¿Matarías al gordo?

Todo depende de ti. Tienes que decidir y, no importa cuál opción elijas, las consecuencias son fatales. ¿Matarías a un ser humano para salvar a otros cinco?

Esa es la tremenda pregunta que te hace uno de los experimentos mentales más famosos de la historia.

El dilema del tranvía es uno de apenas un puñado de experimentos mentales que, como el del gato simultáneamente vivo y muerto de Schrödinger y el dilema del prisionero, se ha escapado de la esfera filosófica para filtrarse en otras disciplinas y hasta en la cultura popular.

Pero, a diferencia de otros, este no te invita solamente a pensar: te pide que participes activamente.

Es por eso que se convirtió en una poderosa herramienta para revelar aspectos fascinantes sobre nuestros conceptos morales, cautivando a mentes brillantes, desde filósofos y psicólogos hasta neurocientíficos e ingenieros.

El ejercicio de imaginar situaciones en las que ninguna opción es buena para explorar cuál sería la mejor y reflexionar sobre ello es de larguísima data.

En la cultura occidental, hay quienes citan como antecesor un dilema clásico registrado en el Talmud -la obra que recoge discusiones rabínicas escrita entre ~30 a.C y ~500 d.C.- en el que dos personas están perdidas en el desierto con agua suficiente para mantener solo a una viva hasta llegar a un pueblo. Pero podrían compartirla, arriesgando ambas vidas, con la esperanza de encontrar más antes.

Otros apuntan a aquellos que batallaron con la noción de la guerra justa, como los teólogos san Agustín de Hipona (354-430 d.C) y Tomás de Aquino (1225-1275).

Pero la versión moderna del dilema del tranvía se la debemos a la «gran dama de la filosofía» Philippa Foot, quien lo concibió en una discusión sobre el aborto.

En el artículo «El problema del aborto y el principio de doble efecto» (Oxford Review, 1967), la filósofa británica imagina varios escenarios paralelos como «una manera de arrojar luz sobre el asunto del aborto».

Uno de esos escenarios quizás lo has visto en películas de guerra: aquella situación en la que un piloto, a sabiendas de que está a punto de estrellarse, trata de volar hacia el área menos poblada.

Pero Foot lo baja a tierra: «Para hacer el paralelo lo más cercano posible, es mejor suponer que se trata de un conductor de un tranvía desbocado que solo puede maniobrar de una vía estrecha a otra«.

«Cinco hombres están trabajando en una vía y un hombre en la otra; quien esté en la vía en la que él entre morirá».

Si tú estás conduciendo, ¿por cuál vía te vas?

Si pensaste que la decisión que debe tomar el conductor es obvia, que la muerte de un ser humano es mejor que la de cinco, eres cualquier cosa menos raro: una vasta mayoría de la gente está de acuerdo contigo.

Pero no podemos olvidar que hay una minoría que no opina igual y sus razones nos sirven para reflexionar. Y ese es precisamente el objetivo de un experimento mental.

Hay quienes no están de acuerdo con el sencillo cálculo de que salvar 5 vidas siempre es mejor que salvar 1; señalan, por ejemplo, que la gente tiene el derecho de no ser asesinada y no podemos disponer de la vida de alguien por el bien común.

Foot misma nos lleva a dudar de nuestra decisión pidiéndonos que supongamos que la vida de los seis individuos está en riesgo no por un tranvía sino por una enfermedad.

Supón que eres médico y estás a punto de salvarle la vida a un paciente dándole una dosis masiva de una medicina escasa. En ese momento llegan otros 5 pacientes, y cada uno de ellos necesita solo el 20% de esa dosis para sobrevivir.

«Nos sentimos obligados a dejar morir a un hombre en lugar de muchos si esa es nuestra única opción», dice la filósofa antes de retarnos.

«¿Por qué entonces no sentimos que es justificado matar una persona en interés de la investigación del cáncer o para obtener, digamos, sus órganos e injertárselos a quienes los necesitan?».

Cuando tú desvías el tren para salvar a las 5 personas, tu intención no es matar a la que está en la otra vía. Si esa persona logra salvarse, sería una maravilla.

Tú no estás sacrificando a una persona para salvar a 5, aunque al final ese sea el resultado e incluso si desde el principio fuera el más probable.

La diferencia es más clara cuando consideras el caso hipotético conjurado en 1985 por la filósofa Judith Jarvis Thomson en respuesta al artículo que Foot había publicado 18 años antes.

El escenario es similar: un tranvía desbocado está por arrollar a 5 personas, solo que en este caso tú no eres el conductor, sino que estás parado en un puente encima de la carrilera y lo único que puedes hacer para salvarlas es empujar a un hombre gordo que está a tu lado.

Su cuerpo es lo suficientemente grande como para parar el tren. El tuyo, no.

Después de que Thomson añadió ese escenario y modificó el original haciendo que no fuera el conductor sino un observador externo quien tiene la posibilidad de desviar el tren moviendo una palanca, «el dilema del tranvía» -un término que ella acuñó- levantó el vuelo de una manera sorprendente.

