo madrileño colectaron fondos para socorrerlo en su desgracia. Cuando recupero la vista, en agradecimiento por el apoyo recibido, pintó La caída de Luzbel para que colgase de las paredes del Liceo; la obra data de 1840. Finamente, el Museo del Prado adquirió el cuadro en una subasta. La pinacoteca madrileña cuenta con veinticuatro lienzos de este insigne pintor. En el año 2018, en la sala dedicada a la rotación de obras del siglo XIX, se montó una pequeña exposición en la que el visitante pudo admirar los tres cuadros de temática religiosa de Esquivel que son propiedad del Prado. De esta manera, se puso en valor la pintura sacra del maestro sevillano. En uno de estos lienzos se representa, con la delicadeza y el buen tono característicos del artista, a la Virgen María, el Niño Jesús y el Espíritu Santo con ángeles en el fondo. También es digno de elogio el cuadro titulado El Salvador, donde se nos presenta a la Santísima Trinidad. A Dios Padre se le identifica con un anciano venerable, símbolo de la eternidad. El Espíritu santo adquiere la tradicional forma de paloma. El Salvador de esta composición es un Cristo triunfal, de gran perfección anatómica, que ha vencido a muerte y nos muestra la cruz como símbolo de su victoria. La caída de Luzbel es un lienzo de grandes dimensiones, en él se nos narra la lucha que se dio en el cielo entre el Maligno y el arcángel San Miguel. A esta verdad de fe se hace referencia en el Antiguo Testamento, concretamente en los textos de los profetas Isaías y Ezequiel. Sin embargo, el pasaje más clarificador al respecto se encuentra en el Apocalipsis, donde se compara a Satanás con el gran dragón. Luzbel, que significa lucero o portador de la luz, era un ángel de extraordinaria belleza. Cometió una gravísima falta al querer igualarse a Dios, su pecado fue de soberbia. Como justo castigo, fue expulsado de los cielos, en compañía de una legión de ángeles rebeldes que siguieron sus pasos. A partir de entonces se le denomina el Ángel caído; también es conocido como Satanás o Satán porque se convirtió en el adversario del ser humano. En el Génesis se le identifica con la serpiente; fue él quien tentó a nuestros primeros padres, prometiéndoles que si comían del fruto prohibido llegarían a ser como Dios. Por su culpa, Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrenal. La encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y el posterior sacrificio de Cristo en la cruz fueron las vías por las que se redimió del pecado a la humanidad. Esquivel se recrea en el diseño ambiental del lienzo; como decorado de fondo reproduce una luz dorada y envolvente, más intensa y brillante en la parte superior, en la que se eleva el arcángel San Miguel; por el contrario, en la zona baja se cierne la oscuridad, es el mundo de las tinieblas y la oscuridad, el reino del Maligno. Esta obra es deudora de la estética de Murillo; observemos el colorido tan exquisito que emplea el pintor y la suavidad anatómica con la que se nos presenta a San Miguel. El dibujo es de una gran precisión y la iluminación intensa, homogénea y armónica. La figura del arcángel flota en el espacio, ayudado por sus blanca alas extendidas, en un plano cercano al espectador. Sus vestiduras, de delicados tonos pastel, se elevan como movidas por una fuerte brisa. La suavidad de sus facciones, la finura de sus manos y la blancura de su piel son elementos que confieren una gran belleza a la composición. El autor representa a San Miguel de manera novedosa, suprime el casco y espada de la iconografía tradicional, para que el espectador preste mayor atención a los rostros de los personajes. La figura del diablo se sitúa en un plano posterior al del arcángel. Comienza su caída al abismo, su cuerpo ha perdido la estabilidad, como lo demuestra el brusco movimiento de sus piernas y de los vestidos que le cubren. En su rostro se refleja el odio que siente hacia la Providencia: la mirada iracunda, las cejas arqueadas, los cabellos agitados y la boca entreabierta son signos evidentes de que no acepta su derrota. En su viaje a los infiernos mantiene el puño izquierdo apretado, desafiando la bondad infinita del Creador. El cruce de miradas entre San Miguel y Luzbel es muy clarificador de lo que está ocurriendo.
