La violencia política encubierta de Unidas Podemos.

Por el estudio de RAFAEL HERRANZ CASTILLO, la violencia política es un medio, y nunca un fin en sí mismo. Es ejercida en un contexto concreto, para acelerar la obtención de fines determinados. Ted Honderich considera que un elemento definitorio de la violencia es el de estar dirigida a conseguir un cambio en las políticas o sistemas de gobierno («policies») (HONDERICH, 1973). Si bien es comúnmente aceptado que las tácticas violentas son eficaces sólo para conseguir un objetivo inmediato, a corto plazo, y que la simple amenaza no puede por sí misma alcanzar objetivos fundamentales como nos quiere hacer creer la izquierda progresista con el envío de cartas municionadas (MACFARLANE, 1977).

También Hannah Arendt ha remarcado el carácter instrumental de la violencia política: precisa siempre de una guía, de una justificación; y de otra parte, su grado o intensidad depende únicamente de sus instrumentos, de artefactos, cuya eficacia destructiva aumenta según se desarrolla la tecnología y crece la distancia que separa a los oponentes. El recurso descamado a la violencia entra en juego allí donde se está perdiendo autoridad y el poder es más débil como está ocurriendo en España con el desgobierno de estos progresistas y la falta de legitimidad del Estado y su deficiente capacidad para reaccionar (ARENDT, 1973).

La visión de la violencia como una «catarsis colectiva», tan deseable como necesaria, no es exclusiva de un profeta errático como Sorel (repudiado por izquierda y derecha, incatalogable, asistemático). En tiempos más recientes, Franz Fanon y el mismo Jean-Paul Sartre, junto a otros pensadores representativos de la Nueva Izquierda, revalorizaron el recurso a la violencia, otorgando a ésta una importancia esencial en todo proceso de cambio político. Las consecuencias de estas posturas son enormemente desestabilizadoras para la vida social, y conocemos bien el coste en vidas y en libertades que conllevan (ARENDT, 1973; CAIvIERON, 1970) . Pero es que, además, sus presupuestos son erróneos, y sólo pueden mantenerse desde un estricto «aislacionismo», desde el exterior del sistema social, y el rechazo a toda negociación y diálogo. Los violentos se limitan a proponer un gobierno del terror sin razones ni discusión como Pablo Iglesias, seguido de los dirigentes del PSOE que la encubren.

Los autores que definían la violencia por referencia a la idea de `daño’ introducían, habitualmente, este elemento de reprobación en su análisis, haciendo que el concepto de violencia resultara valorativamente «cargado”. Así lo hacían Bernard Gert y C. Perry. Harold Lief la define como un comportamiento extremadamente agresivo, caracterizado por el uso de fuerza incontrolada, y por su naturaleza irracional, que la inhabilita para servir a fines loables (LIEF, 1963). Raziel Abelson indicó que «aplicar el término `violencia’ a algunas acciones, y no a otras, es condenar a las primeras, y excusar las segundas. El status axiológico de la violencia es único y negativo» (ABELSON, 1969).

En algún sentido, todo acto que hiere lesiona o incapacita a un ser humano es malo e injusto, y requeriría cumplida justificación ética. Es absurdo abogar, sin más, por el daño a otros. Pero parece posible argumentar, en supuestos concretos, que el mal producido es menor que el mal previsible y evitado, por lo que la violencia era necesaria. Esta violencia se configuraría, entonces, como una actividad prima facie mala, o reprobable, pero justificable en última instancia una vez considerados todos los factores. Con esto queremos decir que, si no existen razones morales poderosas que justifiquen el uso de medios violentos, éstos deben evitarse cuidadosamente. De este modo, no estamos definiendo violencia como algo diabólico y perverso por sí mismo, como «algo que rechazamos», sino que establecemos un criterio de aproximación analítico. Es el camino seguido por Robert Holmes: «si la violencia no es mala por definición, sí lo es prima facie, por el hecho de que está prima facie puede dañar a las personas» (HOLMES, 1973) . Esta conexión puede ser contingente o necesaria (no entramos en ello), pero de ella se sigue, en todo caso, el carácter decididamente normativo del concepto de violencia, sin prejuzgar la valoración moral última que puede recibir un acto específico de violencia.

El concepto de violencia se conecta, como dijimos, con el concepto de daño. Los actos de violencia se encaminan a la causación de daños o agravios a otras personas. Por tanto, una definición operativa de violencia, además de neutral, habrá de asumir la amplitud y vaguedad del concepto: deberá, reflejar toda la amplia gama de daños y atropellos que las personas sufren realmente, causados por otras personas, así como el vasto abanico de medios a través de los cuales se ejerce la violencia (LAWRENCE, 1970). Así, nos interesa fijarnos más en los resultados de la violencia que en sus técnicas, o que en sus cualidades físicas. La violencia política es consecuencia de un proceso, intencionalmente dirigido y guiado, en busca, de un fin político-social más o menos inmediato. Lo que es común a los diversos tipos de violencia política es, a mi juicio, una intencionalidad de causar daño, una voluntad de agredir, un resultado lesivo para los derechos o intereses de terceras personas, todo ello provocado en aras a la consecución de objetivos políticos particulares (LAWRENCE, 1970) .

