Critica a las democracias modernas: Teoría de Asch

En este artículo se presenta una crítica al concepto de representación en las democracias modernas, basada principalmente en la degeneración del principio, por un lado, debido a la llamada “tiranía de las mayorías”, y por otro, debido a la siempre presente “tiranía de los intereses privados”.

La propuesta es, finalmente, observar la dinámica del día a día en el ejercicio ciudadano. Y cómo ésta se articula con las instituciones de gobierno y la esfera privada, fundamentalmente por el impacto innegable que supone al re-encantamiento de la política y la democracia.

Desde 1974 ha crecido el número de países regidos por regímenes democráticos en el mundo occidental. Después del derrocamiento de Salazar en Portugal, que enarbolaba la defensa de la soberanía popular y el derecho de cada pueblo sobre su propio destino, la democracia se ha vuelto el objetivo político perseguido por excelencia en el mundo entero.

Así, la democracia se ha consolidado a sí misma como la mejor forma de gobierno posible. Sin embargo, vivimos inmersos en regímenes democráticos que han asumido la democracia representativa como la forma más viable para su ejercicio, pero ¿es la forma más democrática de democracia a la que podemos aspirar?

La democracia representativa forma parte de la búsqueda política por fórmulas de organización capaces de defender la libertad humana. Como ha sido argumentado por Dahl (1998), la democracia ha sido instrumentalmente concebida para la defensa de la libertad en tres sentidos: 1) porque demanda la defensa de los derechos de expresión, 2) porque maximiza las oportunidades y alternativas que la gente tiene para establecer las reglas de juego bajo las cuales se regirán y 3) porque hace posible, bajo condiciones normativas, el autogobierno.

Sin embargo, la democracia representativa y la libertad humana no van estrictamente de la mano como demostró Asch en laboratorio. Si nos remontamos a sus orígenes, la palabra representación se refiere a la forma en que el sentido es social- mente construido y reconstruido. Re-presentar es hacer visible algo que ya existe entre nosotros, pero que permanece oculto en la opacidad de nuestra vida cotidiana. Aquello que debe ser representado es un cuerpo que no puede exponerse por sí mismo pero que, sin embargo, es quien da sentido y legitimidad a su representante. Siguiendo esta lógica, es posible que el principio de representación devenga un principio excluyente a nivel político y, por lo tanto, un obstáculo más que un facilitador para el ejercicio de la libertad, la manutención del orden, la inclusión e integración social.

Para la teoría política, el concepto de representación está ligado, desde Hobbes, con la necesidad de controlar y estabilizar los desórdenes naturales producidos por la lucha de los intereses privados. Se trata de un concepto vinculado a la tradición democrática en cuanto ha sido el mecanismo político a través del cual los procesos de lucha por derechos civiles, políticos y sociales fueron cristalizando.

La cuestión es que, para lograr tales efectos, la ilusión del liberalismo descansaba en la existencia de algo parecido a una clase política capaz de controlar el caos producido por la confluencia de voluntades individuales a través de la programación, desarrollo y obediencia respecto de la organización política sin ejercer coerción. El problema es que esta ilusión genera la concentración del reconocimiento social sólo en los representantes, en paulatino desmedro de los representados, transformándolos en una masa que ha de ser dirigida, en lugar de ser actores o agentes de su propio desarrollo político y social.

Estamos de acuerdo en que la expresión y reconocimiento de las voces plurales que existen en la sociedad ha de ser materializada a través del gobierno, tal como propugnaba J.S. Mill. Sin embargo, el argumento liberal reduce la solución del problema de la complejidad social (la imposibilidad de expresar toda la pluralidad de voces existentes en la sociedad en la arena política) a la habilidad que detenten los miembros más educados y cultivados de la sociedad para expresar los intereses del pueblo (Held, 1997) . El problema es que si no existe una habilitación para que los ciudadanos hablen con su propia voz, ¿cómo es posible que se reconozca a los diferente miembros que componen el cuerpo de ciudadanos?, ¿son suficientes los mecanismos de democracia electiva para prevenir distorsiones en los procesos de representación?, ¿qué procedimiento –considerando las condiciones que afectan la competencia electoral- permitirían garantizar la representación de la pluralidad de ciudadanos?

