Por amor a la Patria (III). Declive y resurgimiento.

En la Europa continental del siglo XVII el lenguaje del patriotismo perdió gradualmente su contenido republicano-romano. Amor a la patria dejó de significar amor a la república y al bien común, sino lealtad al Estado y al Monarca.

Otra forma de crítica hacia el patriotismo en general, la de los filósofos neoestoicos, surgió en la misma época. Argumentaban que el patriotismo no es que fuese inútil o, en su versión republicana, peligroso para la estabilidad de las monarquías; era por encima de todo irracional. La rígida sabiduría de los estoicos puede tratar esto como una vulgar opinión, pero sigue siendo verdad que los hombres están tan unidos a su lugar de origen “que quien tenga la cara de un hombre nunca se negará a morir por ella y en ella”. Por tanto, Euripides tuvo razón al decir: “La necesidad obliga a todo individuo a amar a su patria con toda su fuerza”.
Los argumentos de los estoicos se sostienen si estamos dispuestos a aceptar que la vinculación a un lugar en particular afecta sólo al cuerpo y consiste en pasiones y emociones que son menos importantes que la vida mental. La vinculación a un lugar en particular procede de imágenes, de colores, de sabores que hemos experimentado a través de los sentidos; viven con nosotros a través de la memoria y se llenan de sentido a través de la imaginación. Tanto la memoria como la imaginación forman parte de la vida espiritual; romper nuestros vínculos con lugares nos provoca sufrimiento espiritual.

Al decir que el patriotismo no es una virtud sino una forma inteligente de comportamiento egoísta, los neoestoicos criticaban duramente el patriotismo republicano. Igualmente, duro es su ataque contra el otro tema típicamente republicano, que vimos ayer, como lo es que el amor a la patria es una forma de cáritas, compasión: “nuestra patria no nos ha acogido más en este mundo de lo que lo han hecho un hostelero o un tabernero; no nos cuida más que las criadas y las nodrizas; no nos alimenta como hace el ganado, los árboles y el maíz. No hay ninguna razón para llamar a nuestra patria “madre de todos”, y la vinculación que sentimos hacia ella “compasión”.

Sin embargo, la interpretación de éstos de los sentimientos patrióticos como una forma de compasión es aplicable sólo a un patriotismo falso y poco sincero. Resultaría completamente irrelevante con respecto al verdadero patriotismo, descrito en el artículo de ayer, y, recomendado por los pensadores republicanos. Para ellos, el amor a la patria es una pasión que da fuerza al alma y empuja a los hombres a actuar incluso en situaciones de peligro, no simplemente a compadecer a las víctimas de la injusticia y de la opresión.
En oposición a la “Fortuna” de Maquiavelo, la necesidad estoica no puede ser dominada ni atraída por la sumisión. Se puede entender, no cambiar, el plan necesario de Dios. Si comprendemos que nosotros somos los medios a través de los cuales el destino lleva a cabo su plan, podremos curar mejor a nuestra alma en tiempos de calamidades.

El momento para que el lenguaje del patriotismo asumiera de nuevo un lugar prominente tardó en llegar medio siglo, durante la guerra civil inglesa. Una vez más, cuando se luchaba por la libertad, el lenguaje del patriotismo ofreció poderosas ideas y palabras. Particularmente en la literatura de los “Niveladores”, “amor a la patria” vino a significar una vez más amor por un bien común en libertad, una vinculación caritativa a la libertad común del pueblo templado por el respeto a los principios de la ley natural, y al jus Gentium y a la libertad religiosa. Se entendía, como Cicerón había recalcado en De Inventione, como una parte o un aspecto de la justicia.

Un ejemplo de la presencia del lenguaje ciceroniano en el lenguaje patriótico inglés del siglo XVII se observa en la Manifestation firmada por los líderes de los Niveladores John Lilburn, William Walwyn, Thomas Prince y Richard Overton el 14 de abril de 1649. El deber de “utilizar nuestros esfuerzos para el avance de la felicidad de la comunidad” y de perseguir la libertad y el bien para la nación, dice, reside en el principio de que “ningún hombre nace para sí mismo”, impuesto por las leyes naturales, de la cristiandad y de “la Sociedad y Gobierno públicos”.

Para los Niveladores, el patriota es un soldado que lucha por los derechos comunes y la libertad, o el miembro del parlamento dedicado al bien común. Si los miembros de la Commonwealth británica desean preservar su libertad en común, leemos en The just Defence of John Lilburn, deben ser sensibles a los males afligidos a sus semejantes.

De forma similar John Milton, en 1660, llama a “nuestros viejos Patriotas…los primeros defensores de nuestros derechos religiosos y civiles”, los miembros del “Rump Parlamient”, quienes “considerando la monarquía, debido a la larga experiencia, un gobierno oneroso, caro, inútil y peligroso, justa y magnánimamente lo abolieron”. La patria que ama el patriota y a la que está entregado es el bien común; esto es, la comunidad política libre que se basa en el gobierno de la justicia que los escritores republicanos llamaron respublica o civitas. Es un valor político que depende de las leyes y el jus gentium.

En palabras de Milton, el amor a la patria es un amor por la libertad lleno de compasión. La ejecución del rey Carlos I, escribió en su Defence of the people of England de 1651, fue un acto inspirado no por un espíritu faccioso, ni por un deseo de usurpar los derechos de otros, ni por mera belicosidad…, ni por furia, ni por venganza…, sino por amor a la patria en el sentido de patriae caritas, como dice en la versión latina; esto es, un amor a la patria que es la suma de “amor a tu libertad y a tu religión, a la justicia y al honor”.

Para Toland, en Life of Milton, el patriotismo requiere mentes culturalmente receptivas. Las mismas cualidades que alababa en Milton fueron, creía él, inculcadas en la educación a los jóvenes romanos. Se les enseñaba:

…a comprender las costumbres, leyes y religión de su propia patria. Se les enseñaba el conocimiento de la humanidad comparando la Historia antigua con las observaciones diarias que hacían de extraños, de sus propias relaciones y de sus conciudadanos de otros lugares, les enseñaban lo que en su caso era censurable o encomiable, lo que debía ser enmendado, añadido o abolido.

El objetivo de la educación era inspirar amor a la patria, pero patria para ellos quería decir libertad. El amor que se les animaba a cultivar no lo cegaba; al contrario, los preparaba a ver claramente la distinción entre un gobierno bueno y uno malo.

“La patria de uno es allí donde se encuentre bien”, dijo Milton, jugando con las palabras del lema latino ubi patria ibi bene. “Allí donde disfrutaban de la libertad, se encontraban en casa”.

El patriotismo monárquico basado en la fidelidad a la corona no debilitó la presencia intelectual e ideológica del lenguaje del patriotismo republicano del siglo XVII en Inglaterra. El patriotismo es el afecto que el pueblo siente por su patria, entendida ésta no como la tierra natal, sino como una comunidad de hombres libres que viven juntos por el bien común.

El verdadero amor a la patria es amor a la “constitución y al gobierno que hace libres e independientes”.

Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.

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