-Seguramente, los artistas del Prado especializados en el género historicista también realizaron algunas incursiones en la pintura de temática religiosa. ¿Nos podría poner algún ejemplo al respecto?
En esta ocasión voy a comentar el lienzo titulado Entierro de Santa Cecilia en las catacumbas de Roma. Fue realizado en 1852 por Luis de Madrazo y Kuntz, hijo del pintor neoclásico José de Madrazo, al que anteriormente me he referido de manera extensa; a su vez, fue hermano del magnífico retratista Federico de Madrazo. Este cuadro, pintado en Roma, se puede considerar su obra maestra y uno de los mejores ejemplos de la pintura sacra de aquel momento. En el año 1850 se descubrieron en la ciudad eterna las catacumbas de San Calixto. Este hecho convulsionó no solo la vida religiosa sino también el ambiente artístico de la ciudad de los papas. Se podía contemplar el auténtico escenario en el que los primeros cristianos, que sufrieron persecución y muerte por defender sus creencias, enterraban a los mártires del cristianismo. A la hora de referirnos a Santa Cecilia debemos tener en cuenta que nos movemos en el resbaladizo terreno de la leyenda. Vivió entre los siglos II y III de la era cristiana. Procedía de una familia de la nobleza romana. En su infancia se convirtió al cristianismo y decidió ofrecer su virginidad a Dios. Sus padres la entregaron en Matrimonio a un joven pagano llamado Valerio. Tras los esponsales, en la cámara nupcial, Cecilia comunicó a su esposo que se había consagrado al Señor y que un ángel velaba para que su cuerpo no fuera profanado. Valerio pidió contemplar a aquel enviado del Altísimo que protegía con tanto celo la pureza de su legítima esposa. Como condición previa para que se cumpliese su deseo, el joven romano fue bautizado por el papa Urbano. Cuando regresó junto a Cecilia, se le apareció el ángel y colocó sobre las cabezas de los esposos sendas coronas de rosas y azucenas. Tiburcio, hermano de Valerio, también se convirtió al cristianismo y permaneció célibe. Los hermanos Valerio y Tiburcio fueron condenados a muerte por las autoridades romanas. Finalmente, la propia Cecilia fue martirizada y enterrada por el papa Urbano en la catacumba de Sumo Pontífice Calisto I. Santa Cecilia fue proclamada patrona de los músicos. En el lienzo al que nos estamos refiriendo, Madrazo diseña un decorado de fondo sombrío y oscuro; sin embargo, no renuncia a mostrar su erudición reproduciendo pinturas de la época romana. Los personajes se distribuyen de manera armónica, formando una composición triangular de amplia base. En el centro de la escena, el papa Urbano bendice a la joven mártir, mientras sujeta con la otra mano el báculo. La casulla que utiliza es de color morado, el tono que la iglesia utiliza en la misas de difuntos. A su derecha de pontífice encontramos a un joven de túnica marrón que porta la palma de martirio y la corona de flores, símbolo de la virginidad. En la zona baja de la escena, podemos ver al escribano sentado, mientras levanta acta de lo que está sucediendo. Dos muchachas piadosas terminan de amortajar el cuerpo de la santa. Una de ellas, besa la mano de la mártir en señal de respeto. La cabeza de Santa Cecilia aparece apoyada y la mitad de su cuerpo levantado. En el cuello se observa una herida infringida por el verdugo que intentó decapitar sin éxito a la santa. El color dorado de sus cabellos contrasta con la palidez marmórea de su rostro. Viste túnica de un exquisito tono marfileño y un manto bicolor que se desparrama por el suelo. La atención del espectador se centra en el cuerpo inerte de la protagonista del relato sacro. La distribución de las figuras por parte del artista ha sido perfectamente estudiada, buscando el equilibrio de los volúmenes. La composición es a la vez sobria y elegante, con un dibujo preciso y acertados contrastes tonales.
-También Eduardo Rosales es un artista muy valorado por la crítica. El cuadro en el que trata, de forma magistral, el tema del testamento de la reina Isabel la Católica está considerado como su obra más emblemática. ¿Conserva el museo algún lienzo de temática religiosa de este autor que sea digno de ser comentado?