La solución conocida hasta ahora viene dada por el ejercicio de gobiernos democrático-representativos, como forma derivativa de la voluntad general, que pretender ser absolutamente incluyente bajo la filosofía de ser gobiernos por y para el pueblo. El argumento está basado en la defensa de la norma diseñada y las instituciones dirigidas por aquellos que están más capacitados con el fin de alcanzar el bien común. El objetivo del contrato social es fundar un estado civil que garantice el desarrollo de la libertad en términos de la expresión de todos los intereses individuales manifestados a través de la voluntad general.

Así, siguiendo la tradición rousseauniana, toda sociedad es una entidad artificial dirigida por un cuerpo político, producido por el ejercicio de la razón ilustrada, para satisfacer de la mejor manera posible las necesidades de los individuos. La voluntad general es mucho más que la voz de la mayoría; de hecho, se vuelve mayoría cuando es la expresión racional de las voluntades individuales, es decir “la voluntad general está constituida por lo general, que es la parte racional de la voluntad de cada individuo. Por lo tanto, obedecer a la voluntad general es obedecer a la propia racionalidad” (Fine, 1994). Por esto, el contrato social está basado, por un lado, en la expresión auténtica del ser y, por otro, en la obediencia a la ley general. Es precisamente el balance entre estas dos fuerzas, la particular y la general, lo que proporciona el marco social para el ejercicio de la libertad.

En este sentido, Durkheim sostiene que dado que este cuerpo ha de ser fundado por algo que trascienda los individuos, esto significa que el individuo y la comunidad misma están protegidos por un deber y unas leyes morales. Ahora bien, desde Kant, el uso de la razón ha sido detentado por aquellos que se rigen por principios morales al jugar un rol en la vida pública y crear, de esta forma, un espacio de absoluta libertad.

Sin embargo, el poder liberador que la tradición liberal le otorga a la razón se basa en su defensa como principio formal, bajo el auto-impuesto valor de ser responsables de sus propios actos y, por tanto, libres. Considerando este principio, las democracias representativas modernas descansan sobre la norma de respeto a los derechos individuales y a los procedimientos jurídicos, más que sobre la posibilidad de crear mecanismos efectivos de autogobierno y ejercicio de virtudes cívicas. De esta forma, la existencia de una comunidad autodeterminada de sujetos se remite a la existencia de principios formales de la aplicación de procedimientos, manteniendo restringida la participación política y el reconocimiento producido en la esfera pública a unos pocos elegidos.

Ahora bien, la sujeción de la libertad individual a la voluntad general es racional si y sólo si se obtiene alguna ventaja de ella. Para la sociedad, el proceso mediante el cual se fueron conquistando los derechos civiles, políticos y sociales ha sido la manifestación de la consecución de estas ventajas. Asumiendo que “una sociedad es organizada como un cuerpo, [donde] cada parte depende del todo y viceversa” (Durkheim) , la participación política y la división del trabajo social ha sido articulada, definiendo los roles que orientan los procesos de reconocimiento e identificación para los distintos segmentos de la sociedad.

El Estado, siguiendo a Rousseau, provee de la esfera necesaria para el ejercicio de la participación de la gente considerada como cuerpo político. Es el espacio donde confluyen todos los ciudadanos a través de un proceso de deliberación racional. Bajo esta perspectiva Habermas ha desarrollado sus ideas de la deliberación política autónoma, basada en procesos de libre comunicación (bajo el ejercicio de una racionalidad comunicativa) que dan legitimidad al Estado soberano y su división de poderes. El sistema político y la forma que éste tiene de articularse es proyectado a través de la racionalidad comunicativa y cristalizado en arreglos institucionales, basados en el concepto de soberanía popular. La función del Estado es garantizar las necesarias condiciones para la discusión pero, también, proteger e incluir las opiniones y voluntades de cada uno (expresadas a través de cada uno de los diferentes poderes del es- tado), sustentadas por la libre e igualitaria interacción entre los ciudadanos, con el fin de alcanzar un entendimiento social mutuo (Habermas) .

