¿Conquista ilegal del poder? No todos.

En general, han predominado las explicaciones de los golpes que inciden en la inestabilidad política o en la falta de cultura cívica como factores que facilitan la intervención militar. Varios especialistas han destacado que las políticas del golpe de Estado varían sustancialmente en función de las tradiciones políticas y culturales, del mismo modo que el golpismo puede modelar de forma duradera el carácter de una sociedad y de su sistema político, sobre todo en países con una larga tradición intervencionista, donde el ejército ha renunciado implícitamente a su papel de salvaguardia frente a amenazas exteriores. A pesar de la incidencia de las circunstancias culturales, muchos analistas señalan al debilitamiento de la autoridad política como uno de los factores precipitantes de los golpes. (Un sistema desvertebrado, sin ausencia de líderes e instituciones capaces de paliar el conflicto entre las diversas fuerzas que participan en la arena política, facilita la irrupción del pretorianismo). Los gobiernos se deslegitiman por el comportamiento inconstitucional, ilegal y corrupto de las autoridades, por su responsabilidad en las crisis económicas o por su incapacidad para dominar la oposición política y el descontento que deriva en desórdenes y violencias. Finer hizo hincapié en los factores de movilización y de legitimación política: donde la vinculación pública a las instituciones civiles es fuerte, la intervención militar en la política encontrará mayores dificultades. La propensión a la intervención militar decrece con el incremento de la atención y de la participación populares en la política, y con la fuerza y efectividad de los partidos políticos, grupos de interés e instituciones civiles de gobierno. Pero cuanto mayor sea la movilización social y menor la institucionalización política, mayores serán las posibilidades de intervención militar. Sin embargo, en sus análisis estadísticos, Thompson no ha encontrado ninguna relación entre el nivel de movilización social y la predisposición a los golpes. Es más, Luttwak ya advirtió que algunos factores económicos (por ejemplo, las crisis) fomentan los golpes sin que esté presente ninguna limitación de la participación política. La élite militar responde a los retos de la movilización de diversas formas, y no todas las autoridades civiles en decadencia son derribadas por golpes militares. En realidad, esta debilidad sólo puede dar lugar a la naturaleza pretoriana del sistema político.

En su estudio clásico sobre la consolidación institucional en sociedades en cambio, Huntington observó que existía la posibilidad de golpes si las instituciones no eran capaces de adaptarse a las nuevas situaciones o aumentar su complejidad para asumir nuevos roles políticos. El multipartidismo y la participación política de las masas eran factores desestabilizadores que favorecían la intromisión militar en la política. Huntington concibió la intervención militar como una reacción evolutiva producto de las acciones de otros grupos sociales en un entorno de cambio. En ese sentido, ofreció dos versiones correlativas y contradictorias del golpe de Estado según su alcance político: la intervención militar en la lucha intraelitista producida en el seno de regímenes oligárquicos tradicionales, dirigida simplemente a la distribución del patronazgo mediante revoluciones de palacio, y su papel radicalmente reformador al derribar a una oligarquía corrupta e incompetente. Huntington observaba que el pretorianismo radical de impronta mesocrática, dirigido a ampliar la participación política de la clase media ascendente, marcaba el paso de la antigua pauta oligárquica de los golpes o las revoluciones palaciegas propias de monarquías tradicionales, al esquema radical, de clase media, de golpes reformistas y modernizadores. El proceso de avance del pretorianismo radical es largo, y viene precedido de «golpes anticipatorios» donde se sondean las fuentes de apoyo y de oposición, de golpes de irrupción que derrumban el antiguo régimen y de golpes de consolidación que sitúan en el poder a los elementos jacobinos más radicales. Si la sociedad pasa a la participación de masas sin desarrollar instituciones políticas efectivas, el papel del ejército puede evolucionar del reformismo al vigilantismo: los militares emprenden esfuerzos conservadores para proteger el sistema existente contra las incursiones de las clases bajas, sobre todo las urbanas, y se convierten en los guardianes del orden de clase media vigente mediante intervenciones militares de «veto» destinadas a obstaculizar la participación política de las clases subalternas. En consecuencia, la utilidad del golpe como técnica de intervención política decae a medida que se ensancha el horizonte de la participación ciudadana en la cosa pública. En una sociedad oligárquica y en las primeras fases de una pretoriana radical, la violencia es limitada porque el gobierno es débil y la movilización política escasa, pero cuando la participación se amplía y la sociedad se vuelve más compleja, los golpes de veto resultan más difíciles y sangrientos, al dividirse los militares en tendencias radicales y moderadas y tener que afrontar una oposición más enérgica, como fue el caso de julio de 1936 en España. El golpe de Estado como violencia interna limitada puede ser entonces sustituido por la guerra revolucionaria o por una insurrección violenta que implique a muchos elementos de la sociedad.

