El mal de archivo de Salamanca.

En palabras de Patricio Marchant “Un día, de golpe, tantos de nosotros perdimos la palabra, perdimos totalmente la palabra (…) “ La memoria histórica, fielmente guardada para los analistas y estudiosos en el Archivo Central de Salamanca, fue mutilada para aquellos por una decisión gubernamental claramente política, bajo las exigencias de dirigentes nacionalistas. Las reservas ante la comparación histórica que se puede realizar por catalanistas se alimentan también del temor de que con la pura comparación las diferencias entre los fenómenos puedan ser niveladas e incluso la comparación ser instrumentalizada implícitamente para negar las diferencias, minimizar los acontecimiento o tratar de compensarlos con otros. A veces, incluso podemos argumentar que debido a este peligro la comparación debe quedar reservada a los «maestros». La posibilidad de un abuso, sin embargo, no limita la relevancia científica general de la comparación histórica, aunque ésta en cuestión será sesgada y no rigurosamente objetiva, obedeciendo a intereses partidistas de construcción nacional siguiendo las Teorías y Sistemas de Ingeniería Social.
Toda operación de comprensión histórica esta ya, desde siempre, determinada a una pertenencia destinal, unida a un singular texto comunitario; cabe entonces preguntarse si esta figura de juicio histórico puede hoy soportar el peso de lo que significan en la historia aquellos materiales de la memoria que Jacques Derrida acertadamente ha dado en llamar “archivos del mal”. La catástrofe de la división del Archivo amenaza con destruir todo espacio de pertenencia simbólica a una Patria común e indivisible. Es posible sufrir de “mal de archivo” allí donde este se nos hurta, cuando la tradición, y la conciencia histórica por ella habilitada, se abandona al hundimiento mismo de la idea de una historia común, cuando la propia experiencia del ser nacional se enfrenta al colapso de la unidad de referencias que la representaban fijada en el tiempo.
La vivencia de una catástrofe histórica capaz de anular todo juicio y comprensión de los hechos pasados, puede terminar por consumar la propia idea historiográfica de archivo. Al menos de lo que en ella hay de soporte o estructura de la memoria, de impresión o registro imaginario de una vida y un tiempo en común. Pues, lo que se pone radicalmente en cuestión a través de la metáfora absoluta de la catástrofe, es, precisamente, la afirmación inicial de un espacio de identificaciones simbólicas, de un depósito de materiales de memoria a partir de los cuales aún sería posible actualizar narrativamente la identidad de una comunidad nacional aunque la concepción sociopolítica de la misma haya sido, históricamente distinta entre las dos fracciones en lid. La cuestión del archivo, de su existencia, y a través de ella de la propia memoria social guardada, sería aquello que estaría en suspenso desde el momento mismo en que la catástrofe, la división y explotación de documentos históricos comunes pasa a ocupar el lugar del texto en la escena historiográfica nacional. Padecer de “mal de archivo”, nos recuerda Derrida, es lanzarse hacia el archivo con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, de retorno al origen, al lugar más arcaico del comienzo absoluto.
Aquel lugar de insistencia, el lugar de la comunidad, de una experiencia ancestral de lo familiar, es, sin embargo, aquello que se sustrae al trabajo del archivo y a la ley de la memoria que se habilita. La historiografía, en tanto historia de la historia, en tanto una narración filosófica que se ignora a sí misma, ocultaría, así, tras esta pasión por el registro, tras el fantasma de la comunidad que consta en el archivo parcial, anuncia su propia imposibilidad de escritura rigurosamente objetiva y, por tanto, científica. Pues, a fin de cuentas, “mal de archivo” no es sino el síntoma a partir del cual la historia apunta su exclusiva identificación con la ley y la comunidad a la que describe. Síntoma, que en tanto formación significante, en tanto mensaje dirigido a la comunidad Nacional, anuncia en la demanda desesperada por el registro, un deseo de pasar de la necesidad de archivo a la satisfacción patrimonial, a la reconversión final de la historia en museografía. Archivo, registro, huella, serían así otras tantas formas de significación a partir de las cuales la historia nombra su relación con la comunidad nacional, con la vida y destino de un sujeto que en los hechos es patrimonio de todos y cada uno de los habitantes de la Nación Española.
En razón de lo anterior, cabe entonces afirmar, retomando a través de Michelet aquella genial identificación que piensa que la historia es como autobiografía nacional, que en la modernidad toda práctica historiográfica, en tanto acto de escritura, no es sino la representación nacional, siempre determinada por una doble identificación con el espacio identitario de la comunidad nacional. Doble identificación que se hace evidente, desde el momento mismo en que el uso lingüístico de la palabra “historia” , hace coincidir en el significante tanto la conexión entre sucesos como su representación. Identidad en el significante de referente y narración que, como bien ha advertido Reinhart Koselleck, obedece a un proceso semántico de convergencia histórica de significados que se da principalmente durante el siglo XVII y que es propio del nacimiento de la experiencia moderna del tiempo y de la subjetividad. Identidad que coincide, por último, con la emergencia del nacionalismo como espejo de representación esencial de las imágenes de la modernidad.
