La deslealtad del silencio

En estas páginas se ha puesto muchas veces el dedo en la Llaga. Con ánimo de curación. Pidiendo soluciones terapéuticas y, en ocasiones, taumatúrgicas. Pero distinguiendo, nítidamente, estos dos verbos: curar y hurgar.

Con este mismo espíritu, sin sacar a luz de buena gana aquello que es desagradable, sin pretender que reencarne en nosotros el alma, perpetuamente reprobadora, de un Catón –actitud bien poco juvenil, por cierto, porque no parte de la intuición, sino de la experiencia–, queremos encararnos hoy con un triste hecho, fácil de percibir en torno nuestro: una impresionante tergiversación de lo que es disciplina, olvidando a lo que obliga una verdadera lealtad.

La restauración de valores perdidos, postergados al menos, que motiva y resume el drama español de los últimos lustros, todavía no ha hecho girar, otra vez en la historia, el destino de nuestro pueblo sobre los goznes de la disciplina y el sentido de lo jerárquico. Los españoles –tan genuinamente liberales que en nuestro suelo se acuñó la expresión, y en él, acaso, se limpie la idea de la ganga, acumulada en su universal peregrinaje, para incorporarla al acervo perenne de las verdades fundamentales– han vuelto de nuevo a tener la seguridad y la alegría de la obediencia aunque ésta haya sido demostrada en virtud de una deslealtad manifiesta. Los españoles hemos vuelto a demostrar en la figura de Paz Esteban que somos disciplinados. Disciplinados, eso sí, para lo que es de veras importante. Para aquello que sirve un patente interés común. Para esas cosas también –cuando hay profesión de por medio–, nimias al parecer profano, que mandan la Regla o la Ordenanza; porque ellas, al revés que los Códigos, desprecian lo cuantitativo, pasan sobre toda exterioridad –aunque la regulen– e intentan apresar en el enrejado de sus preceptos algo tan huidizo como el espíritu. Se trata en ellas de avivar la vocación –religiosa o militar– y expulsar al que no la tenga.

El espíritu de disciplina es, pues, difícil de alcanzar, y no sólo valioso, sino –es preciso decirlo– inevitable. Ya Onésimo Redondo dio un lema, juvenil y apresurado, a aquellas hoy olvidadas «Juntas Castellanas de Actuación Hispánica»; era éste: «Audacia y disciplina». En fin de cuentas, y pese a tanto denuesto en contrario, era un lema equilibrado, como era equilibrado aquel hombre que murió –nadie sabe bien cómo– camino de la sierra, en julio de 1936. Hoy, sin duda –decir «los tiempos cambian», sería mentir; es la inalterable vigilia del tiempo la que nos ve movernos a nosotros–; hoy, digo, habría que añadir a aquello de «audacia y disciplina» una palabra más: la de «eficacia». Aunque sólo fuera en nombre de ella, que en achaques políticos o cosa semejante no debe ser esta invocación desatendida, querríamos poner, al fin, nuestro dedo en la llaga que, antes, apenas apuntamos.

La disciplina es poco más que un grueso, impresionante, tronco hueco, si dentro no se halla la pulpa vivificante de la lealtad, Margarita. Es la lealtad el alma de la disciplina, y una y otra se suponen e imponen mutuamente. Pero es que la lealtad obliga muchas veces a hacerse escuchar del superior, a decirle una verdad que acaso ignora, a negarse resueltamente a realizar aquello que un criterio, bien sopesado, no aconseja llevar a cabo. Hay una forma de deslealtad que contraría la virtud, que niega, aún más gravemente que la misma traición, palabra que sólo en contadas e importantes ocasiones parece aplicable, salvo para aquellos que, llenándose con ella la boca, la repiten cada día, trivializándola y sumiéndola en su propio caldo de cultivo, que es lo melodramático, esa grave manera de ser desleal a que aludimos, es la del hombre que los ingleses, con un idioma privilegiado para hacerlo, han perfilado con sólo una palabra: el «yesman»; el hombre del «sí» a todo evento, del indefectible «sí, señor» ante el requerimiento del que manda, el hombre que, en las tareas de trascendencia colectiva, elimina su propio juicio, calla su opinión –que siempre cabe expresar sin herir– y borra, en suma, su personalidad por una falsa idea de la disciplina o por móviles que apenas pasan de lo fisiológico.

