El don de mandar.

El don de persuadir, de arrastrar, de conquistar, en suma, a los hombres, exige, como apunta Jorge Vigón, una gran perspicacia, conocimiento o intuición de las disposiciones variables de nuestros subordinados, la previsión de los efectos que producirán las ordenes por razón de las circunstancias en que han de llegar a estos a quienes van dirigidas, una gran simpatía hacia los ejecutantes y la preocupación de reducir a un mínimo las fatigas y los peligros que su ejecución puede ocasionar. Por eso dice Mayer que si la ciencia del mando es accesible a la mayor parte de los hombres, solo una minoría posee a fondo el arte de hacerse obedecer sin hacer uso de correctivos; entendiendo estos como aquellas sanciones leves y graves que se imponen sin acudir a la justicia y al Código Penal.

Si nos encontráramos entre estos hombres, como desearía que hubiera muchos, seriamos no sólo el Mando y el Maestro, sino también los guías de nuestros subordinados que nos seguirían porque nuestra palabra sería creída. Y así podríamos ir modelando el espíritu de nuestros hombres, conservándoles las cualidades de tales y sin la pretensión, como a veces pudiera pasar, de crear rebaños que nos sigan sólo cuando no vienen «mal dadas»; porque, y siempre según Jorge Vigón, es sencillo el mando de una masa de seres amorfos, sin carácter, de cuya subordinación el resultado que de ellos puede obtenerse es realmente pobre.

Conservando las cualidades morales, estimulando la adquisición de los conocimientos técnicos y profesionales en los hombres de inteligencia clara, iríamos creando entre nuestros subordinados un núcleo de elegidos a quienes seguirán fielmente los demás, sobre todo si acertaramos a hacer comprender a estos lo absurdo e irracional de esa tendencia igualitaria que siendo una de las abominables últimas consecuencias de la democracia pretende llegar en todo a una nivelación no precisamente elevando a los de abajo, sino rebajando a los de arriba.

Para lograr tal fin, para servir de guía nos es imprescindible el ascendiente, el prestigio lo tienen sólo los grandes hombres que pasan a formar parte de la Historia y, por ahora, no estamos entre ellos; y éste no vamos a lograrlo por medio de artificios: serán nuestras propias cualidades y nuestros actos lo que nos lo den.

Si, como sería de desear, inspiráramos todos nuestros actos y nuestra conducta en un espíritu de justicia, que a nada es tan sensible el subordinado como la falta de esa virtud en quien le manda, tendríamos un Ejército de hombres honrados donde nadie tendría nada que esperar del favor, de la recomendación interesada y de la arbitrariedad.

Parece que la situación sociopolítica podría dispensar a alguien, por deber tener mayores conocimientos, de ser siempre rígidamente justo, teniendo momentos de favor para aquellos que le nombraron, en detrimento de la justicia a sus subordinados; nada más opuesto al verdadero espíritu del mando, porque, si en muchos momentos le sería imposible ajustar su conducta y su conciencia a esa norma, en otros debería de saltarse los propios Reglamentos que debe enseñar a respetar. Y si esto no fuera así, hay algo que le cerrara ese camino: la observación de que los subordinados respetan y aman más a los que les tratan con justicia que a los que les tratan con indulgencias y que en los momentos que nos ha tocado vivir y en su devenir podrían pedirles cuentas.

Respetemos la personalidad y dignidad de nuestros hombres porque menguado será el interés que en el servicio pongan aquellos a los que de continuo esta haciendo ver que en nada los estima, porque para nada valen. De aquí solo hay un paso a la posición de aquellos que sin osar decírselo, ni aún confesárselo a sí mismos, ponen de continuo en práctica la detestable idea de que es preciso rebajar a los subordinados, lastimando su dignidad e inclinándoles a pagar con la misma moneda y quedando a dos dedos de la indisciplina.

Como decía Gracian, «que el señorio en el que dice, concilia luego respeto en el que oye; hácese lugar en la atención del más critico y apodérase de la aceptación de todos».

Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería
Doctor por la Universidad de Salamanca

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