Vamos a analizar una de las primeras obras de cierta relevancia salida de los pinceles de Eduardo Rosales. Me estoy refiriendo a Tobías y el ángel, óleo pintado en Roma entre 1858 y 1863. En realidad, es un cuadro inconcluso, que planteó muchos problemas al autor a la hora de abordar la composición del mismo; precisamente esa apariencia de boceto le confiere un encanto especial. Realizó muchos dibujos preparatorios para poder plasmar en el lienzo tan complejo tema. La escena bíblica que se reproduce en este óleo aparece recogida en el Libro de Tobías del Antiguo Testamento. El joven Tobías, hijo de Tobit, se vio obligado a casarse con Sara al ser su pariente más cercano. Esta joven había enviudado siete veces. Lo que ocurrió es que fue poseída por Asmodeo, un demonio que la desea de una manera obsesiva. Antes de que sus esposos yacieran con ella en el lecho nupcial, los asesinaba movido por los celos. Cuando el joven Tobías se pone de viaje para contraer matrimonio, se encuentra en el camino con otro muchacho de nombre Azarías con el que traba amistad; en realidad, se trata del arcángel Rafael que ha adoptado apariencia humana. Azarías le informa a su compañero de la maldición que está pareciendo Sara. Para expulsar definitivamente a Asmodeo y curar la ceguera de su padre Tobit, deberá pescar un pez. La noche de bodas, cuando el demonio se presenta en el tálamo para asesinarlo, Tobías quema el hígado y el corazón del pez y el humo espanta a Asmodeo para siempre. Con la vejiga del animal consigue curar la ceguera de su padre. Se trata de una composición con una concepción originalísima. Se observa la influencia del nazarenismo, tan presente en la pintura religiosa de la época; este movimiento artístico se inspira en la pintura de la Baja Edad Media y comienzos del Renacimiento y opta por un predominio del dibujo frente al color. Los temas angelicales, como el del óleo que nos ocupa, son muy del agrado de los nazarenos. Rosales crea una composición de carácter ecléctico, combinando ese dibujo preciosista con una pincelada muy suelta y abocetada. Tal vez sin pretenderlo se introduce en la modernidad. La obra está enmarcada en un arco de medio punto. El paisaje del fondo es poco preciso. El colorido que emplea Rosales es muy limitado; predominan la gama de celestes y turquesas que contrastan con las vestimentas marrones de Tobías. El ángel es una delicada figura de suaves caracteres que abraza al joven, más bien se nos antoja un niño. Éste mira con temor al pez, que se asoma con curiosidad por entre las aguas del río.
-Los nazarenos fueron un movimiento artístico profundamente espiritual. Deseaban volver a los orígenes del Renacimiento. ¿Podría citar alguna obra de las que atesora el Prado que responda a esta tendencia artística?
Para muchos expertos, el cuadro más espléndido de estilo purista nazareno, de los que se conservan en las colecciones del Prado, se titula Viaje de la Santísima Virgen y de San Juan a Éfeso después de la muerte del Salvador. Esta obra data de 1862, año en que fue premiada con medalla de primera categoría en la Exposición Nacional. Su autor es el pintor murciano Germán Hernández Amores, de quien se conservan en la pinacoteca ocho lienzos, la mayoría de estética grecolatina. Desde el punto de vista técnico, el artista apuesta por un dibujo de extraordinaria precisión, empleando un colorido de gran viveza. Se renuncia expresamente a los efectos de claroscuro, recurriendo a una iluminación homogénea a la vez que artificiosa. Según se nos narra en el Evangelio de San Juan, Jesucristo, mientras permanecía clavado en la cruz y apunto de morir, le pidió al apóstol Juan que se ocupara de su Madre y viceversa. Según cuenta la tradición, María y el discípulo más amado de Jesús, tras la muerte de el Salvador, se trasladaron a Éfeso, en la actual Turquía. Juan se encargó de dirigir la iglesia del lugar, además de escribir su evangelio. A las afueras de la población, la Virgen María estableció su vivienda en una humilde construcción; San Juan acudía con frecuencia a visitarla. Hoy en día se ha convertido en un importante lugar de peregrinación mariana. En el lienzo se reproduce un mar de aguas turquesas, con bravo oleaje de espumas blancas. En la lejanía, contemplamos un cielo rojizo, plagado de nubes, que nos ayuda a percibir la profundidad de la escena. La barca se abre paso a toda vela, surcando las crespas olas, empujada por un viento poderoso, tal vez se trate