Romanticismo , milicia y nacionalismo.

Si alguna cosa está bastante clara es que se debe evitar todo elemento sustancialmente romántico del recto espíritu militar y del proceder de las Fuerzas Armadas en Cataluña y Vascongadas si éstas llegan a intervenir en alguna de las modalidades que mal establece el Derecho Internacional de los conflictos internos en sus cuatro Convenios y tres Protocolos

El error de suponer que el romanticismo sea precisamente la “propensión a lo sentimental, generoso y fantástico”, DRAE, autorizaría a pensar que la generosidad, el sentimentalismo y el amor a la gloria fueran los ingredientes espirituales específicos del alma romántica que luce falsamente entre sus máximas el nacionalismo separatista.

De ahí a suponer que el romanticismo es el soporte de las virtudes típicamente nacionalistas apenas hay más que un paso. Lo malo es que, como en realidad ocurre, es un paso en falso en el que no deben incurrir los Ejércitos.

Porqué lo que acercaría al campo romántico sería un culto exigente, si se quiere, al honor proyectado hacia afuera, en el que prevaleciera el amor a la supuesta “patria” catalana y vasca a la superficial honra sobre la fidelidad al deber de defender los valores cívicos de la población de estas regiones; inversión de valores que, de hecho ha tenido lugar más de una vez en la conciencia de muchos políticos independentistas y que, también se ha descubierto en la conciencia de algunos militares.

El romanticismo, más que una preocupación vagamente literaria o una actitud sentimental, es una permanente rebelión del instinto contra la razón, de la sensibilidad contra la inteligencia, de las potencias inferiores contra las superiores.

Estas gentes que tienen la fortuna de no conocer por incultura las consecuencias finales de su rebeldía, ha sido, en último término, la revolución sin prisa que, desafortunadamente para estas sociedades se ha acelerado hacía una autentica sublevación con futuras violencias materiales, imprecaciones verbales y psicológicas que se nos hacen ahora perceptibles con la detención de nueve aspirantes a terroristas por la Guardia Civil en Cataluña y la disidencia de 1500 miembros de ETA para iniciar, de nuevo, la lucha armada.

¿Estamos todavía en trance de invalidar la invitación de Espronceda, que parecen haber aceptado para sí los biznietos de los Carlistas, los independentistas?:

¡Hurra cosacos del desierto, hurra ¡

La Europa os brinda espléndido botín;

Sangrienta charca sus campiñas sean;

De los grajos, su Ejército festín.

Lo que fue romántico es Cádiz. El Cádiz de las Cortes, de los ecos lejanos de la guerra, de las bombas para tirabuzones y de los discursos; pero esto quedaba un poco lejos del verdadero teatro de la guerra.

No puede uno, en cambio, negarse radicalmente a que se inscriba a Luis Candelas en la nómina de los románticos. Pero no puede pasar, sin estimarlo libertad excesiva, que se considere como romántico al General Castaños su gesto al declinar la ayuda británica, cuando se le ofrece sin previa alianza de España e Inglaterra, no es un desplante romántico, sino la afirmación categórica de un finísimo sentido del deber y de un clarísimo criterio de derecho internacional que debe servir de ejemplo a todos los profesionales de la milicia de la actualidad.

Pero si pronunciarse por el artículo 8º de nuestra Constitución es revolverse habría que hablar todavía mucho, decidirse en favor de una causa sublime, el acto de pronunciamiento, es, en realidad, la operación de sustituir un método de expresión de la voluntad popular por otro, cuando lo piden los naturales de la Nación. El sistema electoral, producto específico del romanticismo más rancio, se reemplaza, sin declararlo expresamente, quizás sin atreverse a confesarlo sus autores, por la expresión radical de la voluntad nacional interpretada, de un modo perfectamente clásico, por quien está en condiciones de hacerlo.

La técnica de la operación, será improvisada como casi siempre por aquello de “ya se resolverán las cosas”, “en España no pasa nunca nada”, más que fruto de juiciosa meditación por parte de los Mandos de los Ejércitos y de los gobernantes que no oyen las alarmas de los científicos en Ciencias Sociales.

Algo de esto ocurrió con los Carlistas y, ahora, con los separatistas, biznietos de aquellos: “No hubo nunca en España, dice con gran exactitud el General Bermúdez de Castro, ni probablemente en ningún País del mundo un partido con tanta fe en sus destinos, tanta abnegación, tanto valor militar y tanta constancia en los sufrimientos”.

Hace falta decir que no es un elogio para el soldado español el calificativo de romántico. Y no es tampoco de la herencia de los Carlistas de la que España puede esperar otra cosa que deslealtades; un romántico en su “Gremio del cristianismo» como Chateaubriand, sin embargo, supo verlo claramente: “La España, decía, separada de las demás naciones,  presenta a la Historia un carácter más original; la especie de estacionamiento de costumbres en que reposa, le será útil algún día; y cuando los pueblos europeos estén gastados por la corrupción, ella sola podrá reaparecer con brillo en la escena del mundo, porque el fondo de sus costumbres habrá seguido subsistiendo en ella”.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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