La historia, por ello, en tanto relato autobiográfico de un ser nacional, de la experiencia política moderna de la identidad colectiva, requeriría siempre para su afirmación de la preservación de una “reserva esencial” de comunidad, de un lugar de “registro” y “memoria” capaz de dar sitio a la palabra y a la promesa de una restauración nacional, de una reincorporación de la comunidad de todo aquello que desde el pasado y desde la oscuridad de la muerte reclama su derecho al sentido, a formar parte de la herencia patrimonial de significados de la nación. En el orden de la tradición moderna, el archivo, ha designado siempre aquella zona de identificación y de registro testamental de la comunidad. En él se condensan el lugar del origen y de la ley, el espacio de inscripción inicial de una experiencia auténtica de identificación con el otro en la comunidad y el mandato que prescribe y conserva la seguridad y la unidad de una identidad política impuesta al cuerpo nacional. De allí que la historia, en tanto relato autobiográfico de una experiencia que lleva grabada en la frente la lucha de nuestros antepasados por legar a sus sucesores un mundo mejor, se vea siempre embargada por la necesidad de archivo, por el horror de la representación de su inexistencia. De aquí que ciertas Comunidades Históricas luchen denodadamente por poseer parte del que es patrimonio de todos. Pues, si hay algo de verdad en la afirmación que advierte que escribimos para no morir, en el caso de la historia, ello es verdad sólo a condición de la experiencia del registro, de la certeza de que al menos en el espacio de su superficie, el archivo confirma la identidad originaria de la comunidad nacional.
El archivo ha sido siempre un aval del porvenir. Por ello, la actualidad de su presencia, la condición permanente de su urgencia, viene a señalar, ya desde su origen, la necesidad de garantía que toda comunidad nacional continuamente se reclama. Esta necesidad de garantía, de un aval para el futuro, encontraría en la figura del archivo una superficie de inscripción mayor a partir de la cual la modernidad estabilizaría políticamente el conjunto de sus antagonismos y diferencias. El nacionalismo, en efecto, en tanto soporte fantasmagórico del Estado-nacional, constituiría en sí el archivo discursivo de la modernidad, el sistema que ha regido la aparición, actualidad y transformación de todo enunciado político y filosófico en la época moderna. A partir de su registro, del espacio diferencial de inscripción que representa para toda política ilustrada de emancipación social, la modernidad ha podido reclamar validez universal para conceptos tales como “soberanía”, “pueblo”, “voluntad general” o “autodeterminación”. Por medio de estos conceptos, y de las sucesivas reelaboraciones a que han sido sometidos en los dos últimos siglos, la nación ha llegado a constituirse en el receptáculo simbólico primario de toda política de transformación social.
Ahora bien, si como señalan acertadamente Michael Hardt y Antonio Negri, el contenido sustantivo y el esquema identitario de la concepción moderna de la identidad nacional es un hecho producido por el Estado-nación, su realidad, la conformidad de su propia existencia, viene siempre determinada al interior de un orden de creencias. Así, si en todo “mal de archivo” siempre es posible reconocer la desesperada necesidad de identidad que la comunidad constantemente se reclama, en la determinación de la creencia, como el orden esencial a partir del cual los sujetos organizan un cierto goce de la cosa nacional, es posible advertir, de igual modo, el precario espacio de reconocimiento intersubjetivo que esta en la base de toda lógica de identificación nacional. Este espacio de reconocimiento intersubjetivo, en tanto tejido simbólico que constituye la así llamada realidad nacional, se encuentra siempre amenazado por un partidismo irracional. La propia existencia del nacionalismo, como archiescritura de la modernidad, se encuentra a su vez afectada, a partir del hecho de la catástrofe, por la amenaza de una ‘supresión’ total. Esta posibilidad de ‘supresión’ total, que Slavoj Zizek ha designado en otro lugar bajo el nombre de “segunda muerte”, expresa la destrucción o la consumación de la totalidad de los recursos simbólicos a través de los cuales los individuos y los grupos manifiestan y procesan colectivamente sus diferencias. Implica, en otras palabras, la muerte de la comunidad simbólica, la cesación de su archivo y de sus ordenes de creencia. La historia nacional, en lo que en ella nombra una historia capaz de encarnar un goce común y movilizar unas identificaciones compartidas en el cuerpo social, es lo que aquí necesariamente estaría llegando a su término.