Para William R. Thompson, la hipótesis predominante sobre los golpes de Estado es la de la vulnerabilidad del régimen: los sistemas políticamente inestables y fragmentados tras su emancipación de los antiguos sistemas coloniales resultan más propensos que otros a los golpes militares. Este autor destaca factores como las herencias históricas y culturales, el papel de las clases medias como punta de lanza de la modernización, o la erosión y el fracaso de la democracia en los nuevos países surgidos tras la Segunda Guerra Mundial debido a la falta de cohesión nacional, a la ausencia de condiciones previas para la consolidación democrática o a la ocupación por los militares del vacío generado por la implantación de un poder constitucional corrupto e ineficaz, que ha sido impuesto por intereses ajenos al margen de los usos políticos tradicionales.

Autores como Finer ya señalaron que las repercusiones de un golpe son trascendentales para el futuro de los sistemas políticos. El primer golpe de Estado tiene un impacto fundamental sobre las reglas del juego político, ya que otorga al ejército ciertos derechos y un papel más o menos permanente en las futuras contiendas por el poder. Según Hibbs, un gran determinante de los golpes entre 1958 y 1967 fue la incidencia de actos similares en los diez años anteriores, del mismo modo que un golpe triunfante incrementa la propensión para otro en el curso de los seis años siguientes. Esta «teoría del contagio» no sólo condiciona la vida pública del país afectado, sino que la intervención militar en una nación puede estimular actos de emulación en los países vecinos, según ciclos u oleadas mejor o peor caracterizadas.

Conclusión

La creciente complejidad del Estado y la regulación de su poder mediante normas jurídicas aceptadas por la mayoría de la población hizo más compleja y difícil la conquista ilegal del poder. La evidencia, constatada por Max Weber, de la implantación de la racionalidad burocrática en las funciones estatales introdujo en los años de entreguerras un nuevo modo de entender el problema del derrocamiento de los gobiernos, que enseguida fue asumido por el bolchevismo y el fascismo. El Estado, concebido como artefacto complejo sometido a su propia lógica reproductiva, no podía ser asaltado atendiendo a consideraciones meramente políticas, sino mediante una labor «técnica» de infiltración y anulación de los servicios vitales realizada por un puñado de especialistas ejecutores de un plan conspirativo bien diseñado. En la estela de malos entendidos dejada por el libro de Malaparte, ha proliferado hasta la actualidad un subgénero de literatura sobre el golpe de Estado que ha pretendido «democratizar» la añeja visión maquiavélica del asalto al poder como manifestación suprema de la voluntad política: «manuales» y «vademécums» para uso de golpistas, repletos de consejos para conspiradores y de simulacros para militares, pero ayunos de una visión clara sobre las posibles alternativas subversivas.

