El honor.

Determinadas circunstancias históricas, políticas, sociales y económicas, actuando en momentos clave, han ido modelando a la institución militar hasta la actualidad y el resultado de todo ello es que se ha ido prestando atención hacia conductas, normas y formas de actuación que tienen poco que ver con la función principal de los ejércitos.

Desde el punto de vista histórico, el punto de arranque se puede situar en el siglo XIX. Durante el siglo XVIII y buena parte del XVII, los ejércitos españoles comenzaron a marcar una notable peculiaridad respecto a los demás ejércitos europeos, fruto de la larga decadencia del Imperio Español y de su permanente crisis política, social y económica. Pero esos dos siglos quedan demasiado lejos y difícilmente se puede establecer ninguna conexión con la actualidad. Sin embargo, el siglo XIX fue crítico. En él se formaron muchos de los Estados actuales de Europa, comenzaron a sentirse los efectos de la Revolución Industrial y se abrieron paso las ideas de la Ilustración por todo el continente. Los Estados comenzaron a dotarse de básicamente las mismas estructuras que hoy en día y comenzó a dar los primeros pasos lo que en la actualidad entendemos por progreso. Mientras tanto, los ejércitos sufrieron importantes transformaciones. En primer lugar, pasaron de ser unos ejércitos quasi feudales, o de Estados absolutistas, a unos ejércitos con verdadera conciencia nacional e integrados en las estructuras de los Estados modernos. Por otra parte, los grandes avances técnicos proporcionaron unos armamentos nuevos, mucho más potentes, a lo que se unió una mayor velocidad de desplazamiento con la aparición de los ferrocarriles y los motores de vapor.

En España la situación fue muy diferente. Se empezó el siglo estando invadidos por los ejércitos napoleónicos y sin gobierno nacional. Cuando se consiguió expulsarlos (gracias a la ayuda de ingleses y portugueses), se instauró un régimen absolutista nefasto en manos de Fernando VII, un rey felón y probablemente el más inepto de la historia de España, cuya herencia fue una situación de grave inestabilidad política que duró todo el siglo, acompañada de un permanente estado de revuelta social, a lo que se unió las graves perturbaciones que producían las revueltas de secesión de todas las colonias americanas. Como no podía ser de otra forma, a todo ello se unió una situación económica lamentable. Todo ello propició que el ejército entrara en política, unas veces por iniciativa propia y otras a petición de algunas fuerzas políticas. La forma de entrar en política se tradujo en numerosos golpes de Estado que, naturalmente, no arreglaban nada, al menos con carácter permanente. Lo que sí produjeron fue una desviación total de las funciones y cometidos de los ejércitos en un Estado moderno. Eso condicionó la estructura del ejército, el armamento y sobre todo la percepción de la sociedad y de la clase política del papel de su estamento militar. Mientras que en el resto de Europa, los ejércitos estaban llevando a cabo enormes transformaciones para adaptarse a las nuevas tecnología e ideas, y se estaban creando, por primera vez en la historia, las grandes unidades de combate, en España el ejército se dedicaba, forzado o no, a dar golpes de Estado y a participar en la mayoría de las revueltas sociales, bien promoviéndolas o acallándolas, interviniendo directamente en la política.

Los comienzos del siglo XX no fueron mejores, porque la situación política, económica y social seguía siendo la misma, si no peor, hasta tal punto que desembocó en la Guerra Civil. El periodo posterior fue también desastroso para los ejércitos. El aislamiento político internacional del país, unido a la devastación de la guerra, hizo que el ejército estuviera al servicio de la política, pero no hacia el exterior, sino hacia el interior del país. Sobre todo, lo que quedó marcado profundamente fue la percepción que tenía la sociedad de sus Fuerzas Armadas. Aunque en esa época nunca intervinieron directamente en política, el Jefe del Estado era militar y ese vínculo era lo que la gente percibía, percepción que estaba apoyada por un despliegue y una composición de las fuerzas típicas de un ejército de ocupación.

Afortunadamente, la instauración de la democracia y el consiguiente ingreso en las organizaciones internacionales hicieron que cambiaran radicalmente las cosas y, en la actualidad, los ejércitos españoles son homologables a los de cualquier país de nuestro entorno, pero a pesar de todo hay tres aspectos que nos diferencian de los demás: 1) La percepción que tiene la sociedad de sus Fuerzas Armadas es básicamente como si se tratara de una ONG; 2) La clase política, sobre todo de determinadas ideologías, a pesar de no haber vivido ningún episodio de interferencia de los ejércitos, muestran un cierto recelo hacia las Fuerzas Armadas; y 3) la clase política en general muestra una clara y preocupante falta de voluntad política de emplear a las Fuerzas Armadas en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, a pesar de que puedan estar en juego importantes intereses nacionales.

