La mundialización.

La mundialización es fruto, en primer lugar, de la modernización que, bajo forma de planes de ajuste estructural, pretende integrar a todas las sociedades del planeta en el mercado mundial. Es una modernización que se presenta a sí misma como respuesta a la crisis de la modernidad procedente de las Luces, pero su respuesta sólo consiste en la autonomización radical de la economía mercantil, en la financiación del capital y, a la vez, en el importante desarrollo de la tecnociencia. Es la idea general de que la ciencia va a permitir comprender todo, la especialización técnica va a resolver todo, y el mercado comprar todo.

Nada de eso, Karl Polanyi había pronosticado que el mercado destruiría la sociedad. Ya estamos en ello. El dulce comercio que según Adam Smith debía apaciguar las relaciones humanas, trasplanta la guerra al interior mismo del intercambio. La dictadura de lo económico, la primacía de lo privado en la gestión de los asuntos públicos, lleva a la disolución del vinculo social. El universo de la desregulación generalizada desemboca en la nivelación a la baja de las culturas, reducidas todas a un mismo denominador consumista. Junger escribió hace más de cuarenta años:

«El ojo desprovisto de prejuicios se sorprende de la amplia conformidad que no deja de crecer y se extiende poco a poco a todos los Países, no solo como monopolio de una u otra de las potencias que compiten, sino como estilo de vida global».

Philippe Engelhard escribe hoy:

«El conflicto contemporáneo de la mundialización es consecuencia de un liberalismo universalista que, a pesar de las apariencias, aborrece las diferencias. Su programa implícito consiste en la homogeneización del mundo por el mercado, es decir, la erradicación del Estado nación y de las culturas al mismo tiempo (…). La consumación de la sociedad liberal no soporta las escorias culturales ni las pertenencias comunitarias. El programa liberal maximalista pretende erradicar las diferencias, cualesquiera sean sus naturalezas, porque obstaculizan el gran mercado y la paz social. De hecho, no sólo está de más la escoria cultural, sino el hecho social en sí mismo (…). La lógica de la modernidad occidental reside fundamentalmente en la no cultura universal de todo mercado».

Pero la mundialización, según Alain de Benoist, tampoco es la Universalidad. En ciertos aspectos, incluso representa todo lo contrario, pues, la única cosa universalizada es el mercado, es decir, un modo de intercambio económico que nos retrotrae a un momento de la historia de una cultura muy concreta. La mundialización, tal como se desarrolla hoy bajo nuestra mirada, no representa más que el imperialismo de un Occidente mercantil satisfecho de sí mismo, imperialismo interiorizado por los mismos que lo padecen. La mundialización es la imitación masiva de los comportamientos económicos occidentales. Es la conversión del planeta entero a esta religión del mercado, cuyos teólogos y sumos sacerdotes emiten su discurso con una única finalidad: la rentabilidad. No es un universalismo del ser sino del tener. Es el universalismo abstracto de un mundo despedazado en el que se define a los individuos únicamente por su capacidad de producir y consumir. El capitalismo pretende triunfar donde el comunismo fracasó, por supuesto dejando de lado la justicia social: crear un planeta sin fronteras, habitado por un hombre nuevo. Pero este hombre nuevo ya no es el trabajador, ni el ciudadano, es el consumidor conectado que comparte el destino común de una humanidad uniforme, que se comunica a través de internet o yendo al supermercado. Zaki Laidi recuerda lo siguiente:

«(…) el escritor portugués Miguel Torga definió un día el universo como «el local menos las paredes». Quería decir con eso que los valores de la universalidad sólo se pueden promover y defender si la gente se siente previamente arraigada a una realidad local sólida. Ahora bien, la mundialización desarrolla una dinámica inversa. Los individuos se sienten desarraigados por la globalización, sin poder sobre las cosas, y, en consecuencia, se esfuerzan por levantar paredes, por muy frágiles e irrisorias que éstas sean».

Para finalizar, Peguy en 1914, justo antes de su muerte, escribió una frase terrible «todo el mundo es desgraciado en el mundo moderno».

De un extremo al otro del planeta, las sociedades más amenazadas intentan reafirmar su particularismo, recobrar su personalidad. Algunas se inventan nuevas identidades. Muchas adoptan maneras de actuar convulsivas, sustentadas por frustraciones de toda índole que desembocan irremediablemente en el irredentismo y la xenofobia.

Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.

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