España como problema.

Hago mío un título orteguiano con el propósito de la reflexión que el presente artículo pretende introducir. Leer historia de España rentabiliza el tiempo ahorrando una barbaridad del que perderías dedicándote a la política, que es una actividad que carece por completo de creatividad propia y está exenta de todo sentido del humor, porque con sentido del humor se podría llegar a concluir que tenemos una Monarquía parlamentaria constituida por un solo político formado y de notable peso específico, al que llamamos Felipe VI y cerca de miles de reyes absolutos que se comportan como tales en los cargos que administran. Es una licencia jocosa que tampoco es una verdad absoluta, ciertamente, sino una exageración ejemplificadora. No se me tome en serio.

No obstante, la política es una inevitable pesadilla de la historia de este país. He leído bastante historia de España como para saber que es un chiringuito carente de verdadera política —dime de qué presumes y te diré de lo que careces—. España, en un mundo donde los Estados de nuestro entorno son conscientes del momento que viven, sigue siendo una decadencia de cuatro siglos tras haberse forjado el imperio moderno más largo y de mayor territorio de la era moderna y perderlo sin concurrencia de reflexión, cadencia o languidecer sostenido en el tiempo que yo entiendo que nos ha sido muy perjudicial si pensamos que toda muerte lenta lleva consigo una agonía de incertidumbre, lo que quiere decir que este morirse sin morirse es un muero porque no muero, el cual, sin embargo, no nos deja pasar página.

Está claro que si no se pasa página no se puede seguir adelante y nosotros no pasamos página, y ya no me refiero a la dichosa guerra civil, que es una recurrencia que nos bombardea a diario, pero que además es una consecuencia, como siempre, del problema mayor de no identificar que nos estamos peleando desde hace siglos por imponer quién en cada momento tiene la culpa del muerto y quién tiene que pagar el entierro, que ya lo vio eso claro Francisco De Goya —me remito a sus pinturas—, cuando, no obstante, todo puede identificarse en que los franceses, para dividirnos, crearon la leyenda negra de España y de ahí salieron las dos Españas que siempre se pelean, resultado del divide y vencerás inoculado por la entonces hegemónica Francia para dividir el imperio y debilitarnos, contienda que a lo largo de los siglos tiene muchas modalidades de ser y de estar porque es una guerra hibrida que si ayer tenía tanques y metralla de por medio, hoy se libra en el cine, en la cultura, en las redes sociales y en los programas de opinión mientras que, los que hubiéramos deseado otra España, nos moriremos evocando haber vivido en medio de lo de siempre. Frente al mundo civilizado hace tiempo que ostentamos un comportamiento mixto que entremezcla al chulo de barrio como el paleto sin misericordia alguna hacia la sabiduría. Ya no nos hacen falta ni Barojas, ni Unamunos, ni Bergamines ni Zambranos, ni Ortegas, ni algún Valle Inclán y nos sobran unos cuantos premios nobel y eso sólo porque los periodistas han monopolizado la opinión pública intelectual, la filosofía y la literatura. ¿Dónde están los filósofos y los grandes artistas del pasado, aquellos de entonces que suplían la mediocridad de la política?

Todos nos sobran. Hasta la parte de nuestra historia en que supimos convivir entre religiones distintas viviendo una época intensa en muchos niveles de la existencia humana. El Estado unitario inquisitorial constituido en la España de los Austrias oprimió cualquier posible disidencia en favor de una altura histórica que, si la hubo y fue grande en su tiempo, eso desde luego es innegable, nos mantiene a todos viviendo en la larga decadencia de su putrefacción, pues hay que notar que a todo Imperio largo le toca igualmente una decadencia igualmente larga, lo cual sólo deja el aroma romántico propio de la oscilación del péndulo. Una decadencia larga sin unidad, enfrentados entre nosotros, eso nos queda y nos toca hasta que alguien nos haga ver que tanto enfrentamiento entre españoles es una forma equivocada de querernos, y que nuestro duelo decadente y tan prolongado pide un cambio de mentalidad. Debemos dejar atrás la legitimación de la trampa que introdujo la picaresca en nuestra convivencia desde la publicación de “La Celestina”, como deberíamos aprender a vertebrarnos desde la vecindad más inmediata que desarrollamos en nuestra vida diaria hasta la convivencia pública nacional. El español pretende convivir sin la argamasa que une y evita el rozamiento, prescinde del material más importante desde el que se fomenta la unión de la sociedad civil, que es, claro, la valoración del mérito ajeno haciéndolo nuestro, lo que implicaría desaprender la envidia, y cultivar lo que sustenta que los ciudadanos se agreguen juntos bajo la protección de una nación estado, que es la valoración de la historia patria como razón de pertenencia a una comunidad concreta.