El problema es que bajo estas concepciones inclusivas del Estado, y reduciendo la capacidad de actuar-reconocer y ser reconocido al ejercicio de la deliberación, es que se puede terminar en el apoyo a intereses clientelistas de aquellos que poseen más habilidades comunicativas que otros, o en el aislamiento y homogenización de los ciudadanos como si fuesen masa estática, aunque racional. Es precisamente de reconocimiento social de lo que estamos carentes, lo que se traduce en el riesgo de renunciar a la propia libertad, renunciando a parte de nuestra humanidad y a nuestra identidad como seres políticos.

Las democracias, basadas en el principio de representación, tienden a ocultar la natural tendencia humana a la diferenciación y la necesidad de reconocimiento. De hecho, “cuando la representación se vuelve un substituto directo de la democracia, los ciudadanos pueden ejercer su poder de agencia política sólo durante el día de elecciones, razón por la que sus capacidades para la deliberación e implicación política se ven correspondientemente menguadas” (Passerin en Mouffes 1992). El espacio común se diluye. La diversidad, que se ha convertido en una de las características centrales de las sociedades contemporáneas, se transforma en un problema que puede ser resuelto a nivel de organización aduciendo a la defensa de la voluntad de las mayorías o reduciendo la acción social al espectáculo brindado por líderes de opinión que espectacularizan la política, muchas veces en función de los réditos que reporten para sus intereses oligárquico-individuales. El riesgo es la banalización de las identidades colectivas, la precarización del sentido de pertenencia, la agudización de las inequidades estructurales (en la distribución de poder y de los recursos). En consecuencia, la ausencia de un horizonte común bajo el cual desarrollar una sociedad distinta donde realizar –materialmente- los ideales propugnados por el liberalismo del siglo XVIII.

Como hemos dicho, las democracias representativas son el mecanismo a través del cual la voluntad general de la gente es materializada y es canalizada a través de la conformación de una estructura de gobierno, de acuerdo a procedimientos basados en una libre y competitiva carrera electoral que culmina con elecciones periódicas. Bajo la perspectiva liberal, los gobiernos democrático-representativos han sido desarrollados como una forma de restringir temporalmente el poder de las mayorías para proteger las libertades individuales.

Así, pese a sus definiciones procedimentales, “los gobiernos representativos se han vuelto gobiernos oligárquicos… aunque no en el sentido clásico de regir para la minoría en interés de ella misma, sino, al menos en lo que hoy llamamos democracia, es una forma de gobierno donde unos pocos rigen, supuestamente, en interés de la mayoría” (Arendt) . Si los ciudadanos, la gente, no tienen espacio para actuar diariamente en público donde sean legitimados y escuchados, el status de ciudadanos se reduce al mero acto de votar, volviendo toda forma de articulación y toma de decisiones política un concepto ideológico y abstracto.

Representación y libertad fundan así un nudo irreconciliable que nos envuelve en una paradoja: en pos del bien común y de la igualdad, la voluntad general depositada en las urnas, puede asumir una forma totalitaria respecto de las voces disonantes o diferencias existentes en la sociedad. Al masificar sólo en el mecanismo, la habilidad política de la gente se reduce a su mínima expresión, volviendo a los ciudadanos masa en vez de actores.

La llamada “tiranía de las mayorías” descansa en la aparente existencia del bien común como código normativo, aun cuando esto signifique el ejercicio de despóticos regímenes totalitarios. Como ha sido afirmado por Cohen (1996), parece ser que hasta ahora el ofrecer una igualdad formal-legal y sentimiento de pertenencia como fundamento del bien común se ha producido al costo de una homogeneización social y renuncia a la propia particularidad. En este sentido, la creencia en la voluntad general expresada a través de la representación es ilusoria. La voluntad de la gente se reduce a un momento específico del tiempo, manifestada sólo en una decisión como expresión ciudadana de virtud racional. La voluntad popular unificada puede ser realizada sólo con el costo de enmascarar o suprimir la heterogeneidad de la voluntad individual.

De esta forma, el obstáculo al imperativo de emancipación es el mantenimiento de una distancia formal/vacía entre la élite (intelectual y política) y la masa, destruyendo el campo de lo público, evitando cualquier posibilidad de acción en un horizonte de libertad y proyecto colectivo. Así se confunde el bien común con la homogeneización de mecanismos, aun cuando éste se opone en sí mismo, a ser el resultado de la suma de intereses individuales, pues es más bien la articulación de la sociedad en torno a un bien universal.