del soplo divino. El piloto de la nave, situado en la popa, ha caído en un profundo sopor. El autor nos presenta al durmiente con un cuerpo escultural, de gran perfección anatómica; tal vez para diferenciarse de los personajes sacros, usa vestimentas oscuras; ha abandonado el remo y la embarcación permanece a la deriva. Para evitar el naufragio, dos bellos ángeles empujan de la proa, conduciendo el velero a buen puerto. Estos seres celestiales flotan sobre las aguas y dirigen su mirada a la Santísima Virgen y San Juan. Sus rostros son de una finura extraordinaria; visten con vaporosos tejidos de luminosas tonalidades. Tanto la Madre de Dios como el apóstol permanecen en silencio, sumidos en sus pensamientos más profundos. El vestido de Nuestra Señora es de una tonalidad púrpura y se cubre con el característico manto azul. Sujeta en sus manos la corona de espinas, uno de los símbolos de la Pasión de Cristo. San Juan, por su parte, se cubre con una capa carmesí, que flota movida por el aire, formando ondulados pliegues. Contemplamos un lienzo de gran hondura religiosa que nos ayuda a entender el movimiento romántico en toda su dimensión espiritual.
-Descúbranos algún pintor, con obra en el Prado, cuyo nombre sea desconocido para el público en general, y que destaque por la calidad de sus representaciones religiosas.
Alejo Vera y Estaca, natural de Viñuelas, provincia de Guadalajara, es un ejemplo muy representativo del artista que permanece oculto para el visitante, del que solo se exponen sus magníficos lienzos con ocasión de alguna exposición temporal. Cuenta con un total de siete obras en el inventario del Prado, tres de ellas de temática sacra. En el terreno de la pintura histórica no podemos olvidarnos de su célebre Numancia, en donde con extraordinaria fuerza dramática y una grandiosa puesta en escena reproduce uno de los episodios más heroicos de nuestra historia antigua: la resistencia hasta la muerte de una población celtibérica frente al poderoso ejército de la República de Roma. Por desgracia, este espléndido cuadro se encuentra depositado en la Diputación Provincial de Soria. Al igual que le ocurre a miles de obras de arte, este lienzo de grandes dimensiones forma parte del conocido como Prado disperso. Para esta ocasión he seleccionado una obra titulada Entierro de San Lorenzo en las catacumbas de Roma, fechada en 1862. Fue presentada a una Exposición Nacional y recibió medalla de primera clase. La historia de San Lorenzo es un ejemplo de vida para cualquier cristiano que se precie de serlo. En el siglo III, el emperador Valeriano llevó a cabo cruentas persecuciones contra los seguidores de Cristo. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de Roma y estuvo al servicio del Sumo Pontífice San Sixto. Este papa le precedió en el martirio. Según cuenta la tradición, el alcalde de Roma, un hombre avariento y cruel, le exigió que le entregara todas las riquezas que poseyera la primitiva Iglesia. Lorenzo reunió a un nutrido grupo de mendigos harapientos, mutilados y ciegos, viudas y huérfanos desamparados y se los presentó como lo más valioso que poseía la Iglesia de Cristo. El alcalde se sintió burlado por el santo y montó en cólera. Decidió quitarle la vida, no sin antes someterlo a un espantosa tortura: mando quemarlo en una parrilla. Demostrando su sentido del humor, San Lorenzo comentó que ya se había chamuscado por un lado para que le dieran vuelta. Su heroica valentía supuso un punto de inflexión en la conversión de Roma. Muchos senadores renunciaron a sus creencias paganas y se transformaron en seguidores de Jesús. En las Actas de los Mártires se narra detalladamente como fue el entierro del diácono. El sepelio se llevó a cabo al atardecer. Hipólito, que había recibido el bautismo en calidad de seguidor del santo, y el sacerdote Justino fueron los encargados de recoger el cuerpo; lo envolvieron en una sábana perfumada. El lugar escogido para el enterramiento se encontraba en la Vía Tiburtina. Allí se levantaba la casa de la viuda Ciriaca; aquella vivienda se había convertido en lugar de reunión secreto de los cristianos. En el huerto existía una cripta en donde depositaron el cadáver. En la ceremonia, celebrada por Justino, estuvieron también presentes Ciriaca, la cristiana Flavia e Hipólito. Al fondo de la composición, en la penumbra, contemplamos el sepulcro vacío, coronado por dos bustos pétreos y una lápida. En la estancia se distribuyen diferentes