La sociedad depresiva

Hoy en día, la depresión, además de síntoma, se ha convertido a la vez en una entidad clínica de pleno derecho y en el trastorno mental más difundido en el mundo occidental en sustitución de la neurosis. Se trata de una nueva enfermedad de la civilización que se nutre de todos los males sociales, de todas las miserias, de todas las exclusiones, pero también de la ausencia de referentes y de la ausencia de sentido. La vieja melancolía aristocrática, unida a la igualdad democrática, corresponde a un horizonte de esperanza perpetuamente frustrado. Más que un estado, es una manera de designar los problemas engendrados por el mundo contemporáneo. Esta acepción es la que para Alain de Benoist, nos va a permitir hablar de sociedad depresiva.

Si la depresión ha tomado hoy semejantes dimensiones es, en primer lugar, porque nos hemos convertido en individuos sin tradición ni referencia alguna que nos indiquen desde fuera quiénes debemos ser y cómo debemos comportarnos. Alain Ehrenberg  ya lo dijo: liberación del individuo e inseguridad identitaria crónica son dos caras de una misma dinámica. La depresión es una enfermedad de la libertad moderna que acompaña y confirma el auge de la referencia a la autonomía individual en la vida social. Confrontado a la clara conciencia de su finitud, el hombre sólo puede vivir creando dentro del mundo su propio mundo, un mundo provisto de referentes y que constituye la suma de las posibilidades de ser que se le ofrecen. Convertido en autónomo, el individuo se da cuenta con demasiada frecuencia que no está a la altura de lo que esperaba o de lo que ha adquirido. Ni siquiera está a la altura de sus deseos. Liberado de los antiguos sistemas de conformidad u obediencia no consigue dotarse de los referentes necesarios para sustituirlos.

En una sociedad donde se supone que cada uno es su propio soberano, el individuo se encuentra menos confrontado a la cuestión de lo prohibido que a la de la posibilidad ilimitada. Cualquier referente permite comprender que todo no es posible, o que todo lo que virtualmente es posible no por ello resulta deseable. Desde este punto de vista, el principio de placer se opone más que nunca al principio de realidad, y más teniendo en cuenta que lo virtual devalúa lo real hasta el punto de sustituirlo. El malestar proviene, pues, de la incapacidad de hacer frente a impulsos contradictorios en una sociedad que empuja a cualquiera de nosotros a «sentirse realizado» después de haberse asegurado de su conformismo, y a disfrutar de su «libertad» poniendo en marcha procedimientos de control cada día más elaborados. El hombre se descubre cada día más frágil y vulnerable en un mundo que al mismo tiempo le obliga a ser cada vez más «eficiente». Entonces, mide su necesidad de ser. Se deprime.

Pero la pérdida de referentes se nutre también de la ausencia de esperanzas. Tras los fracasos y horrores del siglo XX, nuestros contemporáneos se han resignado a vivir bajo el horizonte de la fatalidad. El gran mensaje del liberalismo, constantemente difundido por los medios de comunicación, es que no hay alternativa al statu quo. No hay ninguna otra sociedad posible. Más que nunca, todo cambia para que nada cambie. Vivimos así a la vez bajo el horizonte de lo ilimitado, la infinidad de la mercancía, y en la perspectiva exigua de una historia consumada, donde la omnipresente distracción, en el sentido del término que daba Pascal, tiene como única finalidad enmascarar el vacío y el tedio, el sentimiento de pérdida irreparable que nutre a las melancolías. Al mismo tiempo, vivimos en el movimiento perpetuo y en el estancamiento, en lo demasiado lleno y demasiado vacío, en la idea de que todo es posible y en la constatación de que nada puede ser controlado.

A la vez, la referencia al tiempo se transforma. El pasado ya no es «historia», sino «histeria» narcisista y obsesiva. El presente ya no es «futurible»: solo puede proyectarse en el futuro como una pura repetición. Finalmente, el futuro es percibido ante todo como portador de amenazas y ya no de promesas.

En la era de la victimología, toda desgracia es vivida como una catástrofe, pero sólo se proponen soluciones individuales, la asistencia psicológica, a los males sociales. Ya no se sabe lo que es vivir, se busca únicamente sobrevivir a cualquier precio. La moda del lenguaje de los «derechos» expresa el deseo de estar estatutariamente garantizado contra todo. Pero este deseo es imposible de satisfacer. La obsesión por la seguridad se acentúa más con el envejecimiento de la población.

La transformación del mundo en marcha dibuja un universo donde todo se evalúa en términos contables, donde la forma-capital extiende poco a poco sus criterios de evaluación a todos los dominios de la vida social. Ya no es el hombre la medida de todas las cosas, sino que son las cosas producidas  e intercambiadas las que se convierten en la medida del hombre.

Todo lo que tenía sentido, todo lo que comportaba una dimensión simbólica capaz de ayudar a lo imaginario, a mantenerse a sí mismo, está en vías de erradicación en un mundo donde el hombre y la naturaleza están cada vez más excluidos. Esta explotación regulada del mundo por el capitalismo y la ideología occidental del dominio total contribuye a la generalización del sinsentido.

El que las sociedades más ricas sean también las más depresivas demuestra que el dinero no da la felicidad y que la alegría de vivir no es cuestión de nivel de vida material o de poder adquisitivo. Hoy día, las sociedades más ricas son también las más pobres desde el punto de vista espiritual, mientras que las más pobres pueden apoyarse aún en el pasado y tener fe en el futuro. Hubo un tiempo en el que existía un vínculo directo entre la desesperación (individual) y la explosión (social). Hoy existe un vínculo entre la depresión y la implosión. Un día este mundo implosionará.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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