Cuando este desleal silencio ha de tener una nociva trascendencia social, hablar, advertir, oportune et importune, es un estrecho deber de conciencia. Sólo el deber del sigilo –sacramental, profesional– puede hacer callar en tales casos, y son, en definitiva, muy contadas las ocasiones.

Por lo demás, sólo aquellas singulares disciplinas que imponen la Regla y la Ordenanza, en cuanto no afectan a intereses generales, justifican la callada obediencia como instrumento de perfección. El soldado que en nuestros viejos Tercios andaba media Europa semidescalzo y peleando, comiendo cuando para ello había, soñando cada noche con las pagas que sólo tarde y mal el rey mandaba y soportando, acaso, un castigo feroz por cualquier pequeña fechoría daba, en última instancia, la suprema lección de su callada obediencia al seguir años y años –y morir defendiendo– la bandera coronela cruzada por las rojas aspas de San Andrés. Los blancos monjes de San Bruno, como cuantos por vida someten a una Regla el gobierno de su cuerpo y su alma, nos dan la incomparable –muda– lección cartujana de por qué se puede callar.

Quienes no viven bajo la Regla o bajo la Ordenanza –y aun entre aquéllos cabrían las lógicas limitaciones– tienen siempre el supremo deber de hacerse escuchar de los que están más alto. La obligación de ser leales para con la verdad.

Dice Cervantes que –después del apaleamiento que le propinaron los galeotes y ya en Sierra Morena– «en tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta». Los dos con atención y devoción. De un mismo sitio y a un mismo tiempo sacaron ambos gozos diferentes. El mundo, una vez más, visto por prismas diversos; y ahora en forma de una maleta maltratada y rota en la que todo se contiene, bueno y malo, ofreciéndose a aquel que en sus entrañas revuelva. El problema de esta aventura quijotesca –no hay aventura quijotesca sin su problema– quizá consista tan sólo en saber elegir, de entre las sedas y el oro que a nuestra vista se ofrecen, el librillo de memoria que Dios concede, para su consuelo, a toda alma sencilla que lo busque con buena voluntad… El oro y el librillo de memoria. Y ante ellos el gran problema del elegir, del definirnos. Porque según sea nuestra elección así nos habremos definido. La diferencia entre los seres humanos no radica en una distinta capacidad creadora –de la que todos, en esencia, carecemos–, sino en la diversa aceptación por cada uno de nosotros de las inspiraciones que la vida nos ofrece. El caballero y el villano se distinguen clara y precisamente por la distinta reacción ante un hecho que impresiona la retina delicada de nuestra sensibilidad y después de la reacción de la Ministra Robles, no cabe otra que decirle que se ha portado como su jefe, como un villano que ha ido bastante más allá de la deslealtad del silencio a su Jefe de filas a la deslealtad a sus subordinados defendiendo, al final, su ministrable ministerio como regalo de quien la regenta como una más del harem político de su Gobierno.

Querida Paz Esteban, estimar lo que se es por encima de lo que se posee; en esta frase se resume todo un catecismo moral y una regla de vida. Se tiene el carácter fundamental de personalidad humana se esté en la situación que sea. Porque, como dijo don Quijote, «donde quiera que yo esté, allí está la cabecera». Se es un hombre pobre o rico, afortunado o en desgracia: pero siempre un hombre. Con toda la individualidad y la grandeza que confieren la libertad y la razón. Por ello debemos despreciar, atacar a campo traviesa, a todo aquello que nos quiera reducir a un simple número o a una rueda más de un gigantesco e injusto engranaje.

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Fundamentado en José María Moro Martín-Montalbo, 1948, y Antonio Álvarez Méndez-Trelles, en «La lección de la Hidalguía, 1948.

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