Rubén Darío y España

Don Edelberto Torres debe su fama a un incidente equivocado; el nicaragüense Edelberto Torres Espinoza, profesor de literatura e historia y luchador revolucionario en contra de los gobiernos dictadores como el de Anastasio Somoza García, estaba casado con la guatemalteca Marta Rivas, maestra. Ambos escribieron un libro sobre el poeta Rubén Darío. Célebre opositor a la dictadura de Somoza, don Edelberto Torres viajaba desde Guatemala a Costa Rica, en un avión de la difunta compañía “Panam” y había escogido, por motivos innecesarios de explicar, que el aeroplano no hiciese escala en Managua. Razones conoce el imperialismo que la democracia desconoce y el avión, inconsultamente, hizo escala en Managua, en donde agentes de Somoza capturaron a don Edelberto, lo metieron a la cárcel, con la inevitable golpiza. Luego de un mes de prisión, y después de escapar de Nicaragua, un maltrecho don Edelberto Torres le puso juicio a la famosa compañía de aviación y para sorpresa de las naciones, le ganó una cuantiosa indemnización por la violación del contrato de viaje. Injustamente, don Edelberto fue recordado con más admiración y orgullo por ese episodio, y no por su monumental obra “La dramática vida de Rubén Darío”, vida que era menos dramática que la de don Edelberto.

En ese libro se cuenta que Darío, la primera vez que visitó España, con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, en 1892, (la ignominia no había cubierto aun la palabra “descubrimiento”), fue recibido por los más celebrados autores españoles. Lo invitó a comer don Emilio Castelar, el mayor orador de su tiempo, a quien Darío admiraba devotamente. Castelar dedicó la comida a demostrar su fama. Con ironía, don Edelberto apunta: “Darío se complace con el primer deber: callar”. Lo recibió don Juan Valera, su padrino literario, y lo rodearon los muy famosos Ramón de Campoamor, la condesa Pardo Bazán, Gaspar Núñez de Arce y otros.

Me gusta más el encuentro con don Marcelino Menéndez y Pelayo, erudito superlativo, quien tenía fama de que, cuando estaba en su estudio de Santander, no recibía a nadie. Contra la fama, don Marcelino recibió a Darío en su estudio santanderino, y le declaró que esperaba grandes cosas de él. A espaldas de Darío, el erudito comentó que le parecía muy afrancesado. Darío lo supo, y se encerró a escribir unos admirables versos de imitación de los clásicos castellanos. Luego hizo que alguien los depositara en el escritorio del maestro, quien quedó deslumbrado. Que un poeta joven pudiera reproducir con tanta perfección la literatura clásica castellana le demostró que el afrancesamiento de Darío no era ignorancia de los profundos secretos de la lengua española. Y de allí en adelante fueron grandes amigos.

Otro encuentro memorable fue cuando Antonio Machado llegó a París, a perfeccionar el francés que enseñaba en la escuela. Don Edelberto no lo cuenta; lo relata el minucioso Ian Gibson, también biógrafo de García Lorca. Como Miguel de Cervantes, hay un momento en la vida de Antonio Machado en que la lejana Guatemala roza su existencia. Cervantes, porque pide ir allí y el Consejo de Indias le niega el permiso; don Antonio, porque tiene un tío en el país centroamericano y porque un hermano fracasa en su emigración. Quizá por ese cruce de casualidades, Machado entabla relación con el Cónsul de Guatemala en París, Enrique Gómez Carrillo, el “Príncipe de la prosa modernista”. Por un breve período, el encumbrado guatemalteco consigue que don Antonio trabaje para el consulado (y, con eso, se ayude a sobrevivir en la áspera capital francesa). Y a través de Gómez Carrillo, Machado conoce a Rubén Darío, quien descubre, a pesar de la juventud y la mansedumbre, el genio del poeta sevillano. Uno de los retratos más certeros de la poesía castellana está dedicado a él:

Misterioso y silencioso
Iba una y otra vez.
Su mirada era tan profunda
Que apenas se podía ver.
Cuando hablaba tenía un dejo
De timidez y de altivez.
Y la luz de sus pensamientos
Casi siempre se veía arder.
Era luminoso y profundo
Como era hombre de buena fe
Fuera pastor de mil leones
Y de corderos a la vez.
Conduciría tempestades
O traería un panal de miel.
Las maravillas de la vida
Y del amor y del placer.
Cantaba en versos profundos
Cuyo secreto era de él.
Montado en un raro Pegaso,
Un día al imposible fue.
Ruego por Antonio a mis dioses;
Ellos le salven siempre. Amén.