La posthistoria, en este sentido, sólo sería un otro modo de nombrar un estado de conciencia que ya no desea ni se identifica con una causa nacional, con una historia de la nación fundada en la idea de una pertenencia y destino común. La catástrofe, su mero hecho de significación al interior del texto histórico, marcaría el fin de la ilusión archivística al anular aquel espacio de identificación mayor que hace posible discursos contradictorios al referirse a una “cosa común”, hablar en un mismo lenguaje y en un mismo nivel, desplegar en su semejanza múltiples figuras de pensamiento, hacer la síntesis de lo no idéntico. La declinación de la historia nacional por obra de la legación a Comunidades Nacionalistas excluyentes expresaría la idea de una cierta autocancelación de nación en tanto superficie de inscripción de la idea moderna de emancipación social. La consigna del fin de la modernidad, expresaría de este modo el fin del relato emancipatorio, en tanto relato nacional. La destrucción del archivo, la súbita extrañeza con discursos que de pronto han dejado de ser los nuestros, tendría por resultado la afirmación de otra experiencia de la historia. Pues, si como afirma Michel Foucault la descripción del archivo es posible sólo desde “el exterior de nuestro propio lenguaje”, en el margen de prácticas discursivas que han dejado de ser ya las nuestras, la redescripción de la Historia Nacional, es sólo posible a partir del hecho de la propia extinción del archivo de la modernidad, a partir de la consumación de sus efectos de sentido y significación.
El archivo, como bien ha recordado Michel de Certeau, sólo se insinúa al trabajo arqueológico o historiográfico a partir de la figura de la muerte, a partir del hecho de la división. La catástrofe, en este punto de escenificación escrituraria, en esta escena de producción del discurso histórico, es un punto ciego que separa un archivo de otro, que marca sin significar la muerte de una vida histórica y la ocurrencia inconfesa de otra.
Pues, esta historia, la historia de nuestro archivo, como bien lo ha advertido claramente el psicoanálisis, está hecha para darnos la idea de que todo, absolutamente todo, tiene algún sentido. De allí, que en la hora de su fin, convenga retener, como defensa analítica, una ética lacaniana que nos recuerde que ante el discurso de la historia, se esta “frente a un decir, que es decir de otro, quien nos cuenta sus necedades, sus apuros, sus impedimentos, sus emociones, y que es ahí donde ha de leerse ¿qué? -nada que no sean los efectos de esos decires”.
Quizás, llegados a este punto cabría caracterizar la metáfora de la catástrofe del texto histórico de nuestra modernidad a la luz de aquella otra metáfora, ampliamente estudiada por Blumenberg, del “naufragio con espectador”. Esta metáfora, especialmente densa en su significación, señala un modo de ser de la subjetividad contemporánea, caracterizado por la imposibilidad de representar su propia representación. Imposibilidad de articular en términos habituales, en nuestro caso, la representación política moderna de la catástrofe de sentido del proyecto ilustrado de emancipación social. Pues, si “naufragio con espectador” designa aquella inenarrable experiencia que consiste en la imposibilidad de conservar la ataraxia constitutiva de toda posición de espectador cuando ya no hay lugar seguro desde donde observar los hechos, también designa, de otro modo, el final de una cierta experiencia que comienza ya a cerrarse sobre sí misma, oscureciendo con ello el conjunto de significados que la encadenaban a un tiempo. Esta experiencia del ocaso, que Foucault se atrevió a saludar a propósito de la imposición contemporánea de la autorreferencia vacía, es, sin duda, la experiencia de la descomposición del relato de la comunidad nacional. A su vez, y de otro modo, “naufragio con espectador” evoca la metáfora de la catástrofe cuando esta es pensada “en los destellos del comunismo”. La catástrofe, en tanto supresión total de un universo histórico de relaciones sociosimbólicas, pone a trabajar en el orden del discurso comunista una escena de “naufragio con espectador”, que revela, en sus efectos, el fin de un ideario comunista de emancipación social forjado en el imaginario político de la revolución francesa y en la herencia revolucionaria de 1917.
Tras la catástrofe del archivo, la política estaría imposibilitada de representarse, pese a los hechos que en la actualidad indican lo contrario, como un programa de liberación y una promesa de felicidad constituida a partir de la referencia sociosimbólica de la comunidad nacional. El colapso de la nación, como referente fantasmático de todo proyecto político comunitario, pondría en extinción la idea moderna de la política, reflejando el declive del Estado-nación y de sus formas clásicas de representación.
La frase de Hegel: “todo lo que el hombre es se lo debe al Estado”, viene a sentenciar que ya desde el inicio, desde el lugar originario que Habermas atribuye a la auto-conciencia filosófica moderna, se deja reconocer la idea de que la unidad de la nación es condición previa para la emancipación de la sociedad. La modernidad, en tanto ideario de la realización humana fundado al amparo de la construcción de los Estados nacionales, ha sabido encontrar en el sujeto nacional una identidad referencial excepcional a partir de la cual ordena todo impulso emancipatorio y toda idea de historia.
La metafísica hegeliana que ve en el “espíritu del pueblo” la mediación necesaria que reconcilia en la historia lo universal y lo particular, bien puede ser propuesta aquí, en atención a todas sus implicaciones, como la metáfora narrativa de la modernidad. Pues, al igual que la doctrina hegeliana del espíritu del pueblo, la modernidad reconoce en el Estado nacional la categoría por excelencia de mediación y realización de la historia, en cuya figura no sólo se manifiesta la universalidad concreta a los individuos, sino que también se escenifica la marcha del espíritu universal.

Enrique Area Sacristán

Teniente Coronel de Infantería

Doctor por la Universidad de Salamanca

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