Son los padres quienes necesitan y merecen dos bofetadas

Es dilatada la bibliografía existente sobre los problemas de la educación en España, en algunos casos breves artículos, en otros tomos completos. Sesudos estudios sociológicos tratan de dilucidar por qué el «sistema educativo» en esta nación, más que ineficiente, encarna un incontestable fracaso: un secuestro legal a la horda de menores de edad, durante seis horas al día, nueve meses al año, quince años, así como millones de euros gastados para conseguir prácticamente nada. Con el objetivo de esclarecer las raíces de ese suicidio a largo plazo, la causa de la destrucción de nuestra Patria, nuestra cultura, no es necesario incurrir en el enésimo despilfarro de dinero público encargando pomposas investigaciones, dado que puede resolverse en un renglón: la desaparición de la autoridad y la jerarquía, en forma de padres, profesores y Cuerpos de Seguridad.


Muchos atribuyen la estrepitosa y bochornosa esterilidad de los centros «educativos», de forma principal o complementaria, a la insuficiencia de recursos económicos y de personal. En los años 50 y 80, la partida presupuestaria destinada a educación no era, proporcionalmente, mayor que la actual. Los alumnos por clase suponían un número aún más elevado que el que padecemos hoy. Igualmente, las aulas y las casas de los matriculados poseían un material escolar bastante más escaso, sencillo y barato que actualmente. Empero, hasta los años 90 inclusive, en la universidad española era insólito lo que en el siglo XXI resulta corriente: pseudoalumnos que exhiben una ortografía ominosa (uso de letras, tildes, y puntuación), una incoherente estructuración del texto (lo cual revela el orden de la mente del autor y su capacidad para discurrir), y un registro lingüístico propio de una casa de lenocinio. Las universidades españolas están infestadas así mismo de individuos que, pese a tener más de 18 años y poseer títulos, demuestran una cultura general de 1º de BUP.


Gracias a Dios, en su haber han emborronado cientos de exámenes, «trabajos» (copia-pega de internet, elaborados por uno y con el nombre de cuatro en la portada, estilo español), y utilizado pantallas varias horas al día desde Párvulos. Esos son los valores del siglo XXI: cantidad e imagen, en lugar de calidad y fondo. Aniquilar cualquier elemento a causa de ser antiguo (lo viejo, junto con la derecha, representa el Satanás actual), y ser sustituido por la fantasía izquierdista, y el hitlerismo del NOM. La situación es imperturbable, gracias al sometimiento voluntario e incluso entusiasta a ambos por parte de casi todos los políticos y buena parte de la población. Los primeros sólo piensan en el corto plazo y las urnas, es decir, en ofrecer a los votantes su capricho, en lugar de la llave de su libertad y del futuro. Para ello regalan títulos, pese al engaño que ello significa, y la mediocridad y disfunción social que desencadena. Con ese propósito, también generan un ambiente académico basado en responder afirmativamente a todo, sin imponer jamás un límite o contención, o correctivos. Un entorno en el que se consiente cada reacción y actitud, en que se dora la píldora («qué listo eres», «lo mereces todo a cambio de nada»), lo cual produce egomanía, suma holgazanería, así como una idea peligrosamente equivocada de uno mismo. El adoctrinamiento del siglo XXI incluye hablar de respeto, mientras cada día se viola más que el anterior, y de diversidad, que sólo incluye a quien se subyugue al pensamiento único.


Todo lo expuesto sólo puede desembocar en anarquía y violencia. Lo cual engendra enfermedad y dolor, y a la postre, la destrucción de la sociedad. En Valencia, en diciembre de 2015 y septiembre de 2016, dos profesores del mismo instituto se quitaron la vida (fuente: Okdiario, 7/10/2016). En Asturias, en junio de 2020 un profesor se suicidó por el acoso reiterado de sus alumnos; en clase, la calle, y virtualmente (fuente: diario El Comercio, 16/12/2020). En Francia, en septiembre y octubre de 2019 se suicidaron once enseñantes en total, y durante el curso escolar anterior, cincuenta y ocho (fuente: «es.ara.cat«, 11/11/2019). Años soportando en silencio, soledad e indefensión: desprecio, improperios, provocaciones y ataques de padres, alumnos (que deberían estar en un reformatorio), compañeros y jefes, más la exigencia de pretender educar a las alimañas, y rellenar interminables informes. Cuando la persona se suicida porque no puede soportar un día más de maltrato, intimidación y presión, su ambiente reacciona sorprendido. No se toman medidas radicales al respecto, porque no es tendencia «solidarizarse» con esas personas.

