«Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo.»

Una frase concisa de cabecera, tomada del Quijote, que sirve para esbozar de una manera clara ese inmenso y lúgubre panorama de la crisis actual que atravesamos, doloridos y cansados, llevando al hombro la carga inmensa de una vida profundamente enferma, ¿Y en qué consiste esta crisis? –preguntarán muchos quizá– ¿Es que hay crisis? ¿Es que el hombre atraviesa realmente un período crítico?… Pero ya otros muchos, más o menos agoreros, están cansados de decir que sí. El mundo atraviesa la más feroz de todas las crisis: la de la grandeza humana… Pero –y vuelta a preguntar– ¿qué quiere decir eso de la crisis de la grandeza humana? ¿Qué es grandeza? García Morente, en su «Idea de Hispanidad», la define como el «sentimiento de la personal valía; es el acto –dice– por el cual damos un valor superior a lo que somos sobre lo que poseemos». Pues bien, si esto es grandeza, el mundo actual sufre carencia de ella. Es el problema inmenso de la poquedad, del desprestigio. En un mundo en el que el hombre se eleva a miles de metros y puede visitar los abismos submarinos, todo adolece de pequeñez, de mezquindad. Todo es grandiosamente pequeño. El hombre lo ve todo, se siente capaz de abarcarlo todo. Tan sólo su propio ser permanece desconocido para su razón e ignorado de sí mismo.

El hombre crecido y formado así no da solución a los problemas. Es el hombre masa. El que no sabe proyectar su interior sobre las cosas para empaparlas de propia intimidad y hacer del mundo algo fiel a su imagen y semejanza. Acepta la vida como algo separado de su propia personalidad, como algo objetivo, como algo que está ahí y a lo cual hay que adaptarse. Disgrega en el examen las cosas hasta hacerlas perecer a fuerza de disecarlas, porque no posee el valor necesario para enfrentarse con ellas en toda su plenitud. Toma la vida separada del vivir y no se entera de que la vida no es otra cosa que esto, que vivir, que hacer; un hacer continuo y consciente. Sobre todo, consciente. Conciencia y vida podrían ser los términos de una igualdad matemática.

Para el hombre masa la vida es algo en que nos hallamos inmersos sin poder alguno para modificarlo. No admite al genio que quiera abrir cauces nuevos, descubrir nuevos horizontes. Por el contrario, trata de absorberlo, de anegarlo en su seno, de matar su chispa de locura. La vida es así y así hay que dejarla. Y nuestra medida de hombres vendrá dada precisamente por la capacidad que poseamos para adaptarnos a ese todo uniforme, gris y anodino. Nuestro ser deja de ser transcendente y se convierte en una humilde pieza más; pero no en una pieza necesaria con luz propia y grandeza interior, sino en una humilde pieza musculada de fuerza puramente material.

Estimar lo que se es por encima de lo que se posee; en esta frase se resume todo un catecismo moral y una regla de vida. Se tiene el carácter fundamental de personalidad humana se esté en la situación que sea.

Y cuando se tiene este concepto de la personalidad humana, del propio ser y valor, ¿qué nos importan los cambios y altibajos de la suerte? Seas amo o criado, señor o vasallo, ten cuidado y vela tan sólo por tu ser de hombre. Ya Séneca dijo que «yerra el que piensa que la esclavitud se apodera de todo el hombre, porque la mejor parte de él queda libre. Los cuerpos están consignados y sujetos al dueño, pero no lo está el ánimo, que éste de tal manera es libre y vagante que, aun con la misma cárcel del cuerpo donde está encerrado, no puede ser impelido para que no use de su ímpetu, ni para que deje de hacer cosas grandes y, espaciándose por lo infinito, sea compañero de los espíritus celestiales». Llega a ser lo que eres, dijo Píndaro. Realízate en toda tu inmensa grandeza y reconócete en toda tu inmensa pequeñez. Sabes que vienes de Dios y te conoces débil y pecador. Si sabes esto ya te conoces. Ya has llegado a ser lo que eres, finitivo. No te atosigue, pues, el tráfico de la vida, ni su ir o venir, su tomar o dejar, o al menos ya has dado el primer paso de Tú eres tú. Lo demás es un papel que la vida te asigna; pura anécdota sin importancia alguna: algo despreciable en el fondo… Si sabes lo que vales, ¿qué te importa lo que poseas?

Y a todo se puede renunciar, menos a esa nota esencial que nos hace ser quien somos a cada uno de nosotros. Y quizá ese algo no sea más que aquel honor varonilmente cristiano que adornaba y ayudó a formar el tipo universal del hidalgo de las Españas del sol perenne.

En mí va, es casi monomanía el repetir de vez en cuando a modo de jaculatoria profana, los cuatro versos de Calderón:

Al rey la hacienda y la vida
se han de dar; pero el honor es
patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios.

La hacienda y la vida, sí. Al fin y al cabo, son la anécdota, el accidente. Pero al honor no se puede renunciar, porque es la esencia, el ser, el todo de nuestra personalidad como humanos.

Extractado de un trabajo de Antonio Álvarez Méndez-Trelles, 1948.

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