relieves escultóricos que contribuyen a dotar a la escena de un mayor rigor histórico. El autor, con el fin de crear una atmósfera de recogimiento, utiliza hábilmente el juego de luces y sombras. A una de las santas mujeres, se la representa próxima al espectador, de pie y sosteniendo una lámpara encendida en la mano; viste con tonos claros y contempla con tristeza el cadáver. La otra dama permanece sentada en un segundo plano, con los dedos entrecruzados y la mirada perdida, utiliza ropajes oscuros y aparece iluminada de manera tenue. La figura de Hipólito aparece a contraluz, con túnica azul oscuro; sujeta el blanco lienzo con el que se cubrirá el cuerpo inerte del mártir. Toda la iluminación se concentra en la figura de San Lorenzo, amortajado con telas de colores radiantes, con el rostro sereno, irradiando una profunda paz espiritual. En la zona izquierda y acompañado de un joven acólito, el sacerdote Justino bendice al santo, vistiendo una capa pluvial carmesí, color que en la Iglesia se asocia con el martirio. Nos encontramos frente a una composición de gran elegancia y sobriedad compositiva. Este lienzo fue seleccionado para formar parte de la exposición temporal titulada Historias Sagradas, en la que también estuvieron presentes El entierro de Santa Cecilia, de Luis Madrazo y El Descendimiento de Domingo Valdivieso, obras que comento en esta entrega sobre la pintura decimonónica sacra del Museo del Prado.
-Aprovechando que ha nombrado este cuadro de Domingo Valdivieso, coméntenos algo sobre él, Este tema final de la Pasión de Cristo, el Descendimiento, siempre ha estado presente en la iconografía artística de todos los tiempos.
Domingo Valdivieso y Henarejos fue un pintor murciano premiado en la Exposición Nacional de 1862 con este espléndido y monumental cuadro en el que se representa El Descendimiento. La ambientación de la composición es simplemente magistral. Al fondo, las tinieblas de la noche se ciernen sobre el Gólgota, apenas percibimos la silueta a contraluz de unas edificaciones y dos palmeras cimbreándose. El madero vertical de la cruz en que fue muerto Nuestro Señor y la escalera que se utilizó para poder bajar su sagrado cuerpo aparecen a la izquierda. Las siete figuras sacras se distribuyen armónicamente, formando dos grupos. José de Arimatea aparece agachado a punto de cubrir con la sábana santa el cuerpo del Yacente; Valdivieso nos lo representa como un hombre mayor, de larga y cana barba y cabellera, que utiliza ropajes pardos que tienden a mimetizarse con la madera de la cruz. A este miembro del Sanedrín, los evangelistas lo califican de hombre acaudalado, ilustre, honrado y discípulo de Jesús en secreto, para no escandalizar a las autoridades judías. Discrepó abiertamente con las argucias judiciales empleadas por los otros miembros del Consejo para condenar al Mesías. En un acto de valentía sin precedentes, decidió presentarse ante el gobernador romano Poncio Pilato y pedirle que le entregara el cuerpo de Jesús. Con la ayuda de Nicodemo, lo desclavó de la cruz. Tras envolver al Salvador en el sagrado lienzo lo condujo a un sepulcro cavado en la roca. Finalmente, hizo rodar la piedra y selló la sepultura. De pie, con las manos abiertas y contemplando con una infinita tristeza a la Madre de Dios, aparece Juan, el amado discípulo de Jesús. Viste túnica verde oscuro y se cubre con una capa de un rojo bermellón, una de las pocas notas de color en esta sombría escena de la Pasión. El grupo de las mujeres está presidido por la Santísima Virgen, con enlutadas vestiduras, se desploma de dolor ante la irreparable pérdida que ha sufrido. La sostienen María de Cleofás y María Salomé que intentan consolarla inútilmente. María Magdalena se sitúa a los pies de Cristo, como si quisiera volvérselos a enjuagar con su larga y dorada cabellera. Junto a ella tiene un esenciero para amortajar el cadáver de su Señor; aparece cabizbaja y con la mirada perdida. Sin duda, lo más espectacular es el cuerpo inerte de Cristo, de blanca morbidez, que yace sobre la sabana en posición horizontal, tan solo cubierto por el paño de pureza. Como signos de la Pasión observamos la herida del costado y las de los pies y manos. La corona de espinas y los clavos nos recuerdan la cruel tortura que padeció nuestro Redentor. Como curiosidad, comentaremos que el pintor Eduardo Rosales, al que anteriormente he mencionado, sirvió de modelo para que su amigo Valdivieso representara al Yacente.
