El pueblo insustancial.

Tal vez tengas razón, me quejo tanto del uso inadecuado de las palabras, que la frecuencia de mi queja hace que se pierda parte de la hondura del sentimiento y de la gravedad de lo que denuncio. Mi misma queja incide en el daño irreparable que las malas artes políticas hacen al lenguaje, y la incapacidad de centrar los conceptos cuando queremos expresar alguna idea, porque ese concepto central de nuestra reflexión, debido a su uso continuo y perverso, ha perdido la esencia misma de su significado.

Así que cuando hablamos sobre este sujeto amplio, indeterminado, que a lo largo de la historia ha sido nombrado de varias formas, tengo que recurrir a definiciones complejas para evitar que mis palabras se asocien al concepto insustancial, manipulado y pervertido, que su utilización fraudulenta, por parte de los políticos, ha dejado tras su abuso.

Ya no puedo hablar de pueblo, porque el pueblo es esa masa amorfa cuya representación invocan todos los políticos sin que ninguno de ellos pueda justificarla con los apoyos recibidos, y en nombre de cuyo bien y bienestar toman las decisiones más perniciosas y contrarias al sentir de los que no los han votado. Ya no puedo hablar de la clase trabajadora, incluyamos el término obrero, porque el discurso marxista me retrotrae a una clase explotada, industrial, decimonónica, que nunca ha existido en España en general, aunque si en Cataluña, en Euskadi y en las zonas mineras. Tampoco puedo hablar de los humildes, de los pobres, porque mi concepto de los más desfavorecidos de la sociedad dista mucho de coincidir con la imagen que el populismo nos ha dejado asociado a ese término. Para que hablar de ciudadanos, que sirve lo mismo para dar nombre  a un partido político que no los contempla, que a una forma de dirigirse a la gente en general, otorgándole de palabra unos derechos, unas potestades, que sus propios actos les niegan. Tampoco puedo hablar de mayoría silenciosa, porque el término silencioso supone una actitud voluntaria, que no se corresponde con la realidad de mayoría acallada que realmente vivimos. Acallada con unos mecanismos de representación perversos que hurtan la posibilidad de demostrar la disconformidad.

Así que cuando quiero referirme a esa gente, a esas personas, que no se sienten identificadas con el forofismo militante de los que pretenden apropiarse de su representación, sin que ellos se la hayan otorgado, cuando quiero referirme a esa mayoritaria cantidad de la población adulta que sufre de hastío cada vez que oye las altisonantes palabras de los políticos en campaña, que no tienen otro objetivo que el aplauso fácil de los suyos, y la exhibición chulesca de su desfachatez, me encuentro con el problema de que no existe ya, lo han logrado, un término que me permita identificarlos.

Pero es en su nombre, en su acallamiento, en la suplantación de su representatividad, en el que se cometen toda suerte de bellaquerías, infamias y falsedades. Es en el vaciamiento del significado real de su nombre que se les ningunea, ignora, somete y, en muchos casos, humilla, con el descaro del que presupone su impunidad frente a las tropelías cometidas.

Tal vez pudiera hablar de todo el mundo, concretar en todo el mundo hispano, pero tengo la casi certeza de que lo de este país es especialmente grave, especialmente sangrante.

Es en este país donde podemos parafrasear a Unamuno, y decir sin empacho: “que gobiernen ellos”, y quedarnos tan panchos, tan satisfechos, porque en esa delegación, implícita, que no expresada, se consigue un doble, doblemente denigrante, objetivo, eximirse de responsabilidades, y adquirir el derecho a criticar, criticar que no censurar, que no exigir responsabilidad o corrección de lo incorrecto, cualquier cosa que suceda y no sea de nuestro agrado. Y así, entre el acallamiento de unos, el desinterés de la mayoría, el pasotismo exhibicionista de muchos, y la absoluta falta de ética y de compromiso social de la mayoría de la clase política que llega a los puestos relevantes, parece ser que estas dos características son fundamentales para medrar en ese mundo, junto con la mediocridad y la falta de experiencia en el mundo real, nos coloca en una situación de degradación de lo cotidiano, que no por históricamente habitual, es más asumible.

La libertad, esa invocación que no se nos cae de la boca, ese derecho fundamental, sin el cual los demás nos son más que palabras, ese concepto que hace que el hombre se plante ante sí mismo y sea capaz de plantearse sus grandes metas, parece ser que solo nos atrae si se nos ofrece tutelada.

¿Libertad tutelada? ¿Es posible? En todo caso habría que preguntarse si somos capaces de ser realmente libres, si somos capaces de ser realmente responsables, si somos capaces de alcanzar nuestros derechos, porque los concedidos, los regulados, los invocados, no son más que palabras tan sin sustancia, tan vaciadas, como lo son pueblo, obrero, ciudadano o democracia. Conceptos que algunos usan, deforman y vacían según su criterio y conveniencia.

Rafael López Villar.

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