Ese individuo no es y nunca será militar

Un militar español, especialmente oficial, es aquel que ha superado exigentes pruebas de acceso intelectuales y físicas, y posteriormente ha vivido un lustro en la Academia militar (tres en Zaragoza y dos en la Academia de un Cuerpo específico), sudando y sangrando, tanto sobre el libro como en el gimnasio y pista de aplicación. Sólo entonces se concede al aspirante una titulación militar, porque sólo en ese momento la merece, y es seguro hacerlo (supone un peligro para el individuo y toda la sociedad, otorgarle acceso a una actividad para la cual no está preparado). De manera paralela a la formación académica y entrenamiento físico, un futuro militar dedica cinco años a curtirse en resistencia y persistencia mentales, aplomo, sacrificio, hermandad, lealtad, y patriotismo: porque la moral y el alma son tan importantes como el conocimiento y el cuerpo. Un militar no es, nunca ha sido ni será, aquel que es regalado una plaza en la Academia General Militar, cuya único mérito demostrado hasta la fecha, que justifica dicho obsequio, es haber nacido en determinada cuna. Y por el mismo motivo se le regalará el aprobado. Porque se da por sentado que de la institución saldrá con título, a diferencia de sus compañeros, que sí contemplan el suspenso como una posibilidad. Es inevitable cuestionar el conocimiento y aptitud de una persona, si una ley no escrita obliga a aprobarla.

Si se espera que el futuro jefe del Estado sea cabeza representativa del Ejército, es razonable que pase unos meses en distintas instituciones castrenses, familiarizándose con su realidad. Pero cuidemos de no cometer el error y agravio de considerar a esa persona un genuino soldado, de colocarla al mismo nivel que un militar de carrera. Ser soldado no consiste en posar con uniforme, fingir concentración y dureza para lo foto propagandística mientras mira un mapa, con una niñera detrás de la cámara vigilando que no se haga un rasguño, porque a alguien se le puede caer el pelo. Por supuesto, no vemos ni veremos imágenes del sujeto (en caso improbable de que protagonice esos lances) atravesando un pasillo de fuego, trabajando el sistema nervioso. Ni cayéndose tratando de escalar un obstáculo, golpeándose la cara, y volviendo a intentarlo con garra mientras le sangra la nariz. Tampoco arrastrándose veinte metros por el fango, con cada centímetro del cuerpo cubierto de mugre. Todo ello es la realidad de la vida militar, el requisito para proteger una Nación de sus enemigos, aquello que realizan cada día los auténticos soldados. Recordémoslo, y marquemos la diferencia.

La prioridad no parece ser hoy en España formar un jefe del Estado con reciedumbre, narrando al pueblo sus (esenciales para el cargo) virtudes intelectuales y morales, los sobresalientes (ganados, no regalados) en sus estudios, su nutrida cultura y rica y sólida personalidad. Lo esencial para los medios, a la altura del receptor, es acumular “me gusta” en redes sociales gracias a imágenes superficiales, e introducir hasta en la sopa la instantánea de padre e hijo vestidos iguales, el segundo con gesto superduro, a la par que con pelo brillante y maquillaje perfecto. Días antes de comenzar su inusual estancia en Zaragoza, esta persona fue fotografiada acudiendo a visionar Barbie, y para más injuria a los españoles con neuronas, acompañada del Jefe del Estado. Qué puede augurar para España el dirigirse ambos a consumir uno de los mayores lavados de cerebro progre. Muñecas y milicia, sólo combinables en la mente de aquellos que sufran desplome del cociente intelectual y hayan perdido el norte. La institución más antigua de la Historia, preocupada por cumplir con la moda pasajera, sin importar lo pueril y vacua que ésta sea, en lugar de centrarse en reforzar la dignidad y la solemnidad de su imagen.

Hablemos sobre el uniforme militar español, esas prendas aderezadas con la inmensa bandera española y una plétora de insignias. Está colmado de significado histórico y moral, de todas las dimensiones humanas: es testigo del terror y la brutalidad de la guerra (ahí muestran su máxima expresión), y por ende, de la total pérdida de inocencia. Un uniforme militar es un constante recordatorio de la construcción de nuestro Imperio, el derramamiento de sangre propio y ajeno que ello conllevó, la disciplina ferrosa, y camaradería como no se halla en otro lugar. Del mantenimiento de la seguridad, primera piedra de una sociedad con posibilidad de futuro. El uniforme es un símbolo de los valores de la profesión, de tanto estudio y riesgo (porque las armas es el cometido más peligroso de todos). Así mismo, ningún uniforme carga con una biografía tan dilatada como el militar (es una de las profesiones más antiguas), y tal vez sólo el atavío médico iguala al militar en cuanto a ser digno de tanta reflexión y reconocimiento. Desde luego, un uniforme militar no es un disfraz: un soldado no es alguien que un día se pone una prenda barata para aparentar ser como la cajera del supermercado. Al día siguiente aparece con alta costura, y por ello es calificado de elegante, como si el hábito hiciese al monje. Luego de rosa para ver una película de niñas descerebradas. Y un rato después de caqui, porque ese día toca ir de militar. Es comprensible que este ciudadano deba acercarse a lo castrense un periodo de tiempo para conocerlo, pero es inadmisible la pantomima que se ha construido en torno a ello, engrandeciéndolo hasta caer en lo grotesco, y la mentira. Constituye una vejación a la institución militar (y todos los ausentes y presentes que han derramado sangre propia y ajena por ella) utilizar su uniforme como un disfraz. Representa una deshonra pretender que hagan el saludo militar a este individuo quienes son auténticos soldados: M., B., A., E., y otros. Ellos han sudado y sangrado un lustro en dos Academias, han arriesgado la vida en numerosas ocasiones, y demostrado repetidamente coraje y arrestos. Sin que ninguna camarilla cantase laudes. Ellos son militares de verdad, que han ganado llamarse tal, vestir uniforme, y que uno se cuadre frente a ellos. Recordemos siempre la sustancial diferencia entre quien está siendo explotado con desesperación penosa en las portadas estos días, y los legítimos guerreros.

Casi todos los medios de comunicación, encabezados por la revista Hola (hagiógrafo de la institución, que laurea a toda la familia por su aspecto físico y los trapos con los que cubre su anatomía, como si ello causase la disminución del paro o el precio de la comida en España), nos bombardean con noticias de este sujeto (ojalá lo hicieran con la nacionalidad de quien provoca el aumento de violaciones en España), glorificando cada acción suya que interesa publicitar. Y si en una de ellas supera la mediocridad, es proclamado excelente (mientras, en los colegios,  a quien realmente sobresale, se le ignora o ridiculiza, porque los vagos y tontos se ofenden, y la envidia gobierna). Inusual sería que este individuo no acabase sufriendo egomanía, máxime teniendo en cuenta que ésa es la enfermedad de quien la dirige. Qué difícil debe ser poseer la medida real de uno mismo, y llegar a ser un ciudadano industrioso y de provecho, si vive rodeado de bufones idólatras.

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