-Como usted ha comentado, la pintura histórica es uno de los temas estrella de este siglo. ¿Encontramos algún cuadro en el que se entremezclen hechos históricos con temática religiosa?
La conversión del duque de Gandía, obra maestra de José Moreno Carbonero fechada en 1884, es un ejemplo muy representativo de pintura histórica que también nos transmite un mensaje de tipo religioso. La vida del duque de Gandía, protagonista de la escena, es la historia de una profunda conversión. Francisco de Borja y Aragón desde la infancia sentía atracción por la vida religiosa. Fue enviado a la Corte del emperador Carlos I. Paulatinamente fue acumulando cargos y títulos nobiliarios. Contrajo matrimonio con Leonor de Castro, Caballeriza Mayor de la emperatriz Isabel. La esposa del emperador y la mujer de Francisco de Borja mantuvieron estrechos lazos de amistad. También el duque de Gandía fue nombrado Caballerizo Mayor por la emperatriz. Isabel de Portugal falleció a la temprana edad de 36 años en Toledo. Se trataba de una mujer de extraordinaria belleza, de la que el emperador Carlos se encontraba profundamente enamorado, de hecho no volvió a contraer matrimonio tras su muerte. Se decidió trasladar el cadáver a la Capilla Real de Granada para enterrarlo junto a los restos de los Reyes Católicos. La comitiva fúnebre, desde Toledo a Granada, fue encabezada por su hijo, el futuro Felipe II. El encargado de organizar el traslado de los restos mortales fue el propio Francisco de Borja. Antes de introducirlo en el sepulcro, como exigían las normas del momento, hubo que abrir el féretro para comprobar la identidad del cuerpo. La que fuera una de las mujeres más hermosas de su tiempo, se había convertido en un cadáver putrefacto y maloliente. Tras las exequias fúnebres, el duque de Gandía pronunció una frase que ha pasado a la historia: “Nunca volveré a servir a señor que se me pueda morir”. Después de enviudar de su esposa Leonor, Francisco de Borja decidió ingresar en la Compañía de Jesús; ya nada le ataba a las cosas de este mundo. En 1641 fue canonizado por el papa Clemente X. Moreno Carbonero recrea con gran realismo este acontecimiento histórico. Una sombría cripta es el lúgubre escenario en el que trascurre la acción. Se accede a la misma a través de una escalera pétrea de diseño gótico, en donde se van distribuyendo apiñados los personajes secundarios. La cancela permanece abierta y por ella penetra la luz que ilumina la estancia en diagonal. Los caballeros que se sitúan de espaldas a la puerta aparecen a contraluz y apenas podemos distinguir sus rostros. Para conseguir este efecto de perspectiva aérea el pintor utiliza una pincelada suelta, abocetada; ocurre los mismo con los frailes que se sitúan detrás del féretro. La perspectiva aérea o atmosférica es una técnica pictórica que busca crear la ilusión de profundidad, de tal forma que los elementos paisajísticos, objetos y personas se reproducen con mayor detallismo cuanto más próximos están para el espectador y van perdiendo nitidez, de manera gradual, según nos vamos alejando. En la zona baja de la escalera encontramos a una dama enlutada que viste un tejido de raso negro. Llena de pena, se cubre la cara con la mano, sumida en un profundo llanto. El niño que permanece a su lado mira con cara de espanto el cadáver de la emperatriz; posiblemente sea su primer contacto con la muerte. El obispo que celebra la ceremonia religiosa se cubre con una capa pluvial exquisitamente bordada, con los símbolos de la muerte. En la zona central, Francisco de Borja se abraza con inmensa tristeza a un caballero que se cubre con una espléndida armadura. La visión de aquel cuerpo putrefacto ha conmovido de tal forma al duque de Gandía que se ha derrumbado moralmente; aquel hombre, con grandes inquietudes espirituales, es plenamente consciente de la fugacidad de la vida y de como la belleza corporal se destruye tras la