Ahorro y consecuencias.

En España desapareció hace décadas la práctica de ahorrar dinero, en algunos casos debido a carecer de esa posibilidad, en muchos a causa de la irresponsabilidad individual, en la que se incluye pensar que el periodo de bonanza económica duraría eternamente.

Millones de personas vivieron por encima de sus posibilidades, escogieron fingir ser ricos, dejándose lavar el cerebro por la publicidad, que indica que si no gastas, si no consumes, es imposible ser feliz o contar con autoestima, dignidad, o reconocimiento social.

Tantas personas pisaron el acelerador y se vendaron los ojos, porque vivir despacio, con discreción y austeridad, dejó de ser una imagen atractiva.

Los bares llenos y las bibliotecas y las iglesias vacías. Es pesado y aburrido leer para conocerse a uno mismo y procurarse bienestar en el presente y futuro, tomar el control de la vida propia. Genera miedo mirarse al espejo y hacer autocrítica. Es más fácil, rápido y divertido obedecer los lemas publicitarios: si la chica del anuncio sonríe tanto, yo también lo haré si compro el producto.

Miles de familias, en lugar de aprovechar el gran momento económico para ahorrar, porque semejante oportunidad de ingresos no se repetiría en décadas, gastaron cada euro al que tuvieron acceso, no por necesitarlo sino movidos por la fiebre materialista, ese monstruo de hambre insaciable. Personas que sólo podían permitirse la hamburguesería del barrio, acudían a marisquerías; compraban ropa todos los meses cuando apenas es necesario hacerlo dos veces al año; viajaban al extranjero cuando lo cauto habría sido limitarse a ir al pueblo y una vez al año a la playa (lo cual ya es un lujo); visitaban la peluquería semanalmente; cambiaban de coche, móvil u ordenador todos los años: un vergonzoso y peligroso despilfarro. Pero si el banco concede otro crédito, se corre para rubricarlo, sin pensar en el otro lado de la cuerda, en la gravedad que constituye endeudarse cuando ello es prescindible.

Ser precavido, pensar en el futuro, en los vaivenes naturales de la economía capitalista, usar cada artículo hasta que se agote, es una actitud que se desprecia por ser considerada franquista, carca. Lo moderno es vivir como si no hubiera mañana, arrojar a la basura un objeto ante la menor marca de uso (se rechaza la historia y las arrugas). Sin embargo, no parece lamentable pasar más horas frente a las pantallas lobotomizadoras que reflexionando sobre el estado de la vida propia, el comportamiento de uno, o leyendo y escuchando para procurar ser menos ignorante. Comprar una vida resulta menos laborioso que construirla y cultivarla, hacer el mantenimiento. Los valores morales, la cultura, el contenido sólido y denso que constituye a la Persona y la sostiene en pie durante huracanes y terremotos, ha resultado menos seductor que los logotipos de las marcas.

Es cierto que la crisis del año 2008 (que tal vez no fue tal, sino un cambio estructural en la economía) estuvo parcialmente causada por decisiones erróneas tomadas por altos cargos políticos y económicos (no el empleado de la oficina bancaria del barrio, que es tan peón como los clientes de dicho banco, de la partida de ajedrez que juegan con nuestras vidas las altas esferas). Es cierto que se concedieron préstamos e hipotecas con demasiada facilidad. Pero a nadie obligan a firmar una hipoteca, y legalmente sólo pueden firmarla mayores de 18 años; en teoría, adultos responsables. ¿Qué diantres hacían escayolistas, transportistas, camareros, mecánicos corrientes, comprando chalés de 300.000 € cuando apenas podían permitirse un piso de 80.000?

El mayor problema es que la población dejó de saber cuál era su sitio, creyeron la mentira venenosa del gobierno de “todos somos iguales”, cedieron a la publicidad que les animaba a dejar de vivir como lo que eran, gente humilde, y empezar a actuar como las celebridades estridentes de las pantallas.

Esas personas que se arrastraron a sí mismas y a sus hijos a la pobreza, no reconocieron su propia negligencia (siguen sin hacerlo), y esperaron que el Banco y el gobierno pensasen por ellos para así verse exentos de asumir la capacidad de decisión propia de un adulto. El libre albedrío ya no interesa, entregamos uno de los mayores logros alcanzados por la humanidad, la libertad de elegir, a cambio de no abandonar la infancia, de que otra persona o entidad maneje los hilos de nuestra vida. La mayor involución, la mayor tragedia y riesgo, consiste en entregar nuestra libertad.

Cuando la fiesta acabó, cuando la burbuja económica estalló, que papá Estado nos salve, o que se robe al que ha hecho los deberes y sido previsor, para regalarme los frutos de su responsabilidad. Cuando el invierno se presenta, la cigarra pide con descaro a la laboriosa hormiga que comparta. Ésta, justamente, ha de dejar que la primera muera de frío o hambre. Porque hacer las cosas bien no debe tener la misma consecuencia que hacerlas mal, y porque en ocasiones, para aprender lecciones vitales es necesario sufrir y sangrar. Pero ni los políticos ni los vecinos pagaron la hipoteca a nadie, sí lo hicieron padres y abuelos, esos pobretones fuera de onda a los que desdeñábamos e infravalorábamos, que trataron de educarnos en el ahorro, y ante quienes nosotros hicimos oídos sordos.

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