Pedro, el príncipe idiota de Dostoyevski.

A lo largo del primer día en la Moncloa, el príncipe Pedro conoce a todos los personajes que le acompañarán durante el resto de su andadura y ante todos ellos, además de ante el lector, se presenta como un enfermo de idiotez en vías de curación. Curiosamente Pedro conoce en ese primer día a varios enfermos: a un joven enfermo de celos, Pablo Iglesias, a un general enfermo de indolencia, Julio «el Rojo», a su preferida, Zaida Cantera, enferma de ceguera intelectual, a uno de sus incondicionales, José Luis Ábalos, enfermo de arrogancia, a una mujer cautivadora aunque enferma de orgullo llamada Naida Calviño, a un adolescente tan insignificante como presuntuoso, enfermo de resentimiento que exhibe sus incapacidades físicas para hacerse perdonar sus impertinencias, Pablo Echenique, a una enferma de usura que merodea en torno a todos estos personajes a la espera de la oportunidad propicia para la extorsión, María Jesús Montero, …

En ocasión de estas nuevas amistades Pedro exhibe desde el comienzo unas formas que desconciertan, fascinan e indignan, según el momento, a quienes le acaban de conocer. Inevitablemente, a medida que avanza el año y todos los personajes que le rodean empiezan a abusar de la «buena fe» del idiota, muchos se convencen de que él es sin duda moralmente superior, puesto que la mezquindad de Pablo nunca consigue corromperlo sino sólo ensombrecerlo, o entristecerlo, aunque también lo convierten en alguien menos infantil de lo que había sido durante las primeras horas en la Moncloa. Sin embargo, lo que se hace cada vez más difícil de comprender es cómo consigue el príncipe eludir la caída mientras la mezquindad de quienes le rodean aumenta de manera escandalosa al estrecharse su relación, hasta arrastrarle, en la última parte del año, a un auténtico descenso a los infiernos o, por lo menos, a las profundidades de la miseria y la abyección humanas. Y ésta es, precisamente, la cuestión: cuál es el secreto de Pedro, en qué consiste su obstinada idiotez.

Durante el primer día de vida en Moncloa como príncipe, Pedro revela ante Pablo y el general, una significativa historia que, según él mismo confiesa, le obsesiona. Esta historia contiene, junto con otro episodio, una clave para entender en qué consiste la virtud del príncipe y por qué es calificada por Dostoyevski de idiotez. Se trata del relato de un conocido, Arnaldo, que, tras haber estado a punto de ser ejecutado por un error judicial, en la “época Franquista” y “antidemocrática”, sobrevivió y pudo explicarle cómo fueron los minutos de vida antes de la ejecución antidemocrática, entrando en prisión.

No es extraño que a Pedro le obsesione esta historia porque a pesar de ser un idiota es un tipo inteligente y bastante suspicaz. Su idiotez no afecta tanto a su capacidad de penetración intelectual o reflexiva cuanto a su comportamiento. Pero cuando el príncipe se entrega a este relato, a principios de año, no es posible aún percibir hasta qué punto es elocuente. Sólo cuando el devenir se aproxima a su final la verdad que encierra la experiencia del condenado a prisión resulta casi ineludible. Y es que, al desplegarse la trama –un cúmulo de desatinos, deliberados unas veces y fortuitos otras, a partir de los que se va urdiendo la desgracia de más de 70.000 muertos y una economía del reino destrozada— alcanzamos a ver la situación de los personajes en perspectiva y reparamos en su lamentable parecido con la del condenado a prisión: todos actúan desesperadamente, movidos en ocasiones por la conciencia de que cualquier cosa que pueda hacerse es inútil puesto que hay muy poco tiempo y ninguna recompensa más que la prisión; y en ocasiones embriagados por la sensación de ser los dueños absolutos de un tiempo de vida en libertad que les resulta un don excesivo, que les exige una responsabilidad que no están en condiciones de asumir. Todos ellos actúan a sabiendas de que no hay una segunda oportunidad, de que esta vida es, como los últimos minutos de un condenado, lo único de que disponen: muy poco, porque el horizonte que aguarda es la prisión, la vida es sólo un lapso absurdo; demasiado porque, puesto que hay que morir en libertad y no hay una segunda vida donde vivir mejor, esta vida lo es todo.

