Aprendizaje, conocimiento y sabiduria.

No hace mucho tiempo, en mi condición de aprendiz y de caminante que, como dijo Machado, hace camino al andar, me instruyó uno de mis maestros sobre los estadios por los que debe pasar el ser humano para alcanzar la sabiduría, no como una meta o como un fin, sino como una virtud o cualidad que va más allá del simple aprendizaje. Como camino hacia esa verdad universal infinita que es inalcanzable por nuestra existencia finita y que sólo los pequeños destellos de la luz del conocimiento nos permite vislumbrar, moldeando de esta manera nuestra percepción de las cosas con una proyección universal, más allá de nuestro confortable espacio vital o dicho de una manera más burda, de nuestro enanismo mental.

De ahí la necesidad de la educación que desde nuestro nacimiento se nos impone como trayectoria para nuestra propia supervivencia, como un sistema de conocimiento por el que vamos descubriendo aquellas cosas que nos permiten desenvolvernos en nuestro hábitat, ya que a medida que vamos profundizando en una determinada línea del saber vamos adquiriendo ciertas habilidades que contribuyen a que el resultado de nuestro trabajo sea cada vez mejor. Pero, en última instancia, será la sabiduría la que realmente marque la diferencia, como la capacidad de tomar las mejores decisiones de acción dados los hechos, como aplicación del conocimiento o capacidad contextual.

La sabiduría es universal mientras que el conocimiento es el viaje a través de ese universo. Como se ha dicho, son los destellos de los rayos del aprendizaje que nos dejan ver de forma fugaz una relativa verdad universal, porque como dijo René Descartes “daría todo lo que sé, por la mitad de lo que ignoro”. En otras palabras, la fuente de la sabiduría es el conocimiento que de ella emana y que a lo largo de nuestra propia existencia va moldeando nuestra percepción de las cosas, son los hechos y la información adquiridos con el estudio y la experiencia.

Ahora bien, la verdadera sabiduría es aprender a cómo usarla, de ahí que su mayor plenitud es el conocernos a nosotros mismos, no existiendo, o al menos lo ignoro, otra forma mejor de hacerlo que cincelando, guiados por una mano experta, nuestras imperfecciones parta lograr tallar, finalmente, esa piedra cúbica que pueda encajar con la del resto de nuestros compañeros de camino y, de esta manera, construir el templo de un humanismo universal que nos permitirá ser más libres, porque la ignorancia constituye un campo yermo donde la opresión crece como crece la mala hierba, subordinando a quienes no quieren ser instruidos, o a los que, por desgracia no han encontrado el camino del aprendizaje, o quienes están de vuelta creyendo que lo saben todo y no saben nada, sólo repetir lo que determinados sabios experimentaron, al ser incapaces de catalizar su propia experiencia, dormidos en su complacencia.

Es costoso y agotador labrar ese campo y hacerlo fértil, incluso a veces peligroso, porque también es fácil caer en las fauces de la locura del sabio que no ha aprendido a canalizar el conocimiento y que en su soberbia piensa que lo sabe todo, porque volviendo a los filósofos, según Kant “El sabio puede cambiar de opinión. El necio, nunca”, de ahí que el sabio nunca está de vuelta, todo lo contrario, sigue persistentemente con tenacidad y también con paciencia el camino ascendente del conocimiento a través de un aprendizaje continuo, porque no hay aprendiz sin maestro y maestro que no siga siendo un aprendiz.

Por Feliciano Morales. https://plazabierta.com/author/felicianoplaza/

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