Violencia vasca, fundamentalismo, ejército y rebeldia (III). Resistencia y rebelión

VIOLENCIA FUNDAMENTALISTA VASCA, EJÉRCITO Y REBELDIA: IDENTIDADES (III). Resistencia y rebelión

BASQUE FUNDAMENTALIST VIOLENCE, THE ARMY AND REBEL: IDENTITIES

Enrique Area Sacristán.

Teniente coronel de Infantería y Doctor por la Universidad de Salamanca

enriquearea@live.com

RESUMEN: Podemos afirmar que el derecho a la resistencia se ha utilizado a través de la historia de la humanidad como un derecho de los pueblos para liberarse de la tiranía y la opresión de quienes ejercen arbitrariamente el poder: “Hace muchos siglos se denomina derecho de resistencia el ejercido por los súbditos para lograr el cese del comportamiento tiránico asumido por autoridades que abusan grave y reiteradamente de sus competencias. Este abuso se identifica con el ultraje hecho a la justicia mediante actos de violencia directa, estructural o cultural de los bienes jurídicos fundamentales -la vida, la integridad, la libertad, la seguridad, etc.- cuya ejecución no han logrado los ciudadanos hacer prevenir y sancionar con el auxilio de instrumentos pacíficos de control y freno del poder. Entre esos instrumentos están el ejercicio de recursos y acciones judiciales, las apelaciones al ministerio público y las campañas de denuncia por la prensa y otros medios de comunicación. Cuando todos los mecanismos de corrección pacífica fracasan, los agredidos por la autoridad tiránica tienen, dadas ciertas condiciones, el derecho inalienable a defenderse con el uso de la fuerza: a entrar en insurrección contra la tiranía».

De esta definición derivamos que el derecho a la resistencia involucra varias formas de exigibilidad y «justiciabilidad» de los derechos y libertades, que pasa por la desobediencia civil y llega hasta el extremo de la rebelión armada cuando las necesidades la imponen. Se puede hablar de tres formas de resistencia: una resistencia pasiva fundamentada en acciones de la no violencia; una resistencia activa que puede ser legal, si emplea mecanismos previstos en el ordenamiento jurídico o insurreccional, si opta por el recurso a la fuerza armada y se manifiesta como un levantamiento.

Para precisar el tema de que se ocupa este escrito, cabe resaltar que: «El derecho a la resistencia insurreccional bien puede ser definido como el derecho inherente de todo ser humano a rechazar el acontecimiento de un gobierno que se ha colocado en la posición del agresor injusto. Así como es legítimo que una persona defienda un derecho propio o ajeno contra la injusta agresión de un particular, y que el Estado rechace todo ataque armado proveniente del exterior, no contraría ni el derecho ni la justicia que los miembros de la comunidad política repelan a quienes, haciendo un uso retorcido de la autoridad, amenazan los bienes jurídicos primordiales de los ciudadanos. El derecho a resistir es el derecho del pueblo a la legítima defensa». «Por pertenecer al ámbito de la defensa legítima, el ejercicio del derecho de resistencia tiene los mismos requisitos que exige el de la defensa privada: necesidad de amparar derechos ciertos e indiscutibles, inexistencia de otro medio idóneo para evitar o repeler el ataque, injusticia de la agresión, actualidad o inminencia del peligro y, por último, proporcionalidad entre la respuesta y la ofensa. La acción de un pueblo que se levanta contra la tiranía participa esencialmente de los caracteres de la otrora llamada guerra defensiva».

PALABRAS CLAVE: Violencia, fundamentalismo vasco, ejército, rebeldía, identidad

ABSTRACT: We can affirm that the right to resistance has been used throughout the history of humanity as a right of the peoples to free themselves from the tyranny and oppression of those who exercise power arbitrarily: «Many centuries ago the right of resistance was called the exercised by the subjects to achieve the cessation of the tyrannical behavior assumed by authorities that seriously and repeatedly abuse their powers. This abuse is identified with the outrage done to justice through acts of direct, structural or cultural violence against fundamental legal rights -life, integrity, liberty, security, etc.- whose execution the citizens have not been able to prevent and sanction with the help of peaceful instruments of control and restraint of power. Among these instruments are the exercise of legal remedies and actions, appeals to the public prosecutor’s office, and denunciation campaigns by the press and other media. When all peaceful correction mechanisms fail, those attacked by the tyrannical authority have, given certain conditions, the inalienable right to defend themselves with the use of force: to enter into an insurrection against tyranny.»

