“Un país sin Justicia es un país donde se vota, pero no es una democracia”.

España es un país donde la Justicia llega tarde. Tanto, que en muchos casos su respuesta pierde sentido, oportunidad y eficacia. Nos hemos acostumbrado a ver cómo los procesos judiciales se eternizan, incluso cuando lo que está en juego son derechos fundamentales como la libertad de expresión o el derecho al honor.

El problema no es solo la lentitud. Es lo que implica: vulneración de derechos, falta de ejemplaridad, sensación de impunidad, pérdida de confianza. En definitiva, una amenaza real al Estado de Derecho.

La Constitución Española lo deja claro. En su artículo 1.1 declara la Justicia como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico. Y en el artículo 24.2 garantiza el derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas. Además, el artículo 53.2 exige que los procedimientos para tutelar los derechos fundamentales sean preferentes y sumarios, es decir, rápidos y eficaces.

Pero la realidad va por otro lado.

Veamos algunos ejemplos. En 2014, el Tribunal Supremo dictó varias sentencias sobre conflictos entre el derecho al honor y la libertad de información. En todas ellas, los hechos se remontaban al año 2006, 2007 o 2008. La media de duración de esos procesos, desde que se produjo el conflicto hasta que el Supremo dictó sentencia, fue de seis a siete años.

Y eso es solo la jurisdicción ordinaria. Después puede venir el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, que puede tardar otros dos o tres años. Y si este también falla, aún queda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuya respuesta puede alargarse siete años más.

Un ejemplo paradigmático: el caso Castells vs. España. El senador vasco fue condenado en 1983 por un artículo de opinión publicado en 1979. Recurrió al Constitucional, que rechazó su recurso en 1985. Finalmente, el Tribunal de Estrasburgo le dio la razón en 1992. Trece años después de los hechos.

¿Cómo puede hablarse de “tutela judicial efectiva” si la resolución llega más de una década tarde? ¿Qué sentido tiene una sentencia que llega cuando el daño ya es irreparable, cuando la vida del afectado ha cambiado, cuando la opinión pública ya ha dictado su propia sentencia?

La lentitud de la Justicia no solo afecta a casos privados. También daña gravemente los procesos penales de interés público: corrupción, fraude, delitos contra la administración. Cuando esos casos se alargan durante años sin resolverse, lo que se pierde no es solo tiempo, sino credibilidad institucional. Lo que debería ser ejemplar se vuelve sospechoso. Y la Justicia deja de ser vista como garante del bien común para convertirse en un laberinto administrativo donde todo se diluye.

Se dice a menudo con resignación: “La Justicia es lenta, pero tritura”. Pero eso ya no sirve como consuelo. Una Justicia lenta es, en muchos casos, una injusticia. Porque no llega a tiempo. Porque no repara el daño. Porque no disuade a los infractores. Porque no construye ciudadanía.

Y si la Justicia no funciona, la democracia se resiente. El derecho es el cemento de un Estado democrático. Cuando el poder judicial se percibe como ineficaz, colonizado o ajeno a los problemas reales de la gente, se rompe el pacto constitucional.

Como dijo un juez de instrucción en Madrid:

“Un país sin Justicia es un país donde se vota, pero no es una democracia.”

Ya es hora de que empecemos a tomarnos esta frase en serio.

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