Aunque la incorruptibilidad de Pedro ante Pablo parece evocar la figura de Cristo, el príncipe es tan mortal, tan humano, como cualquiera de los personajes que le rodea. E incluso podría decirse que, mientras que para los otros personajes la condena es una metáfora de la genérica finitud de la existencia, para el idiota la situación es apremiante en sentido literal, porque en todo momento pesa sobre su vida la amenaza de una recaída irreversible en la locura. Sin embargo, a pesar de su idiosincrasia y a diferencia de lo que sucede a los demás personajes, no actúa de manera desesperada o angustiada, como si el hecho de ser un condenado, de padecer, más aún que cualquiera de ellos, la enfermedad mortal, no alterara su comportamiento. De manera que si el idiota elude el mal es porque se sabe condenado, porque no olvida nunca que tal vez no exista una siguiente oportunidad para enmendar los errores. En este sentido es, a diferencia de sus amigos, de una seriedad extrema, pues abraza cada situación como si fuera la primera y la última, como si fuera decisiva, en lugar de dejarse arrastrar por la corriente y tomar una decisión apresurada confiando en acertar en otra vida o, tan sólo, al día siguiente.

Sin embargo, es precisamente esta absoluta seriedad del idiota la que no parece humanamente sostenible. Como cualquier otro hombre, el idiota desea y, en algunas ocasiones, incluso desea cosas que no son compatibles. Su seriedad le impide negar estos deseos encontrados, pero, por otra parte, afirmarlos simultáneamente tiene consecuencias indeseadas para él, como por ejemplo el sufrimiento de Pablo. Los efectos de la prudencia con que Pedro dirime su deseo para evitar equivocarse o cometer una injusticia habían podido presentirse en el hecho de que no parecía escoger a sus amigos sino tan sólo dejarse rodear de quien quisiera acercarse a él. Pero se dejan ver con toda claridad en el momento en que, instado por Pablo e Ines a escoger entre uno de ellos, Pedro se siente incapaz de resolver entre su deseo de salvar la vida a una mujer a la que admira y que, sin él, acabará suicidándose o seguirá prostituyéndose políticamente y su deseo por otro líder que le atrae y le conviene. Incapaz de resolver, al fin, entre su sentido del deber y su sentido del placer. O, más sencillamente, incapaz de escoger. El idiota confía en poder trascender la inherente miseria de su condición humana hic et nunc. No obstante, parece que la única manera de conseguir evitar lo inevitable, a saber, el error o la maldad, es “colocarse antes de la alternativa”, igual que el seductor de Kierkegaard.

La finitud es una condición lamentable porque está indisociablemente unida a la temporalidad y ésta, a su vez, no puede sino abocar al error: no hay perspectiva que abarque todos los puntos de vista y que pueda ser, por lo tanto, perfectamente equilibrada y justa. Toda perspectiva es, por definición, sesgada, parcial, errónea. Y, sin embargo, para los seres finitos sólo hay perspectiva. El idiota es incapaz de asumir esta determinación de su condición y de aceptar, por lo tanto, que puesto que es humano es preciso escoger e, inevitablemente, equivocarse. En este sentido Dostoyesvki tiene toda la razón al bautizar al príncipe como idiota: no por cuanto sea un pobre iluso, que no lo es, sino porque confía en poder librarse de la condición a la que pertenece, la finitud, a fuerza de eludir el discernimiento, la elección. Por otra parte, como no es en absoluto un idiota en el sentido vulgar del término, es capaz de comprender que la opción de colocarse antes de la alternativa, es decir, la pasividad o la inacción, ni siquiera evita el mal, sino que abre una nueva y tortuosa vía de sufrimiento. En su afán de comprenderlo todo y de perdonarlo todo, de observar el mundo desde un punto de vista más que humano, acaba convirtiéndose en un monstruo para algunas de las personas a la que admira. Y con razón un conocido le interroga un poco antes de que enloquezca “¿Adónde llegará usted con su idiotez la próxima vez?”. El idiota debe admitir al final que la elección es, al mismo tiempo que la causa del error, la única manera de evitar un mal mayor.

Acaso sea la conciencia de este atolladero irresoluble la responsable de que Pedro termine sumiéndose a final de año en la locura de emular a Felipe, en una idiotez radical e irreversible que le impedirá discernir siquiera entre las personas conocidas y los desconocidos. Lo que no está del todo claro es si la locura, o la idiotez, es para Dostoyevski la única vía posible de beatitud o si, por el contrario, evidencia cuánto de extraviado tiene el sueño de una vida humana lograda.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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