Por qué abomino de la ciudad de Madrid

En la distancia, Madrid se perfila como una ciudad efervescente, llena de vida y futuro. La primera sensación que experimenté al arribar a ella como adulto, fue desolación, a causa de la omnipresencia de masas agotadas y hastiadas. No observo humanidad, sólo despersonalización y desarraigo. Percibo mi psique deteriorada y mi sensibilidad pisoteada cada vez que visito esa villa.

Mire donde mire, encuentro plástico y cemento, y me es difícil hallar una mesa en un restaurante o una estantería en una oficina, que tengan una obsolescencia programada superior a meses. No espero artesanía, sin embargo, ¿es necesaria la masificación en cada rincón de la vida, la pérdida de carácter propio, de identidad?

La globalización se desarrolló aparentemente con el fin de acercar aspectos positivos de una cultura a otra, no para arrinconar una civilización sólo porque no resulta suficientemente comercial. La globalización cuenta entre sus efectos diarios el triturar una de las lenguas más ricas del planeta (el español), reducir y simplificar alarmantemente el vocabulario diario de los habitantes (y con ello su pensamiento): actualmente en España y sobretodo en la capital, es inusual encontrar un escaparate, especialmente si está orientado a un público joven, en el que se anuncien rebajas utilizando la palabra española. En las empresas, máxime si son S.A., tu jefe ya no es tu jefe, estás obligado a utilizar un término extranjero porque es vital resultar modernito: team leader. Y los viernes después de comer toca jugar al corro de la patata con los demás empleados, porque según un gurú de internet al que besan las botas los de Recursos Humanos, ello favorece el acercamiento emocional-afectivo de sus súbditos, logra que se sientan una familia, que olviden que están donde están por dinero. Al tiempo, el término familia se encuentra prácticamente proscrito para referirse a las auténticas familias, que se han convertido en miembros convivientes.

El siglo XXI ha logrado que la única opción económicamente viable para miles de personas, sea tener 40 años y continuar compartiendo piso como un posadolescente, en lugar de convertir una casa en hogar y construir una familia, ese elemento que nos edifica, nos fortalece, y genera cohesión social. Resulta más lucrativo para la cúspide del poder mundial (el Francisco Franco del siglo XXI) aislarnos y enjaularnos, mientras en la pantalla procuran convencernos de la evolución extraordinaria que hemos alcanzado respecto de nuestros abuelos, esos pobres campesinos crédulos que no saben de tecnología ni lo que significa cool.

En España, Madrid es el epítome de la mentalidad de usar y tirar, la ausencia de valoración de ideas, personas y cosas. Nada importa, sólo engullir vorazmente y vomitar, arrasar el planeta y la cartera, porque ahorrar, y comprar con austeridad y esforzándose para que un artículo perdure, es propio de ancianos.

Contemplo en Madrid una velocidad enfermiza, se vive para poner a prueba la equiparación humana con los caballos de un motor, hasta que la cadena se sale o la máquina empieza a oler a chamusquina, hasta que el ser humano sufre depresión, un amago de infarto o cáncer. Obligamos a las personas a embozarse, oficialmente para que no “maten” a otras, pero no tomamos medidas igualmente drásticas para evitar otras enfermedades y muertes. Parece que no importa tanto la falta de salud, como que el motivo de la misma sea validado moralmente por el NOM.

No encuentro en Madrid cultura, esos elementos enraizados que configuran una sociedad: un pasado que une y valores que cohesionan y orientan el futuro. Sólo tropiezo con carteles y vallas publicitarias protagonizadas por individuos invariablemente jóvenes, deformados hasta lo humanoide por efecto de los filtros, con dientes blanqueados y sonrisas histriónicas a punto de rasgar los músculos faciales, una publicidad que ofrece falsa felicidad y superficialidad exterminadora: pura vacuidad moral. Mientras, la mujer que me alimenta en el restaurante es de mediana edad, luce ojeras, no levanta los ojos de los zapatos, parece llevar años viviendo con el piloto automático encendido, y exteriormente uno diría que todo a lo que aspira en la vida es a disfrutar de unos minutos de silencio y que un día de cada siete pueda dormir ocho horas.

La publicidad, que es antónimo de raíces, durabilidad y honestidad, conforma un planeta alienígena, y nos acecha como el diablo para embaucarnos, con el objeto de que sacrifiquemos nuestras horas, salud y cartera en pretender semejarnos a lo que nunca alcanzaremos, lo cual es la receta perfecta para la insatisfacción vital, la falta de autoestima y la amargura.

Otro rasgo característico de Madrid es el ruido elevado y permanente, lo cual maltrata el sistema nervioso e imposibilita el sueño nocturno en suficiente cantidad y calidad. Ambos hechos empujan a la depresión, la irritabilidad, la agresividad, y la disminución de la calidad y eficiencia en cualquier actividad que se realice.