El nuevo contexto internacional de la segunda posguerra, en especial los problemas de estabilidad política de los países recientemente descolonizados, posibilitó un replanteamiento en profundidad de la problemática golpista, al precio de relegar el análisis del propio acto subversivo a un plano secundario. En la estela de los estudios sobre las secuelas de la modernización sobre sociedades sometidas a un intenso proceso de cambio, se trataron de explicar los golpes en referencia a variables macrosociales y macroeconómicas, a rasgos estructurales de las élites militares, o, más raramente, a cualidades psicológicas individuales de los golpistas. Si a inicios de los 60 prevaleció la interpretación del golpismo como actuación disruptiva característica de una vanguardia modernizadora, a fines de esa década Huntington, Finer y otros estudiosos del papel de las instituciones militares en sociedades transicionales pusieron el énfasis en la decadencia institucional de las sociedades pretorianas. En los 70, autores como Needler, Nordlinger o Perlmutter incidieron en consideraciones vinculadas con el corporativismo castrense; en los 80 el centro de atención pasó de la estructura al análisis de las motivaciones de la élite (especialmente la militar), en la línea de los trabajos abordados por Thompson a inicios de la década anterior. En los 90 se pasó a un enfoque estructural más amplio: los trabajos de First y O’Kane han retomado aspectos de orden socioeconómico como la importancia de la herencia colonial o la dependencia de países con un sector primario dominante, poco diversificado y dependiente del mercado exterior.

Las concepciones del golpe como un modo particular de violencia o como un factor de cambio sociopolítico son demasiado limitadas para dar cuenta de la complejidad del fenómeno. Quizás el reto que deberán abordar las ciencias sociales en el futuro inmediato sea devolver al golpe su protagonismo en el desarrollo de las crisis políticas, pero no mediante un retorno a las consideraciones técnicas de contenido más o menos pseudomilitar, sino analizarlo desde una luz nueva, que sin minusvalorar los factores precipitantes o retardatarios de la actividad golpista enumerados en los últimos debates, restituya todo su valor y significado heurístico al proceso de lucha por el poder político. En ese sentido, quizás su conceptuación como estrategia de acción colectiva concebida racionalmente para la conquista del Estado nos proporcionaría un marco teórico adaptado a la diversidad de factores expuestos por anteriores teorías, desde la forja de identidades e intereses comunes (de carácter corporativo o no), el desarrollo de estructuras específicas de movilización de los recursos internos o externos de tipo coercitivo, utilitario o normativo necesarios para la acción, la incidencia de la estructura de oportunidades políticas (en su doble vertiente de coacción y facilitamiento) establecida tanto por los propios conjurados como por las agencias estatales o la misma sociedad, y, sobre todo, la aplicación de estos recursos simbólicos y de ejecución a los fines perseguidos mediante una determinada estrategia de acción colectiva inserta en un contexto histórico definido. Las diversas teorías vinculadas al paradigma de la acción colectiva podrían situar al golpismo bajo el prisma de un tipo de estrategia política empleada por actores elitistas que comparten a priori recursos amplios que les permiten alcanzar un objetivo ambicioso (la conquista del poder) con un nivel de violencia potencialmente intensa, pero breve en el tiempo y limitada en sus efectos sobre la población. Con ello se restituiría la autonomía política a los actores que intervienen en el juego, siempre complejo, del golpe de Estado.

Que los golpes son una estrategia particular para derribar gobiernos es algo aceptado generalmente por la literatura al respecto. Pero ¿es el golpe un fenómeno histórico aplicable únicamente al tipo de sociedades burocráticas generadas por la revolución industrial y desaparecerá en la multiplicidad de poderes característica de la nueva civilización postindustrial? ¿Sigue siendo efectivo el golpe como herramienta política, o existen formas de acción usurpadora mejor adaptadas a la resolución no pautada de bloqueos políticos en los Estados contemporáneos? ¿Cuál es el impacto que provoca en la actualidad este tipo de estrategia abocada al cambio político? Son cuestiones que hoy en día siguen sin clara respuesta.

Estrategia o estratagema, arte o artería, argumento o argucia, el golpe de Estado ha sido, y será por mucho tiempo, un concepto político lastrado por la ambigüedad y por la controversia.

Fundamentado en «Asalto al poder: la violencia política organizada y las ciencias sociales», escrito por Eduardo González Calleja

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