La breve incursión histórica anterior viene a colación de que en el caso de las FAS españolas, la fijación y definición de un código de valores por el que deben regirse, presenta una importante dificultad añadida, ya que existen pocas referencias anteriores sobre esas actuaciones y comportamientos que se consideran los adecuados. Es preciso resaltar en este sentido que nos estamos refiriendo a las FAS en su conjunto, porque sin lugar a dudas, siempre han existido militares íntegros, con un bagaje ético, moral y profesional que han estado muy por encima y al margen de la situación política e histórica que les tocó vivir, e incluso al margen de los propios ejércitos.

Aunque es muy cierto que se han producido muchos cambios en las FAS, ninguno de ellos ha ido encaminado a introducir mejoras que afecten al comportamiento ético, moral y profesional de cada uno de sus componentes, ni de la institución en su conjunto. Muchos de esos cambios han ido más bien en sentido contrario. Nunca se ha pretendido potenciar el espíritu de cuerpo, sino todo lo contrario, no se ha tenido en cuenta las virtudes que realmente deberían adornar la actuación de cada uno de sus miembros, ni fomentar el orgullo de pertenencia a las FAS; jamás se ha pretendido definir qué comportamiento y qué actitud se espera de cada miembro y del conjunto. En definitiva, no se ha intentado establecer lo que se puede denominar un código de honor, aceptado por todos y de obligada observancia. Como ya se ha apuntado antes, dedicarse a esa tarea reviste una especial dificultad en el caso de las FAS españolas, porque las referencias son escasas, ya que nunca se ha pretendido tal cosa y tampoco han existido unas normas o directrices en este sentido, oficialmente publicadas, más allá de las simples Ordenanzas Militares.

Ese código de honor debe ser el reflejo de una vida que, con las necesarias diferencias, es lo más parecido a la vida monástica. Lo que una orden religiosa y una institución militar perfectamente preparada para llevar a cabo su función tienen en común es que sus miembros desarrollan un sentimiento que podría denominarse “el precio que tienen que pagar por pertenecer” a esa comunidad, que se traduce en que existe un código moral y ético común, que es observado escrupulosamente, de forma que la interpretación de cada uno sobre cualquiera de sus preceptos es idéntica, lo que a su vez indica la capacidad y voluntad de cada uno, y de toda la comunidad, de permanecer unidos a dicho código.

Un monje, se considera que es un buen monje, cuando observa y practica los valores que su orden monástica tiene establecidos. De la misma manera, un buen militar es aquel que reconoce un conjunto de valores y obligaciones que tiene en común con los demás miembros de la organización y los observa escrupulosamente, lo cual exige un alto grado de generosidad. El ingreso en una comunidad de esas características exige, por tanto, el reconocimiento, aceptación y observancia de todo el conjunto de valores y normas comunes. Mientras pertenezca a la comunidad se le exige una estricta fidelidad al código de valores establecido y a sus normas de actuación y comportamiento. La violación del código debe suponer la expulsión de la comunidad cuando la gravedad haya sobrepasado los límites establecidos, sencillamente porque el individuo que ha violado dicho código se ha situado con su acción fuera de la comunidad. Esa acción, lo que en realidad significa, es que rechaza a la comunidad y a sus valores; es él quien ha dejado de “pagar el precio por pertenecer” a la misma e indica que no está dispuesto a seguir pagándolo.
Por todo ello, es preciso asumir que las FAS no son adecuadas para todo el mundo, de la misma manera que la vida monástica tampoco lo es. El compromiso que se establece es especial y muy diferente al que existe en la vida civil. Trabajar para Telefónica es básicamente lo mismo que trabajar para Seat o para Gas Natural. En todas ellas las normas empresariales y los modos de actuación que se exigen a sus empleados son fundamentalmente los mismos. Todo está orientado a que cada uno persiga su propio interés (que debe coincidir con el de la empresa, si quiere prosperar) y casi todo vale si produce beneficios. Por el contrario, en la vida militar, las responsabilidades y el compromiso que adquieren sus miembros (y éste es mayor conforme aumenta la categoría militar) trascienden a su propio interés material y nada vale si se sale de las normas y del código de valores establecido. El problema, repetimos una vez más, es que se tiende a considerar que la vida militar es lo mismo que trabajar en cualquier otra ocupación. Esta equiparación es falsa, engañosa y, en definitiva, peligrosa, porque no tiene en cuenta que a los militares se les puede llegar a exigir que en el cumplimiento de su deber “den hasta la última gota de su sangre”. Solo por eso, debería ser suficiente para distinguir claramente la vida militar de todas las demás.

