La paganización de la sociedad cristiana.

Cercana la Navidad, voy a dar unas pinceladas de lo que ha significado el cristianismo hasta nuestros días y en nuestros días, cuna cultural de la civilización occidental.

El cristianismo situó sus dos grandes fiestas de Jesucristo en ambos solsticios: la luz del mundo nace en Navidad; en Pascua, cuando rebrota la naturaleza, se celebra la resurrección, la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas y de la vida sobre la muerte. La fe cristiana inserta una afirmación histórica sobre un ciclo natural y se expresa a través de unos símbolos ancestrales que pueden encontrar eco en lo más profundo del ser humano.

¿No asistimos en esta sociedad secularizada, y en buena medida poscristiana, al vaciamiento de sentido de los viejos ritos y símbolos cristianos?, ¿no vuelve a repaganizarse unas fiestas que en su día, el cristianismo moduló a la luz de la fe? La Navidad, en pleno invierno, con frío y días cortos, es una fiesta centrada en la casa, alrededor de la mesa donde se reúne la familia. Es, por tanto una fiesta de evocaciones y recuerdos, en la que se mezclan la alegría del encuentro con la nostalgia por las ausencias, que se hacen más presentes que nunca. La Pascua, convertida en fiesta de primavera de la sociedad de consumo, es la busqueda del contacto con la naturaleza que revive con fuerza, la fiesta de los viajes, del sol, de la playa y del monte. Nuestra sociedad es muy plural y a las fiestas se les atribuye sentidos muy distintos, pero parece claro que socialmente hay una repaganización de lo que hasta hace no mucho tiempo eran fiestas cristianas.

Rafael Aguirre, se pregunta si no estaremos asistiendo a un empobrecimiento notable del contenido humano de algunas de nuestras mejores tradiciones sociales. Pone un ejemplo esclarecedor: afortunadamente se ha tomado conciencia de la necesidad de conservar dignamente el gran patrimonio cultural e histórico que suponen nuestras catedrales. No siempre ha sido así. Un amigo de Rafael Aguirre, que ha asistido desde el inicio de la democracia, a las reuniones de la comisión Gobierno-Iglesia para asuntos del patrimonio cultural le contaba, que algún representante gubernamental, para dejar muy claro su laicismo, evitaba siempre la palabra «Catedral», que la sustituía por la expresión «contenedor de bienes artísticos. Pero una Catedral es una Catedral y no un contenedor cualquiera, es un templo muy especial, la expresión de una cultura, de un mundo simbólico y hasta un poso de fe y esperanza. Nadie está obligado a hacer suyo lo que una catedral significa, pero es penosa la desarticulación simbólica de nuestra sociedad; hay recursos ridículos a tradiciones sin arraigo; hay sectarismos y, sobre todo, hay ignorancias lamentables.

Otras religiones con sus culturas invaden los templos que antaño fueron ejemplo de nuestra civilización y nuestros símbolos, hoy utilizados en algunas ocasiones por el Islam. Debemos reconocer que la fuerza moral del Islam, el rearme de este modo de entender la vida y el espíritu esta teniendo una gran aceptación en Occidente gracias a que la Iglesia no ha sabido transmitir y mantener sus valores, a la secularización de la sociedad producto del ataque tan tremendo a que ha sido mantenida por la izquierda política y los progres anticlericales, a los que les gustaría ver en la cruz, quemados o mutilados como los mártires de 1936 a todos los curas y monjas que se reafirman en el amor a Jesucristo y a sus discípulos.

No quiero con esto más que reafirmar nuestra cultura occidental basada en los valores cristianos, cuna de la misma.

Enrique Area Sacristán
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca

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