Si los presupuestos generales destinaran a centros «de educación» una cantidad que doblara la presente, si cada niño fuera adherido a tres pantallas desde su nacimiento cada segundo del día, el hedor no disminuiría. El único proceder que puede conseguir tal fin, es la recuperación de los mandos civiles en casas (padres) y colegios (profesores), y de la jurisdicción de los Cuerpos de Seguridad en calles y fronteras. Sin subordinación a la autoridad, sin el cumplimiento riguroso de un código de normas comunes (sin excepciones), si cada persona impone su arbitraridad, sólo se logra caos, inoperancia, y una plétora de enfermedades mentales y nerviosas, en el individuo y los que le rodean.


Existen personas obedientes y civilizadas por naturaleza, millones no lo son. Con éstas ha de aplicarse cada día la vigilancia y la mano dura, porque poseen la capacidad de atacar y desestabilizar el sistema. Ha de atárseles corto. En su lugar, buena parte de los padres que se han convertido en tales desde los años 80/90, consienten todo, incluso alientan el salvajismo y la dictadura de sus hijos. Una porción de esos «padres», agreden verbalmente a los profesores y policías que no siguen su línea educativa. No respetan autoridad alguna, y eso es lo que inculcan a sus monstruos. Consideran que limitar, imponer con frecuencia el no, condicionar la lluvia de bienes materiales a calificaciones altas y buen comportamiento, exigir que su engendro sea limpio y ordene aquello que utiliza, que no moleste, decir un par de cosas para bajarle los humos, y recordarle cuál es su lugar en la partida, resulta franquista y por tanto abominable. Sólo existe el sí, las compuertas siempre están abiertas, y nunca se piden explicaciones o se recuerda que los actos de uno le acarrean consecuencias. Instruir en valores morales, enderezar, frenar, exigir, responsabilizarles de sus acciones, es decir, educar, es una lengua foránea para tantos padres.


Sólo es humanamente posible enseñar materias (lengua o jardinería), que es la única razón de ser de cualquier colegio o instituto, si previamente el sujeto ha sido convertido en persona, es decir, educado, civilizado. Lo cual es exclusiva responsabilidad de los padres. Si el individuo no sabe obedecer, trabajar duro, y tomar en serio la labor y las personas asociadas a ésta, todos los centros del mundo son estériles. Los padres tienen obligaciones más allá de pagar, comprar y tomar fotografías.


Sobre la egomanía en los niños, tal vez ésta se alimente porque es lo que encarnan los papis/mamis/mames del siglo XXI: «si yo soy Dios, mi hijo como poco ha de ser una semideidad». Se recurre a excusas de psiquiátrico para no asumir la realidad, para defender la perfección de la piltrafa: «el niño se porta mal porque va al logopeda». ¿Puede alguien explicar qué correlación existe entre pronunciar mal una letra y pasar la clase haciendo el imbécil? Si durante varios años suspende la mitad de pruebas, «los profesores son demasiado exigentes». Si le mandan a la esquina porque no deja prestar atención y trabajar a la mesa de compañeros, «los profesores son exagerados y crueles». Si reacciona con soberbia y chulería ante las rectificaciones del profesor, «lleva mal que le corrijan». Que se prepare el campeón, porque la vida consiste en cometer errores, y en ser corregido; a veces con razón, a veces sin ella. Y sólo errando y siendo reconducido, puede uno llegar a aprender, alejarse de la ignorancia y el estado primitivo.


Si el sujeto exhibe rabietas de malcriado, «tiene mucho carácter. Y el profesor no sabe hacer la clase divertida». Ahí vemos reflejado otro prisma de la mentalidad de esta sociedad: hoy todo y todos han de ser un parque de atracciones, si no desean ser defenestrados. Nótese también que, dada la hiperestimulación y velocidad con las que tantos jóvenes viven, para captar su atención y retenerla parece que la única posibilidad de uno es tragar una granada. De lo contrario, será acusado de aburrido, uno de los epítetos más lapidarios de la postrimería en que nos encontramos.


En la asociación de ideas anteriormente expuesta, propia de quien carece de materia gris, puede estar presente la noción progre de que ser un niño, es decir, tener menos de cuarenta años, es inherente a comportarse como un chimpancé, un salvaje, y tomar la clase y al profesor por el pito del sereno. Esperar un poco de seridad y respeto hacia la materia y quien trata de instruir, es contemplado como un atropello a la infancia. En un siglo hemos pasado de enviar niños de seis años a la mina, a mantenerles en una fantasía de regalos y aplausos constantes, de circo y zoo, de permisividad absoluta. Se admite cualquier opción que no resulte en ayudarles a crecer y convertirse en ciudadanos de provecho. Y respetables.