From this definition we derive that the right to resistance involves various forms of enforceability and «justiciability» of rights and freedoms, which goes through civil disobedience and reaches the extreme of armed rebellion when necessities impose it. One can speak of three forms of resistance: a passive resistance based on actions of non-violence; an active resistance that can be legal, if it uses mechanisms provided for in the legal or insurrectionary order, if it opts for the use of armed force and manifests itself as an uprising.

To specify the issue that this writing deals with, it should be noted that: «The right to insurrectionary resistance can well be defined as the inherent right of every human being to reject the event of a government that has placed itself in the position of the aggressor Just as it is legitimate for a person to defend their own or another’s right against the unjust aggression of an individual, and for the State to reject any armed attack from abroad, it does not violate the law or the justice that the members of the political community they repel those who, making twisted use of authority, threaten the fundamental legal rights of citizens. The right to resist is the right of the people to legitimate defense». «Because it belongs to the field of legitimate defense, the exercise of the right of resistance has the same requirements as that of private defense: the need to protect certain and indisputable rights, the absence of another suitable means to avoid or repel the attack, injustice of the aggression, actuality or imminence of the danger and, finally, proportionality between the response and the offense. The action of a people that rises up against the tyranny essentially participates in the characteristics of the formerly called defensive war».

KEY WORDS: Basque fundamentalist, violence, the Army, rebel, identities

Tiranicidio

En la historia de la humanidad, la resistencia a regímenes tiránicos, antidemocráticos y represivos no constituye delito alguno, sino que constituye un derecho. Como antecedentes más inmediatos del derecho a la resistencia está el tiranicidio, doctrina que en los siglos XV y XVI cobra su mayor fuerza. Tal doctrina estableció que éste era un derecho cuando no hubiere forma distinta de solución. Pensadores como Confúcio (quien los llamó ladrones del camino real), Teofrasto, Séneca, Quintiliano y Luciano defendieron el tiranicidio como medio de redención de los pueblos oprimidos. El mayor defensor de esta doctrina fue el padre jesuíta Juan de Mariana, quien en su famoso libro De Regeet Regís Institutione ad Philipus III, publicado en 1599, expresó: «Es saludable que éste sepa (el príncipe) que, si oprime la república, será expuesto a ser asesinado, no sólo con derecho sino con aplauso y gloria de las generaciones futuras». Tomás de Aquino también consintió la figura del tiranicidio, aduciendo que la resistencia a una autoridad injusta no es sedición. En Suma teológica, rechazó la doctrina del tiranicidio; sin embargo, sostuvo la tesis de que los tiranos debían ser depuestos por el pueblo.

Conceptos actuales nos enseñan «la voz tirano para referir en general a aquél que gobierna por el terror -imponiendo, principalmente por la violencia, su arbitrio-en perjuicio de las libertades fundamentales de los subditos».

La tiranía es un sinónimo de un gobierno ilegítimo, y esa ilegitimidad puede ser por la forma de acceso al poder o por los abusos cometidos durante su ejercicio, para algunos «puede provenir ya de la forma como accedió al poder ( golpe contra las autoridades legítimamente constituidas), ya de la comisión de gravísimos y repetidos desafueros que desvirtúan de manera total el sentido y el fin de la autoridad (suspensión generalizada de las libertades públicas, cierre de las cámaras legislativas, atadura de la judicatura, exterminio de los opositores, etc.)». Para el caso español, ante una grave y sistemática violación de la compostura ante la legalidad vigente por parte del ejecutivo cabe preguntarnos si estamos frente a un gobierno legítimo, formalmente democrático pero a su vez sustentado en la exclusión económica y política.