Por otro lado, los regímenes democráticos han sido regímenes gobernados por selectas minorías -y por tanto sujetos al riesgo ante la “tiranía de los intereses privados”- que, en nombre de la suma de minorías existentes, han articulado un orden social sin hacer referencia a un proyecto colectivo. Esta alineación puede interpretarse como la enajenación del sujeto respecto de su comunidad y la sociedad. En este sentido, la esfera política moderna se desarrolla bajo el movimiento dialéctico de la esfera privada sobre sí misma, reduciendo la política a las relaciones y redes establecidas por los grupos de poder, con su consecuente desvinculación de la vida cotidiana. La privatización de la política nos conducirá inevitablemente a un estado donde hombres y mujeres son incapaces de reflejarse a sí mismos en lo colectivo y, por tanto, pierden la capacidad de reconocer a los otros (y por ende de ser reconocidos). En resumen, se vive en una especie de “moderno estado de naturaleza” que, en las actuales sociedades, trae como consecuencia sentimientos de pérdida de sentido, soledad y enajenación.

En un contexto de individualismo generalizado la política se reduce a una esfera de procedimientos tecnocráticos que se vuelca sobre un cuerpo de ciudadanos aparentemente indiferente. El aparato gubernamental, regido por principios de re- presentación, asume una forma naturalizada que puede fácilmente desembocar en una petrificada estructura política y social. Enfrentamos el desencantamiento del hombre por el hombre. La responsabilidad histórica desaparece. La habilidad de crear es definida por y a través de la expertise de unos pocos. La sociedad se vuelve una sociedad de marginados.

“Una sociedad de masas no sólo destruye el campo de lo público, sino también sobre el privado, de-privando a los hombres no sólo de su lugar en el mundo sino también de su hogar, donde ellos alguna vez se sintieron protegidos, y donde, a cualquier nivel, aquellos excluidos podían encontrar un abrigo substitutivo” (Arendt, 1998). Además, para ejercerse, la libertad necesita ser más que un proceso de deliberación racional o procedimiento formal. Es decir, la libertad necesita de la compañía de hombres y mujeres que se encuentren en el mismo estado y compartan un espacio público común. En otras palabras, un mundo políticamente organizado al que cada uno pueda pertenecer libremente y ser reconocido a través de la palabra y de sus actos. La finalidad del gobierno, como agente de representatividad política, ha de ser garantizar las condiciones para que la gente pueda ejercer su soberanía y usar las libertades para hacer efectiva su capacidad de actuar y ser parte del proceso, a través del cual, se producen sus estructuras y desarrolla su sociedad.

De esta forma, enfrentados al problema de la atomización en el mundo político, normado por leyes abstractas e indiferentes, deberíamos cambiar la pregunta original sobre quién representará a quién. El problema no es ya quién representará la voluntad del pueblo, pues poco importa, si de lo que se trata es de buscar una fórmula en que el sistema permita consolidar un espacio público de iguales, sin ignorar a aquellos que permanecen en sus márgenes, ya sea por razones estructurales o por libre voluntad. Las acciones privadas (que implican elecciones y responsabilidades individuales) están conectadas con el campo de lo público como si se tratase de un juego de roles. Las identidades públicas y privadas existen en un estado de permanente tensión que no puede ser reconciliado; no obstante, no pueden existir la una sin la otra. Ningún Estado puede sobrevivir por largo tiempo si está alienado de su sociedad civil, como campo donde las identidades privadas y colectivas cobran forma y se dan a reconocer unas a otras.

La ciudadanía, en un contexto de democracia radical, no puede ser solamente justificada como el ejercicio público de determinados derechos o la defensa de determinados intereses. La ciudadanía ha de suponer la consideración de cada hombre y mujer como parte constitutiva de la sociedad y sujetos activos de su desarrollo pues no es sólo la participación en la esfera pública discursiva o el apropiado ejercicio de la razón (instrumental o comunicativa) lo que hace a los hombres iguales y libres, sino el hecho de que “es la humanidad, no el hombre, quien vive en la tierra y habita el mundo”.(Arendt, 1998).

Enrique Area Sacristán

Teniente Coronel de Infantería

Doctor por la Universidad de Salamanca

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