Las reformas que se puedan sugerir, y cualquier otra que tenga verdadero calado, no podrán llevarse a cabo, ni hacerse patentes, si existe un vacío de valores. Hasta ahora, nunca se ha tenido la menor intención de afrontar la tarea de definir un código de actuación y comportamiento, ni un conjunto de normas éticas y morales que actúen de guía para los oficiales y suboficiales de las FAS españolas. Siempre se ha confiado en que es suficiente con permitir que cada uno actúe según lo que él considere que es lo “correcto”, pero eso es una grave equivocación, porque sin unos valores y un código de honor plenamente establecidos, lo “correcto” solo puede atender al propio interés, que en cada caso será muy diferente y nunca en beneficio del conjunto. En las Academias Militares suele haber lo que se conoce como “Código de Honor”, orientado hacia los cadetes y durante su estancia en la Academia, pero cuando salen de ella ya no existe como tal.

No se trata de fijar unas normas que sirvan de guía para que cada uno pueda ejercer su autoridad o llevar a cabo sus deberes, porque para eso están las Ordenanzas y las diferentes normativas y reglamentos. Es mucho más profundo que todo eso. Estamos hablando de un código de honor que abarque todos los aspectos éticos, morales, las virtudes típicamente militares, así como el comportamiento que deben tener todos los miembros de los ejércitos, tanto en el servicio como en su vida privada. En definitiva, se trata de que todos acepten como algo necesario “el precio que tienen que pagar por pertenecer” a la institución.

El Código de Honor debe tener la forma de una especie de decálogo, con una serie de puntos de redacción escueta, pero que en ellos debe estar concentrada toda la esencia de lo que se quiere transmitir. Debe constituir una guía resumida, de fácil acceso y comprensión, que pueda incluso memorizarse. Naturalmente, como complemento, se podrán y deberán desarrollar cada uno de esos puntos con el fin de dotarlos de la motivación que los rodean, así como de todas las circunstancias que se pueden presentar, con el fin de hacerlos más asequibles, así como para justificarlos.

El código que se establezca debe fijar, entre otras muchas cosas, que el ejercicio del mando, a cualquier nivel, es ante todo una carga moral que coloca al que lo ejerce en sujeto de una gran responsabilidad ética y moral. Por ello, el mando nunca puede ejercerse únicamente para cumplir con una reglamentación y como paso necesario que hay que realizar como parte de la carrera militar. De hecho, el mando constituye la propia esencia de la vida militar, pero no por sus prerrogativas, sino por sus responsabilidades. Una organización militar será inútil si no es capaz de generar en su seno buenos jefes. La guerra es el arte de manejar los conflictos y el hecho de mandar es una expresión de ese arte, que está colocada a un nivel casi místico en la relación de los valores militares y ocupa un lugar central en el altar de la ética militar. No reconocer el acto de mandar como el núcleo central de una responsabilidad moral, y no asumir plenamente que debe recaer esa responsabilidad sobre el que lo ejerce, es negar que exista alguna diferencia entre la actividad militar y cualquier otra ocupación.

La idea de que la integridad moral es la base de la actuación de todo jefe, impone que los estándares morales deben ser compartidos por todos ellos y que, además, deben ser evidentes para los hombres a su mando. Esto se puede resumir de una forma muy simple: hay cosas que no se pueden hacer y, por tanto, existe una línea que todo aquel que posea esa integridad moral, no puede traspasar. Por ello hay que rechazar la idea de que “hay que hacer lo que sea preciso”, para aplicarla a cualquier circunstancia.

Además, el Código de Honor debe hacer hincapié en que ejercer el mando coloca a quien lo hace en una posición de “confianza moral” respecto a los mandados, y esa confianza (que naturalmente va de la mano de la integridad personal) nunca se debe traicionar. Si por alguna circunstancia, y por una necesidad imperiosa, se traiciona esa confianza, en ningún caso puede ser por buscar un beneficio personal de ningún tipo.