¿Cuándo van los progenitores a empezar a educar, cuando el asilvestrado alcance la adolescencia? Seguro que el estallido hormonal y tras diez años cimentando vicios, es el momento ideal. Entonces el pretexto será «está en la edad del pavo». Esas excusas son sinónimo de cruzarse de brazos y «le aguantas». Tantos padres parecen pensar que la justificación del empleo de maestro es soportar el resultado de su negligencia, su vagancia y pasividad ante la inculcación de valores, y su miedo a aplicar disciplina. Además los papis/mamis/mames pretenden que el profesor eduque al desecho, que le enseñe, ignore el ver su autoridad académica despreciada por quien no sabe hacer la o con un canuto. Que ejerza de psicólogo, animador, trabajador social… y que se estime afortunado, porque disfruta de tres meses de vacaciones.


Cuando el agreste en un supermercado arroje un producto al suelo porque juzga que el mundo entero es el parque, el papi/mami espetará «no se habría caído si estuviera mejor colocado». Cuando en una sala de espera de médico o abogado manche los sillones porque en su casa no le han enseñado urbanidad, «con lo que pago, ya pueden limpiar». Cuando pase una hora en un restaurante berreando, empujando, lanzando comida y la vajilla, el cliente que frunza el ceño porque semejante escena no le parece enternecedora, será acusado de odiar a los niños. No es extraño, por tanto, que haya llegado a España una corriente de creciente fuerza en Francia, Alemania y Reino Unido, consistente en prohibir en muchos lugares de hostelería y ocio la entrada a los menores de 14 años. El motivo no es que Europa, maligna, se haya convertido en «anti-niños». Sólo en anti-padres que no hacen su trabajo: educar.


Ser niño es sinónimo de cierta lentitud en el desarrollo de las tareas, necesitar ser orientado constantemente porque no posee criterio, no haber desarrollado aún el sentido de protección ante el peligro, y carecer de capacidad de previsión y memoria, sobretodo a largo plazo. Ser niño no equivale a gritar, desobedecer, ser maleducado, ruidoso, insolente, irreverente, vago, sucio, egoísta, avaro, y comportarse como un deficiente mental. Cuando las disculpas para su barbarismo se extinguen, siempre puede recurrirse a «él es así». Cuando interrumpa o perturbe un desfile militar, una ceremonia religiosa, un concierto musical, exhibición de danza, o la contemplación de una obra de arte, porque nadie le ha adiestrado para sacarse los ojos del ombligo, controlarse y mostrar cortesía y deferencia, que los papis arrojen esa excusa a los perjudicados: él es así. Parece que cuantos más derechos poseen unos, más obligación tienen los demás de ser molestados y agraviados.


Si el profesor, encargado de supermercado, dueño de restaurante, policía, militar, sacerdote, guía turístico, o director de escena osa sugerir que el angelito acusa un problema de disciplina, y que ése sólo es terreno de sus padres, existen dos posibilidades: que los aludidos se laven las manos y pidan al profesional/saco de boxeo que lo solucione, y en su defecto, que aguante a la bestia. La otra posibilidad es que exploten con ira, soberbia y desprecio ante la sugerencia de que ellos no saben hacer su trabajo.


Sólo se requiere haber vivido un poco para saber que todo problema que no se arranca de raíz, sin miramientos ni paños calientes, antes o después se agrava. Si hoy aceptas que el niño tire de la mesa una hoja porque carece de autocontrol emocional, ¿te sorprenderá cuando con 14 haga volcar la estantería, o propine un puñetazo a la pared? Si hoy admites que desobedezca, ¿protestarás cuando durante la adolescencia regrese a casa ebrio y oiga llover cuando pretendas que te escuche? Si hoy no reaccionas cuando falsica las notas, ¿te extrañará que acabe falsificando cheques? Si hoy no le partes la cara cuando te levanta la voz, ¿aparecerás en la televisión sollozando incrédula cuando dentro de unos años te parta a ti la cara? Si no le acostumbras a escuchar no, a someterse a una autoridad que no sea su antojo, ¿qué va a ocurrir cuando se tope con una mujer que no corresponda a su interés sexual? ¿Cómo justificarán entonces sus padres la violación? ¿Él es así?


Las madres de terroristas jamás habrían imaginado que sus hijos acabarían como lo hicieron. Eso siempre ocurre en otras familias, y mi niño es un santo. La ceguera voluntaria es una de las armas más potentes y destructivas que existen. Es el motivo por el que tantas madres acuden a visitar a sus retoños a la cárcel jurando que son muy buenos. Lo que sucede es que han tenido mala suerte, los malos siempre son los demás. Hacer responsable a uno de sus decisiones, es un concepto que ni está ni se le espera.

Si la causa de la muerte fuera una enfermedad de moda, sí. Son los padres quienes necesitan y merecen dos bofetadas, y un campamento militar de seis meses.

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