En la Edad Media, Juan de Salisbury, en su libro Hombre de Estado, dice: «Cuando un príncipe no gobierna con arreglo a derecho y degenera en tirano, es lícito y está justificado su deposición violenta», y recomienda que contra el tirano se use el puñal, aunque no el veneno.

Martín Lutero proclamó que cuando un gobierno degenera en tirano y vulnera las leyes, los súbditos quedan liberados del deber de obediencia. Su discípulo Felipe Helanchton sostuvo que es legítimo el derecho de resistencia cuando los gobiernos se convierten en tiranos. Calvino, el pensador más notable de la Reforma, desde el punto de vista de las ideas políticas, postuló que el pueblo tiene derecho a tomar las armas para oponerse a cualquier usurpación.

Nada menos que un jesuita español de la época de Felipe II, Juan Mariana, en su libro De rege et regis institutions, afirma: «Cuando el gobernante usurpa el poder o, cuando elegido, rige la vida pública de manera tiránica, es lícito su asesinato por un simple particular, directamente o valiéndose del engaño, con el menor disturbio posible».

El escritor francés Francisco Hosnan sostuvo que entre gobernantes y subditos existe el vínculo de un contrato, y que el pueblo puede alzarse en rebelión frente a la tiranía de los gobiernos cuando éstos violan aquel pacto.

Los reformadores escoceses Juan Knox y Juan Poynet sostuvieron que es legítima la resistencia a los gobiernos cuando oprimen al pueblo y que es deber de los magistrados honorables encabezar la lucha, y en el libro más importante de ese movimiento, escrito por Jorge Buchman, se dice: «Si el gobierno logra el poder sin contar con el consentimiento del pueblo o rige los destinos de éste de una manera injusta y arbitraria, se convierte en tirano y puede ser destituido o privado de la vida en último caso».

Juan Altusia, jurista alemán de principios del siglo XVII, en su Tratado de política, dice: «La soberanía, en cuanto autoridad suprema del Estado, nace del concurso voluntario de todos sus miembros; la autoridad del gobierno arranca del pueblo, y su ejercicio injusto, extralegal o tiránico, exime al pueblo del deber de obediencia y justifica la resistencia y la rebelión».

Más cercano en el tiempo, en el siglo XVII, en Inglaterra, fueron destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo II, por actos de despotismo. Estos hechos coincidieron con el nacimiento de la filosofía política liberal, esencia ideológica de una nueva clase social que pugnaba entonces por romper las cadenas del feudalismo. Frente a las tiranías del derecho divino, esa filosofía opuso el principio del contrato social y el consentimiento de los gobernados, y sirvió de fundamento a la Revolución Inglesa de 1688 y a las revoluciones americana de 1775 y francesa de 1789. Estos grandes acontecimientos revolucionarios abrieron el proceso de liberación de las colonias españolas en América, cuyo último eslabón fue Cuba. El derecho de insurrección contra la tiranía recibió entonces su consagración definitiva y se convirtió en postulado esencial de la libertad política.

Ya en 1649, John Milton escribe que el poder político reside en el pueblo, quien puede nombrar o destituir reyes, y tiene el derecho de separar a los tiranos. John Locke, en su Tratado de gobierno, sostiene que cuando se violan los derechos naturales del hombre, el pueblo tiene el derecho y el deber de suprimir o cambiar de gobierno. «El único remedio contra la fuerza sin autoridad es oponerle la fuerza».

Juan Jacobo Rousseau dice con mucha elocuencia en su Contrato social’. “Mientras un pueblo se ve forzado a obedecer y obedece, hace mejor recuperando su libertad por el mismo derecho que se la han quitado… Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de hombre, a los derechos de la humanidad, inclusive a sus deberes. No hay recompensa posible para aquel que renuncia a todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, y quitar toda la libertad a la voluntad es quitar toda la moralidad a las acciones. En fin, es una convicción vana y contradictoria estipular, por una parte, con una autoridad absoluta y, por otra, con una obediencia sin límites…»

El derecho a la resistencia en las primeras cartas de derechos humanos

Con la paulatina aparición de las constituciones demoliberales o burguesas, se pasó de la doctrina del tiranicidio al derecho a la resistencia. Así, por ejemplo, la Declaración de Derechos de Virginia proclamada el 12 de junio de 1776, expresó:

«Que el gobierno es o debe ser instituido para el común provecho, protección y seguridad del pueblo, nación o comunidad; que de los varios modos o formas de gobierno, el mejor es aquél que es capaz de producir el mayor grado de felicidad y seguridad, y ofrece mayor garantía contra el riesgo de una mala administración; y que cuando un gobierno fuera manifiestamente inadecuado o contrario a estos principios, una mayoría de las comunidad tiene el derecho indiscutible, inalienable e imprescriptible de reformarlo, alterarlo o abolirlo en la forma que juzgue más conveniente al bienestar público».

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, adoptada por el congreso continental de Filadelfia el 4 de julio de 1776, firmada por John Hancock, John Adams, Samuel Adams, Josiah Bartlett, Carter Braxton, Thomas Lynch, Arthur Middleton, Thomas M’Kean, y Lewis Morris, dice: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos, se instituyen entre los hombres los gobiernos que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores posibilidades de alcanzar su seguridad y felicidad… Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad».

Durante el siglo XVIII, la tiranía fue asimilada a la monarquía rescatando las ideas de la Política de Aristóteles: «La tiranía es la monarquía que tiende al interés del monarca… una monarquía en la que el soberano gobierna a su antojo sobre la colectividad política».

En consecuencia, la insurgencia es legítima por cuanto el tirano rompe el pacto social, desconoce las reglas del juego con el ejercicio del poder, pasando de gobernante a un agresor injusto del pueblo, legitimándose este último para asumir una defensa individual y colectiva para deponer al tirano.

Durante todo el siglo XIX, esa doctrina fue constantemente invocada por lo independentistas latinoamericanos. El acta de la constitución del estado libre e independiente del Socorro (15 de agosto de 1810) empezaba diciendo: «El pueblo del Socorro, vejado y oprimido por autoridades del antiguo gobierno, y no hallando protección en las leyes que vanamente reclamaba, se vio obligado… a repeler la fuerza con la fuerza».

De igual manera, durante el siglo XX la Iglesia católica legitimó el derecho a la resistencia. En 1937, en la encíclica Firmissimam Constantiam, Pío XI afirma:

«…Cuando llegara el caso de que (los) poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo podría entonces condenarse el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarle a la ruina».

En 1967, en la encíclica Populorum Progressio, Paulo VI sostiene que «en caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de las personas y damnifícase peligrosamente el bien común del país» puede justificarse la insurrección revolucionaria.

En la actualidad, el tema de la resistencia también ha sido extensamente tratado por el filósofo francés Emmanuel Mounier: «Si ningún cristiano puede combatir el poder establecido por ambición personal o por gusto, hay un momento en que esta sumisión de hecho, según la tradición teológica, ya no es un deber para los gobernados. Es aquél en que el régimen se convierte en tiránico, es decir, en que el soberano, en lugar de gobernar en vistas al bien común, lo hace en vista de su propio bien privado». La consideración es de pura estirpe tomista, porque presenta la acción resistente como un remedio extremo contra la actividad del gobierno que ha perturbado el orden justo.

También existe una declaración de una importancia mayúscula que ha sido poco conocida, la Declaración de Argel o Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, la cual fue promulgada el 4 de julio de 1976 por los pueblos del Tercer Mundo, los pueblos explotados, los pueblos víctimas de la expoliación imperialista. Esta declaración es una llamada a la unidad solidaria de los pueblos del sur para el derribo de las estructuras nacionales e internacionales del imperialismo y los sistemas coloniales. Es una clamorosa llamada a la lucha por la liberación de los pueblos y la autodeterminación de los mismos. En el artículo 28 de esta declaración, se lee: «Todo pueblo, cuyos derechos fundamentales sean gravemente ignorados, tiene el derecho de hacerlos valer especialmente por la lucha política o sindical, e incluso, como última instancia, por el recurso de la fuerza».