El que ejerce el mando debe velar por el bienestar de sus hombres. Eso no significa que deba evitar ponerlos en situaciones de peligro. Si eso fuera así, debería evitar enzarzarse en combate, que es la función fundamental de toda unidad militar. Este aspecto se refiere a que nunca se debe malemplear a los hombres, ni utilizarlos en acciones que no estén directamente relacionadas con el verdadero objetivo del mando. El peligro está siempre presente en el combate, pero la idea es exponer a los hombres a ese peligro solamente cuando se trata de alcanzar los legítimos objetivos militares que se han establecido.

Otro de los aspectos fundamentales es que un buen jefe debe siempre compartir los riesgos y los peligros de las misiones con sus hombres y, si fuera necesario, aceptar dar su propia vida. Como ya se ha mencionado antes, esta máxima es la que más diferencia a la profesión militar de cualquier otra. La creencia de que “un buen gestor, es un buen líder”, es profundamente errónea y se convierte en perversa cuando, por extensión, se pretende llegar a pensar que un jefe puede “gestionar” a sus hombres hasta llevarlos a la muerte en el cumplimiento de una misión. Para eso hace falta mucho más que “gestionarlos”, como se puede hacer con el material a su disposición. Desde siempre, ha sido un artículo de fe en todos los grandes ejércitos, que los hombres en combate deben ver a sus jefes compartiendo los peligros y sacrificios junto a ellos.

La lealtad es otro de los aspectos clave. Sin una lealtad bien orientada y en todas direcciones (de abajo a arriba, de arriba hacia abajo y al mismo nivel) no puede existir la eficacia ni la cohesión en las unidades, ni en toda la organización. La lealtad puede significar en muchas ocasiones, renunciar al interés propio y buscar únicamente el bien de la comunidad. Por eso, la lealtad puede tener aspectos muy distintos en la vida militar respecto a cualquier otra ocupación. La lealtad a un superior asume que éste actúa siempre de forma ética, moral, dentro de las competencias de su cargo y en estricto cumplimiento de las órdenes recibidas, que a su vez deben satisfacer también los mismos requisitos. Según las circunstancias, el concepto de lealtad puede no estar tan nítido. Tal es el caso de un jefe que, incluso actuando de buena fe, comete errores manifiestos o demuestra claras carencias en el ejercicio del mando. Aquí se entra en un terreno resbaladizo, porque puede tener influencia la subjetividad de cada uno, por lo que adoptar una postura de lealtad puede ser muy complicado y situar al sujeto entre el incumplimiento de una orden y su propia conciencia. En resumen, se puede estar entre héroe y villano.

Una de las reglas de oro es que ningún jefe puede castigar, ni permitir que se castigue o discrimine de forma alguna, a un subordinado o compañero por decir la verdad sobre cualquier asunto. Es un tópico decir que “la verdad le hace a uno libre”. Sin embargo, resulta naïf aceptar que dicha afirmación se ajusta con precisión a la realidad, porque puede haber numerosas circunstancias que dificulten decir siempre la verdad. No obstante, no decir la verdad o callar la realidad puede ser un crimen en sí mismo. La falsedad u ocultación de la verdad nunca contribuirá a solucionar nada y mucho menos hacer que uno se sienta libre. Castigar al que dice la verdad, supone negar automáticamente el valor de numerosas normas éticas.

Los actos deshonrosos de un oficial o suboficial afectan a todo el cuerpo. De la misma manera, al conjunto de todos ellos se les juzga por las acciones de cada uno de sus miembros; de ahí la importancia de que esas acciones deban ser siempre irreprochables. La responsabilidad colectiva comienza cuando esos cuerpos permiten, mediante una actitud pasiva, que uno de sus miembros deje de seguir las pautas y normas establecidas en el código de honor. Por tanto, cada oficial o suboficial es responsable del comportamiento de sus compañeros, lo cual supone asumir la responsabilidad de velar para que cada uno permanezca fiel a los valores de la comunidad. Esto supone que cada uno de los componentes debe estar preparado para llevar a cabo las acciones necesarias para contrarrestar esas ofensas al conjunto, mediante su testificación de los hechos ante sus superiores o reclamando la actuación de un Consejo de Honor.

Dejando al margen los aspectos concretos que debe contemplar ese Código de Honor, resulta evidente que es necesario disponer de él y que debe estar involucrada toda la organización para que una vez publicado oficialmente sea aceptado y observado por todos sus miembros.


Tte. Gral. Santiago San Antonio Copero (E. A.)

Gral. de Bgda. Joaquín Sánchez Díaz (E. A.) (R)

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