Mas el encuentro con España que ha sugerido estas líneas no es con un poeta, sino con una muchacha sencilla. En 1899, Rubén Darío visita España, y suele pasear por los jardines de la Casa de Campo acompañado de su amigo don Ramón del Valle Inclán. Ambos desconocen que está prohibido pasear allí, pues es propiedad real. ¡Pero quién le va a pedir cordura y sensatez a ese par de locos! Un rumor de niños en fiesta llama su atención. Una joven mujer, rodeada de infantes, está cortando unas flores. Sonriente, ofrece algunas a los dos maduros poetas. Rubén queda fascinado por la doncella y regresa otros días, esta vez solo, con tal de encontrarla. Sabe, así, que es la hija de uno de los criados de la Casa de Campo, y que los niños que la rodean son sus numerosos hermanos, a quien cuida mientras la madre trabaja como doméstica en una casa burguesa. Sabe que tiene un nombre tan sencillo como sus orígenes: Francisca Sánchez. Sabe que Francisca es analfabeta. Ni la diferencia de edad, ni la diferencia de estatus, ni la diferencia cultural son obstáculos para el nacimiento de ese amor otoñal. Ella acepta a ese personaje extranjero, al que tantos admiran. Acepta también las intemperancias del poeta, y, acepta el aprendizaje de la cocina nicaragüense. Aprende a hacer las distintas variedades de frijoles, las del maíz, las del plátano. Y conjuga la comida de la nostalgia con la recia gastronomía castellana. Rubén, en cambio, le enseña a leer y escribir. Sobre todo, siente hacia Francisca Sánchez un amor profundo y desconcertante, que durará por el resto de su vida. Es su matrimonio con España, y a Francisca Sánchez dedicará algunos de los mejores poemas de su madurez afectiva. Sin la exaltación del enamoramiento, escribirá palabras llenas de paz y de gratitud:

Ajena al dolor y al sentir artero,
Llena de la ilusión que da la fe,
Lazarillo de Dios en mi sendero,
Francisca Sánchez, acompáñame…

En mi pensar de duelos y de martirio,
Casi inconsciente me pusiste miel,
Multiplicaste pétalos de lirio,
Y refrescaste la hoja de laurel.

Ser cuidadosa del dolor supiste
Y elevarte al amor sin comprender;
Enciendes luz en las horas del triste,
Pones pasión donde no puede haber.

Seguramente Dios te ha conducido
Para regar el árbol de mi fe.
¡Hacia la fuente de la noche y del olvido,
Francisca Sánchez, acompáñame…

Barcelona, octubre de 1914. El barco Antonio López parte del puerto con destino a Centroamérica. En el muelle, Francisca Sánchez se despide entre lágrimas de su amado, Ruben Darío, príncipe de la letras hispanas que se marcha para impartir conferencias de paz en tiempos de guerra. Fue la última de muchas despedidas, nunca más volvería a ver a su amado poeta.

Catorce meses después, una mañana, Francisca se entera por la prensa de que el padre de su hijo, también bautizado Rubén, ha muerto en su casa natal de Nicaragua. Una cirrosis aguda acabó con su vida, recién cumplidos los 49 años. La distancia y la falta de recursos de la época le impiden despedirse de él en el lecho de muerte. Sufre en silencio su ausencia y le guarda riguroso luto durante años. Se aferra entonces a un baúl azul que había comprado cuando ambos vivieron juntos en París y en el que guardó durante 40 años el legado literario, las cartas y objetos personales del nicaragüense.

Esa fue la voluntad de Rubén Darío en los cuatro testamentos que redactó a lo largo de su vida. Una vida de novela que ha querido rememorar la periodista Rosa Villacastin en La princesa Paca (Plaza y Janés), un relato real del que forma parte en calidad de nieta de Francisca Sánchez y cuyo coautor es el también escritor Manuel Reina.

Cada vez que emprendía un viaje largo, Rubén Darío dejaba escrita su última voluntad. Era muy supersticioso: le agobiaba que a su querida Francisca le faltara algo, especialmente dinero. En el último testamento, redactado unos días antes de fallecer, el poeta nombra heredero universal de sus bienes (es decir, su obra) al hijo de ambos, Rubén Darío Sánchez (Güicho, como le llamaba cariñosamente el poeta), que se quedó huérfano de padre a los 9 años, en 1916.

Pero él no fue el único beneficiario. Rosario Murillo también estaba en el testamento, aunque fue incluida tras la muerte de Darío y por imperativo legal. Apodada la Garza Morena, fue la única mujer, de los tres amores del poeta, que llegó a ser su esposa. Eso sí, a punta de pistola y bajo los efectos del alcohol, aunque se trató una boda a todos los efectos. Por eso se le otorgó una legítima de 1.600 reales por la obra literaria del autor, correspondiente a lo que había escrito mientras vivía en Nicaragua.

Darío se arrepintió toda su vida de este forzoso enlace que quiso romper y no pudo a pesar de pedírselo al papa León XIII y de conseguir que el Parlamento de Nicaragua creará la Ley Darío del divorcio. Una normativa que finalmente no le sirvió.En el testamento no venía reflejado lo más importante: Francisca Sánchez se encargaría de proteger su memoria y su legado artístico. Ella fue su verdadera mecenas y también su guía. «Los derechos de autor, hasta la mayoría de edad de su hijo Güicho, los cobró mi abuela. La muerte de éste le partió el corazón a mi abuela, que le adoraba. Yo tenía un año cuando falleció en México, en 1948», afirma Villacastín.

Francisca pudo ser una mujer rica, pero nunca le movió el dinero, pese a las necesidades que pasó y las muchas ofertas que le hicieron por los documentos que guardó celosamente durante más de 40 años en el famoso baúl azul. «Ella siempre dijo que quería que todo lo que había en su interior se quedara en España, como así fue, para que no se desperdigase y se le diera el valor que tenía», desvela la autora.

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