Las consecuencias de la sobrepoblación que aqueja esa metrópoli, son el hacinamiento, la contaminación y los precios exorbitantes y abusivos: con el fin de alquilar una habitación y cohabitar con otras cuatro personas, desconocidas y que varían cada pocos meses, uno ha de trabajar hasta el límite de su resistencia mental y física y encerrarse de una a dos horas diarias en un autobús o metro, abarrotado, sucio y maloliente. Qué calidad de vida se respira en Madrid…

Otros rasgos propios de los tiempos que vivimos, agravados en esa localidad, son la soberbia, la agresividad y la falta de educación: los modales incluyen la añeja costumbre de mirar a los ojos a tu interlocutor, ofrecer en alguna ocasión una sonrisa cálida, los buenos días, las gracias, y pedir perdón con tono sentido y mirando a los ojos cuando empujas a un viandante.

En esa villa es aún más inaudito que en otras el trato de usted, porque hoy todos somos colegas. Recuerdo cuando en época de Alatriste utilizar el voseo en lugar de vuestra merced suponía batirse al amanecer para resolver el daño causado al honor. Resulta injurioso (aunque el fenómeno se haya normalizado) que señores educados, amables y humildes, para colmo eruditos, como son por ejemplo don Carlos Blanco Pérez (ingresó en la universidad tres años antes de lo corriente, estudió simultáneamente Química y Filosofía, y hoy cuenta con dos doctorados) y don Luis Alberto de Cuenca y Prado (director de la Biblioteca Nacional de España, Premio Nacional de Poesía y miembro de la Real Academia de la Lengua Española), en varias ocasiones de la vida cotidiana seguramente hayan soportado que pintamonas sin cimientos morales o intelectuales, les espeten: “oye, tú, déjame pasar”.

En Madrid distingo varios grupos de personas: los inmigrantes, de número tan conspicuo que uno cree encontrarse en Miami. Siempre me pregunto qué motivos existen para contratar una plantilla de trabajadores mayoritariamente extranjera, como ocurre en la hostelería. ¿Los españoles rechazan ese sector laboral por considerarlo indigno? ¿Los contratos son tan abusivos que sólo un inmigrante estaría dispuesto a firmarlo, porque la alternativa es regresar a su país subdesarrollado? ¿Son los latinoamericanos más amables y serviciales con el cliente que los españoles?

Otro grupo que encuentro en esa ciudad maldita, es el que denomino escaparate de Zara, la masa de mujeres de entre 12 y 45 años vestidas como clones, siguiendo la colección de turno de dicha marca. El metro de la ciudad es un muestrario de la completa falta de calidad en la ropa actualmente, de la forma en que ya no existe el atavío, sólo trapos de poliéster barato y viscosa, diseños para los que no se ha utilizado la creatividad durante más de cinco segundos (nunca hay tiempo para la calidad, el auténtico progreso), y tejidos que pierden la forma y la coloración tras pocas semanas de lavados.

En el metro uno contempla de forma concentrada un fenómeno presente en toda España: la masa de harapientos (de diversa capacidad económica), seres invariablemente medio desnudos, en pijama o chándal. Su cercanía resulta desmoralizadora y una forma de primitivismo, involucionamos hacia el homínido con taparrabos. Semejante abandono de las formas y chabacanería no alienta la disciplina, el rigor y la seriedad, sino arrastrar la chancla y acercarse aún más hacia el reguetón y el compadreo.

Existe asimismo en Madrid una aglomeración de chulapos, que son pueblerinos que piensan que por sentar las nalgas en una ciudad en lugar de en otra y conocer contenido de pantallas, son superiores al resto de la raza humana: siempre circulan con la barbilla dos centímetros excesivamente levantada, sólo ofrecen los buenos días si el otro lo hace primero, utilizan indefectiblemente un tono sabelotodo y engreído, y entran en tu casa y ni saludan, porque eso queda para provincianos. Con languidez cruzan tu puerta, como quien, en extenuante esfuerzo, decide hacerte el honor de su presencia, para enseñarte lo que es un señorito de ciudad. Siempre serán aldeanos zafios, no importa el dispositivo al que su mano viva anexionada, su perpetua altanería, o su desprecio hacia todo lo que no haya nacido en el siglo XXI.  

Qué extraordinaria es Madrid, lugar de vigor, calidad de vida, expectativas de futuro y avance. Ojalá el mayor número posible de jóvenes se traslade a ella, para participar de la explotación laboral, hacinarse como el ganado, desarrollar problemas respiratorios debido a la contaminación letal, y practicar el agotamiento y el arrastre como rutina. Mientras, la inmensa y potencialmente fértil España, se vacía.

Cuando me veo obligada a transitar por esa urbe unas horas o días, con el fin de no ser pulverizada en mi ánimo y salud procuro acercarme a lugares como el Barrio de las Letras, donde se encuentran los vestigios de lo más granado de la literatura española,  definición de cultura y ejemplo de tesoro y mérito, el lugar donde habitaron mentes y personas colosales. Ellos sí son genios y expertos. También visito gloriosas bibliotecas, librerías antiguas y militares, el Palacio Real, el museo de Ciencias Naturales, la sede central de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia), el Instituto Gutiérrez Mellado, y el centro Sefarad-Israel.

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