Las Comisiones de la Verdad.

Una de las tantas frases apócrifas atribuidas a Jorge Luis Borges y de la cual no se puede aportar pruebas de paternidad, quiere que el célebre escritor haya dicho: “En América Latina no hay necesidad de literatura de horror. Bastan los informes de las Comisiones de Derechos Humanos”. Aunque nos acose la fuerte duda de que Borges, (polémico por sus posturas políticas conservadoras; su importancia continúa siendo causa de debate, particularmente por la posibilidad de que estas le hayan impedido obtener el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años), haya tenido esas preocupaciones, no dudo de la brillantez de la frase. Los informes de las Comisiones de la Verdad en aquellos países hispanoamericanos en donde se aplicó la represión como respuesta a la rebelión armada dejan sin palabras. Creo que casi todos hemos tenido la misma experiencia: una lectura de corrido de esos informes resulta imposible. La maldad de unos hombres contra otros nos deja sin aliento. Nuestro pobre y limitado conocimiento necesita un descanso ante el espanto que nos producen los torturadores, los secuestradores, los asesinos, y más aún, aquellos que organizaron en frío esos oprobios y dieron la orden de que se ejecutaran, desde más de una capital en América. Ante los intelectuales que los ayudaron, sostuvieron y justificaron. Sobre todo, ante la perplejidad que nos produce que todos ellos no son seres especiales venidos de otra parte, sino gente como nosotros, nuestros compatriotas, nuestros vecinos. Y esa perplejidad se puede trasladar a los movimientos que tienen su origen y naturaleza en España en el carlismo, fuente de violencia que dura ya casi dos siglos, en sus diversas vertientes a uno y otro lado del espectro político-ideológico, cuyo culmen del terror ha sido el MLNV y ETA que no es otra cosa que carlismo intoxicado de ideólogos de izquierda, comunistas y, como afirmó el célebre Sagarminaga Epalza, curas y mujeres como valedores e instigadores del movimiento, nacido en un monasterio y en el jesuitismo de muchos dirigentes nacionalistas conservadores del PNV; el asqueroso objetivo de crear un Gibraltar Vaticanista según el dirigente, muy conocido de la II República, de las filas socialistas, Indalecio Prieto.

Que la literatura, como acto de conciencia, no sea indiferente a la violación de los derechos humanos, o, dicho con más modestia, a su cumplimiento, es cosa sabida. Invocar, por ejemplo, la gran popularidad de Víctor Hugo, que permitió a posteriores generaciones de escritores una reflexión sobre la implicación y el compromiso de los escritores en la vida política y social, no desdeñando el papel político de su oficio; o recordar que incluso el exquisito Rubén Darío alza la voz en contra del imperialismo en un poema cardinal de la literatura hispanoamericana; evocar la severa intervención de Emilio Zola en el affaire Dreyfus; todos estos ejemplos pueden parecer ociosos y obvios. O quizá no. Quizá no sea tan evidente, sobre todo para nuevas generaciones que confunden el engagement parisino, de café Flora y boulevard, con el recio compromiso de muchos poetas y narradores. Lo que para unos fue moda, ahora aborrecida, para otros fue vida y también fue muerte. En nuestras mentes colonizadas, resulta más importante la polémica Camus/Sartre, (fueron buenos amigos, pero una polémica intelectual y política destrozó su amistad para siempre. En los años oscuros de la Segunda Guerra Mundial, Camus luchó contra los alemanes a través de Combat, un periódico clandestino que llegó a tirar doscientos cincuenta mil ejemplares. Sartre, en cambio, publicó algún artículo en prensa dirigida por colaboracionistas. Tampoco dudó en estrenar una pieza en territorio ocupado, en un teatro que había dejado de llamarse Sarah Bernhardt por los orígenes judíos de esta gran diva de la escena. Desde entonces, uno se posiciona a favor de Albert Camus o de Jean-Paul Sartre), que la más tardía entre Collazos y Cortázar, (polémica ideológica y teórica, tal vez, pero de no menor repercusión literaria, fue la que mantuvo Julio Cortázar con el escritor colombiano Oscar Collazos, por entonces joven novelista y ensayista de 26 años, director del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas, Cuba), o las tajantes opiniones de Vargas Llosa sobre José María Arguedas, (Vargas Llosa ha llegado a decir que entre sus autores favoritos no figuran peruanos, con una excepción, José María Arguedas. El libro “Los cuadernos de don Rigoberto”, editado por Fondo de Cultura Económica, es la prueba de esa admiración). Sin embargo, ambos creadores representan dos polos opuestos, son los emblemas de un Perú rural, indígena y montañoso frente a un Perú de las ciudades, la costa y el mestizaje; indigenistas hoy representados en los Parlamentos de varias naciones que niegan el legado de España  al nuevo mundo, focalizándolo para justificar y encubrir sus desmanes con quienes dicen defender: sus pueblos.

Tedioso oficio el de recordar que cuatro son las necesidades que un estado debería garantizar a sus ciudadanos: techo, alimento, salud, educación. Pero, para qué sutilezas: el principal, el derecho a la vida, fue ignorado por clases dirigentes dedicadas a la prolongación del propio poder en vascongadas y ahora en Cataluña. En los albores del siglo XXI, el gobierno no trata de subsanar ese profundo vacío cívico. ¿Cuál es el papel de los intelectuales, de los estudiosos, de los académicos, ante ese reto?

¿La literatura tiene que ver con los derechos humanos? Puedo, con modestia y prudencia, afirmar que la literatura, una de las artes más influyentes tiene que ver con la conciencia de quien la produce. Y esa conciencia es un prisma, en donde caben indispensablemente la conciencia estética, la conciencia de lo humano, la conciencia del saber, y la conciencia de los otros. Por eso, me atrevo a afirmar, sin querer imponer mi pensamiento a nadie, que las contraposiciones entre estética y política son absurdas. Para un escritor, por apolítico que se proclame, es natural el discurrir de la una a la otra. Y su preocupación por el otro es conciencia también de su propia estética. Y su búsqueda del otro es necesariamente estética. No podemos recibir la condena moral de Sabino Arana, que apostrofó de “maquetos” a los que renegaban de su origen vizcaíno.

La relación entre literatura y derechos humanos tiene que ver con la estética, desde el momento que los escritores han buscado una forma para tratar el tema, no tanto del “otro”, sino del “nosotros”. El tema de la dictadura fue una deliberada elección de muchos escritores, no solamente por los contenidos, que eran suculentos, sino también en la búsqueda de una forma innovadora para esos contenidos.

Porque la literatura es un acto de conciencia y según la valentía con que el escritor enfrente a esa conciencia así será el resultado estético. Según la valentía con que el escritor dialogue con su conciencia, así será la forma con que emergerá el tiempo en que ha vivido. Según la valentía con que el escritor modele su conciencia, así hablará de nosotros y nosotros nos veremos en ese espejo. Parece que vivimos, sino una «cobardía de autor», una falta de valentía en la literatura que dificulta, sino imposibilita, una auténtica reconciliación entre dos facciones que se excluyen por incompatibles y que tienen sus propias conciencias que los justifican políticamente. Estas deberán enfrentarse tarde o temprano a «las Comisiones de la Verdad».

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