El líder que nos hace falta no es ninguno al uso de esos que incentivan la diferencia y curan sus complejos largando sin límite contra el otro, es decir, no necesitamos seguir echando leña a la leyenda de las dos Españas propiciadas por el egoísmo hegemónico de la Francia de entre los siglos dieciocho y diecinueve, necesitamos otra cosa. El líder nacional, que se antoja en mi imaginario una especie de profeta, tendría que tener una compresión bastante más alargada en el tiempo que la guerra civil y estirarlo hasta el origen de nuestra división entre conservadores y afrancesados, que lo mismo dan galgos que podencos, para hacernos ver que estamos enfrentados por la cizaña que entonces se metió desde fuera, la cual dura desde entonces. Debemos comprender que el mundo en el que vivimos requiere nuestra unidad y la conformación de una sociedad ciertamente alejada de la que los partidos políticos han creado gobernando despóticamente el país anulando y asfixiando a la sociedad civil. El partido político, sin régimen democrático acorde a una sociedad moderna, ha permitido la socialización en su seno de la fidelidad perversa a los jefes de filas a cambio de prebendas. Se trata, el partido político, de una institución enquistada en lo más negativo de la sociedad española, que es el caciquismo, pues en él digamos que se favorece el cultivo de las fidelidades que no se rigen por la lealtad ni por la discrepancia constructiva, lo que impide la elección de líderes verdaderamente competentes y al tiempo lealmente competitivos e inspirados por una verdadera vocación de servicio público. El partido en España, sencillamente, ha nacido para representarse a sí mismo y para representar intereses que no son los nuestros. Es decir, es una célula estatalizada y esclerotizada en la sociología más decimonónica del país, cuya existencia ha anegado los canales más importantes por donde la libertad y la creatividad de la sociedad civil deberían discurrir. El problema en España, es el partido político, su régimen normativo y la perversa tradición antidemocrática en la que se ha instalado.

Amo a mi país lo suficiente como para ser consciente de la trascendencia geográfica, climática e histórica que tiene en la historia del mundo, como también en la de las personas que nacemos aquí y heredamos una larga tradición social que ha permitido siempre, durante siglos, la convivencia de una diversidad tan variada de regiones, comunidades, países —en el sentido de terruños—, o como quiera el lector denominarlos.  Sé lo que es mi país porque lo he sentido, lo he vivido y lo he padecido como para no extrañarme nada de él, como sé que la unidad patriota y de destino del país, a lo largo de la historia, ha llegado a cuajar, cuando se ha producido, grandes episodios no sólo de nuestra historia sino de la historia humana. El problema es que nuestros líderes habitualmente no identifican cuál es el problema de España, lo desconocen porque no están formados suficientemente, tienen miras muy cortas en la perspectiva del pasado, les sobran ambiciones personales, y no inspiran en la ciudadanía un destino de futuro. España como problema no tiene una solución que puedan inspirar, ni administrar, precisamente, los partidos políticos nacidos en el seno de una institución mal reglamentada y tan profundamente antidemocrática. España como solución sería deseable dentro de una reflexión honda y serena, capaz de identificar nuestros muchos errores históricos y desde ellos establecer un horizonte al que dirigirnos.

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