En los últimos 35 años, otros filósofos han inventado muchos más escenarios ingeniosos y surrealistas con trenes desbocados y personas en peligro, mientras que investigadores reclutan voluntarios para recoger respuestas que luego se analizan con la ilusión de profundizar el conocimiento sobre nuestra manera de ser humanos.

El estudio de este experimento mental es tan popular que le han inventado un nombre: «trolleyology«, algo así como tranviología.

Y mientras muchos están convencidos de que desvela matices útiles sobre el comportamiento humano, otros lo ven como una búsqueda inútil de lo incognoscible.

Uno de los aspectos que hacen al dilema del tranvía tan valioso es el hecho de que los resultados que arroja son tan claros y consistentes.

Así como una vasta mayoría de nosotros optaríamos por desviar el tranvía en la primera opción, alrededor de la misma cantidad no empujaría al hombre gordo para detenerlo.

Estamos hablando de porcentajes que han alcanzado hasta el 90% en ambos casos en decenas de estudios, y sin variaciones importantes entre hombres y mujeres, ricos y pobres, viejos y jóvenes, occidentales y orientales, religiosos y seculares, gente con doctorados y sin calificaciones.

Eso no ocurre muy a menudo.

Pero ¿de qué sirve si no es más que un problema inventado, casi como un juego?

Los experimentos mentales han sido esenciales en el discurso académico desde los antiguos griegos y romanos, pues, como le explicó a la BBC la filósofa Frances Kamm de la Universidad de Harvard, «aíslan los factores que quieres enfocar».

«Si tomas casos de la vida real es difícil examinar y probar cuál factor es crucial. Al idear casos artificiales, los filósofos estamos actuando como un científico en el laboratorio que, para entender el mundo exterior, tiene que averiguar si, por ejemplo, una partícula de polvo hace una diferencia en la fricción, y para hacerlo trata de mantener todo lo demás constante».

Mientras que para los filósofos morales como Kamm el dilema del tranvía es una herramienta útil para explorar qué consideramos bueno y malo, correcto e incorrecto, los psicólogos la usan para entender por qué hacemos una cosa y no otra, por qué pensamos como pensamos.

Imagínate esta desgarradora versión del dilema del tranvía.

¿Qué harías tú?

Estás en medio de la Segunda Guerra Mundial y te estás escondiendo, junto con tu bebé y otros de los nazis. Tu hijo comienza a llorar. Si no lo asfixias y lo matas, los nazis los encontrarán y matarán a todos. ¿Qué harías?

«No podría matar a mi bebé», respondió una estudiante en un programa de la BBC, obviamente contrariada.

«¿Ni siquiera sabiendo que de todas maneras morirá minutos después?«, le preguntaron.

«Sí, sí, pero no de la mano de su madre», confirmó, conmovida, con la cabeza con sus manos.

Los neurocientíficos, por su lado, incorporaron máquinas de imagen por resonancia magnética para vislumbrar lo que sucede en nuestros cerebros cuando se enfrentaban a diferentes escenarios en el dilema del tranvía.

Encontraron que cuando la disyuntiva es si desviar el tren con una palanca se activa nuestra corteza prefrontal, asociada con una deliberación fría y consciente, mientras que la decisión de no empujar al hombre gordo involucra áreas como la amígdala, asociada con una fuerte reactividad emocional.

La guerra

Reflexionar es un lujo que a menudo no se pueden dar los soldados en medio de la batalla. Pero también es un lujo que se tienen que dar.

Hace unos años, el filósofo David Edmonds, trabajando para la BBC, visitó la academia militar West Point en el estado de Nueva York, Estados Unidos, donde los cadetes estudian filosofía y tienen que decidir si desvían el tranvía y si matan al gordo.

Entre sus profesores se cuenta Jeff McMahan, uno de los filósofos morales más respetados, quien defendió vehementemente la relevancia del dilema del tranvía.

Para él, le agrega peso a una distinción moral crucial, consagrada en el derecho internacional, entre matar civiles como un objetivo, y saber que los civiles morirán simplemente como una consecuencia prevista de la acción militar: entre atacar una fábrica de municiones consciente de que habrá, para usar ese eufemismo, daño colateral y apuntar a civiles intencionalmente.

Fuera del aula, un oficial admitió que enseñarles a los cadetes a pensar reflexivamente por sí mismos implicaba un riesgo: el de la insubordinación.

No obstante, dijo, vale la pena, porque los soldados no deben obedecer órdenes injustas, y la filosofía puede ayudarlos a establecer las distinciones necesarias.

Los críticos del dilema del tranvía dicen que es demasiado poco realista para revelar algo importante sobre la moral de la vida real.

Sin embargo, nos pone en una situación similar a las que enfrentan economistas, políticos, militares, cirujanos y demás, ya sea con presupuestos, medidas, bombas o bisturís y esas decisiones, así sean tomadas por un individuo, no se toman solas: la sociedad, nosotros, dictamos cuál es la opción preferible.

Por eso, dejar que se filtre un poco de filosofía en nuestras vidas militares probablemente sea una buena opción que ya han aprendido los Ejércitos de EE.UU a la hora de instruir a sus oficiales y que nosotros hemos olvidado.

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