muerte. El real ataúd de bronce ha sido abierto para que el cadáver sea de nuevo identificado; descansa cobre un túmulo, revestido con un espléndido paño que lleva bordado el águila imperial. El rostro de la emperatriz aparece cubierto por un finísimo tul que nos permite contemplar las rígidas facciones afectadas por el rigor mortis; la desventurada Isabel ciñe corona de oro, símbolo de su majestad. El caballero que ha abierto la tapa de féretro se tapa con la gorra el rostro, incapaz de soportar el fétido olor a carroña. En este cuadro de grandes dimensiones, Moreno Carbonero hace gala de sus conocimientos históricos a la hora de representar las vestimentas de los distintos personajes y la ambientación general de la escena. Es la época dorada de la pintura histórica, tan promocionada por las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes.
-¿Existe alguna obra religiosa, de finales del siglo XIX, que destaque de manera especial por su calidad artística?
Como colofón a esta selección de pintura sacra decimonónica del Museo del Prado, comentaré una obra de Enrique Simonet Lombardo, con un título en latín, Flevit super illam, datada en 1892. Se trata de un pintor valenciano que se sentía atraído con fuerza por la vida espiritual. Sus dos obras más emblemáticas son propiedad del Prado. El lienzo titulado Y tenía corazón se encuentra en deposito, desde tiempo inmemorial, en el Museo de Bellas Artes de Málaga. Se representa la autopsia de una bella mujer que yace sobre la camilla de una fría morgue. El médico acaba de extraer su corazón y lo levanta en el aire; es un magnífico ejemplo de lo que se conoció como pintura social y realista. La composición que nos ocupa se basa en un pasaje del Evangelio de San Lucas en el que Cristo profetiza la destrucción de Jerusalén. Las palabras que pronunció Jesús no pueden ser más clarificadoras: “ Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella mientras decía: ¡Si reconocieras tu también en ese día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos los lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita”. (Lc 19, 41-44). En el año 70 de nuestra era, Tito, hijo del emperador Vespasiano, conquistó Jerusalén y destruyó el Templo, el lugar más sagrado y querido para los israelitas. El pueblo judío sufrió el cautiverio y se disperso por todo el mundo. Simonet decidió viajar a Palestina y a Egipto para conocer de primera mano las características geográficas de aquella tierra. Por lo tanto, nos enfrentamos a un cuadro de gran rigor histórico y perfecta ambientación; hasta hace unos pocos años dormía el sueño de los justos en los almacenes del Prado, en unas condiciones de conservación bastante lamentables. El museo, en 2016, organizó una exposición temporal para sacar a la luz la obra de Simonet con motivo del 150 aniversario de su nacimiento y sometió al óleo a una profunda restauración. En esta composición se representa al Señor acompañado de sus discípulos y seguidores. La comitiva se encuentra en las proximidades del Huerto de los Olivos. Desde un altozano pedregoso y lleno de cardos, el Salvador contempla una magnífica panorámica del Templo de Jerusalén. En esta ocasión Cristo lleva una túnica oscura, simbolizando la angustia que experimenta ante la visión de la Ciudad Santa; se presenta el lado más humano del Mesías, capaz de conmoverse ante el dolor del mundo. El autor lo dibuja en una posición oblicua, para que no se le vea con claridad el rostro. El Redentor eleva los brazos, avisando a la urbe de las desgracias que acaecerían sobre ella. El sol está despuntando en el horizonte, tapado parcialmente por nubes. El lucero del alba brilla intensamente en el cielo. La mole pétrea del templo y los edificios anexos resplandecen en la lejanía. Una luz rosácea envuelve toda la escena, ambientación ideal para describir con los pinceles un mensaje apocalíptico.
Fernando Álvarez Maruri