Siempre que hablamos de violencia contra seres humanos («violencia primaria») la noción de daño es decisiva. Sea por referencia a un agente externo personalizado que inflige dolor, sufrimiento, angustia o ansiedad; sea por referencia a una fuerza coactiva o a una institución que actúa en violación de derechos humanos fundamentales; sea por referencia a un empeoramiento con respecto a su situación anterior, la idea de `daño’ está siempre presente. Y no sólo se requiere que alguien resulte dañado o perjudicado, sino que este daño resulte de acciones humanas intencionadas (HOLMES, 1973) . Estos propósitos o expectativas, dirigidos a la producción de un daño, distinguen un acto típico de violencia de otros usos marginales o accidentales de fuerza destructiva.

De esto se deduce que ninguna modalidad de violencia política puede ser entendida en términos estrictamente descriptivos o «factuales» . Los actos de violencia que analizamos no están entre los hechos que pudiéramos llamar «primitivos» o «brutos» del mundo: los usos centrales del concepto sugieren, más bien, una vinculación inmediata con otros términos y conceptos de carácter normativo y evaluativo (HOLMES, 1973).

La última interpretación que deseo comentar es aquélla que liga directamente las nociones de `violencia’ y `legitimidad’. Según esta tesis, la violencia se definiría como «el uso ilegítimo o no autorizado de la fuerza para producir decisiones contra la voluntad de otros» o como «el empleo político de la fuerza física en formas proscritas por un gobierno legítimo» (WOLFF, 1969).

El carácter normativo de estas definiciones queda fuera de toda duda. La violencia se conceptualiza aquí como ilegítima por definición, desautorizada, injustificada. Obsérvese que no hay referencia a que la prohibición de la violencia «sea hecha por aquéllos generalmente aceptados como autoridades legítimas», sino que la conexión es directamente normativa: violencia -uso ilegítimo de la fuerza. Robert Paul Wolff, que propuso esta definición, señaló que recurrir a otras vías, como la producción de un daño físico, la interferencia corporal, o la agresión personal directa, para definir la violencia, «sirve habitualmente un propósito ideológico, cual es rechazar o descalificar, como inmoral e ilegítimo, el único instrumento de poder accesible a ciertas clases sociales» (WOLFF, 1969)

Esta forma de caracterizar la violencia cuenta con una importante tradición doctrinal en su favor. Hannah Arendt afirmó que «la violencia puede ser justificable, pero nunca será legítima» (ARENDT, 1973). Mientras que el poder político no necesitaría de justificación, pero sí de legitimidad, la violencia no puede ser calificada como `legítima’, aunque quepa justificarla en casos concretos. Leslie MaeFarlane siguió un camino similar, para concluir que «la violencia es la capacidad o el acto de imponer la voluntad de un sujeto sobre otro, cuando la imposición se considera ilegítima» (MACFARLANE, 1977) . Según esta definición, la existencia o no de violencia política dependerá de la atribución efectiva de legitimidad o ilegitimidad hecha por los miembros del grupo social . De modo que no se prejuzga, de antemano, qué tipo de conductas o acciones han de ser calificadas de `violentas’ : serían los propios ciudadanos los que terminan de definir los límites de lo que entienden por `violencia’ . MacFarlane emplea este análisis para criticar la postura de Wolff, que concluía considerando incoherente o sin sentido el propio concepto de violencia política.

La violencia ejercida contra las instancias representativas del Estado puede calificarse, sin ambages, de `violencia política’ . Su propósito es influir en, o determinar, un cambio social y/o político, una modificación legal, o cualquier tipo de transformación o reequilibrio en la estructura de poder. El daño o agravio se causa a una institución (además de a personas concretas, no lo olvidemos), y la intención última es precisamente ésa. Aquí vemos con claridad el carácter normativo del concepto de `violencia política’ . Hay una intención y unos objetivos políticos, se causan unos daños de carácter político, y a la violencia subyace una pretensión de cambio, reforma o revolución: la violencia es instrumental al servicio de unos fines . Esta modalidad o forma de violencia es propia de grupos disidentes, de minorías activistas (a veces muy amplias), pero en ningún caso de individuos totalmente aislados (MACFARLANE, 1977; ARENDT, 1973). En la práctica de la violencia, tanto esporádica como continuada, pero especialmente de ésta, se produce un fuerte sentimiento de coherencia de grupo, de pertenencia, de solidaridad: es lo que Michael Walzer ha llamado `membrecía’ (W LZRR; 1970). Los activistas violentos actúan siempre por referencia, por una parte, a «ideales» abstractos y genéricos (la nación, la clase social. . .), y por otra, a los valores, reglas y pautas de conducta específicas del grupo formado por los activistas .

Violencia política, según todas las explicaciones que he dado, que no justifican, en absoluto su comportamiento en la vida política ni de Pablo Iglesias ni de sus encubridores, el presidente del Gobierno y especialmente el ministro del interior Sr Marlaska.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca

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