Inclusive juristas de gran renombre se han pronunciado sobre el carácter de deber y de derecho que tiene la resistencia al oprobio. Así, por ejemplo, el ilustre Pessina afirmó: «Hay momentos en la historia en los que no solamente es lícito, sino obligatorio, tomar las armas contra el poder social que traiciona su misión; y la revolución se convierte en necesidad imprescindible para un pueblo oprimido que debe dignificarse, sea expulsando a dominadores extraños, sea pisoteando el yugo de una casta que pisotea en lo interno las sacrosantas normas de derecho».

La Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, creada en Argel en 1976, en su parte considerativa dice: «Vivimos tiempos de grandes esperanzas, pero también de profundas inquietudes; tiempos llenos de conflictos y de contradicciones; tiempos en que las luchas de liberación han alzado a los pueblos del mundo contra las estructuras nacionales del imperialismo, y han conseguido derribar sistemas coloniales; tiempos de luchas y de victorias en que las naciones se dan, entre ellas o en su interior, nuevos ideales de Justicia; tiempos en que las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, desde la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, hasta la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados, han expresado la búsqueda de un nuevo orden político y económico, internacional».

«Pero son también tiempos de frustraciones y derrotas, en que aparecen nuevas formas de imperialismo para oprimir y explotar a los pueblos».

«El imperialismo, con procedimientos pérfidos y brutales, con la complicidad de gobiernos que a menudo se han autodesignado, sigue dominando una parte del mundo. Interviniendo directa o indirectamente, por intermedio de las empresas multinacionales, utilizando a políticos locales corrompidos, ayudando a regímenes militares que se basan en la represión policial, la tortura y la exterminación física de los opositores; por un conjunto de prácticas a las que se les llama neocolonialismo, el imperialismo extiende su dominación a numerosos pueblos».

«Conscientes de interpretar las aspiraciones de nuestra época, nos hemos reunido en Argel para proclamar que todos los pueblos del mundo tienen el mismo derecho a la libertad, el derecho de liberarse de toda traba extranjera, y de darse el gobierno que elijan; el derecho, si están sojuzgados, de luchar por su liberación, y el derecho de contar en su lucha con el apoyo de otros pueblos».

«Persuadidos de que el respeto efectivo de los derechos del hombre implica el respeto de los derechos de los pueblos, hemos adoptado la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos».

«Que todos los que a través del mundo libran la gran lucha, a menudo con las armas en la mano por la libertad de todos los pueblos, encuentren en la presente Declaración la seguridad de que su lucha es legítima».

Los postulados de la Declaración de los Pueblos y sus parámetros en los cuales es posible la plena vigencia de los derechos humanos, pueden sintetizarse así:

• Derecho a la existencia. Del pueblo, la comunidad, la nación (hasta llegar a ser Estado mismo); cada conglomerado, cada patria, en su propia identidad, en los límites propios, pero con su cultura propia, auténtica, original; respeto a su territorio (sin invasiones, sin violaciones, sin criminales intervenciones); ni masacres, ni torturas, ni persecución, ni deportaciones, ni implantación de condiciones que comprometan en todo o en parte su propia identidad, su integridad como grupo humano.

• Derecho a la autodeterminación política. Determinarse a decidir su destino por sí mismo; adoptar su forma política en el Estado: función básica, en la administración y función técnica. Sin recorte a las libertades de cada pueblo, rechazo al coloniaje, al imperialismo político o económico (Estados o transnacionales), lo mismo a toda clase de racismo; la autodeterminación, sólo limitada por el uso de la democracia real, que ampare a todo el conjunto social, en acción decidida y persistente para asegurar las libertades fundamentales.

• Derechos económicos. Las riquezas y recursos naturales de cada pueblo le dan el derecho exclusivo de empleo a los mismos. Si hubiere expoliación, el pueblo-víctima debe recuperar lo que le pertenece, obteniendo adecuada apropiación ante el hecho injusto del que haya sido sujeto pasivo; la ciencia y la tecnología al servicio de toda la humanidad para el uso, goce y usufructo de cada pueblo; igualdad de trato en las relaciones internacionales, por ejemplo, en el trato equitativo entre las partes contratantes; soberanía económica de cada pueblo y solidaridad entre todos los pueblos para el adecuado ejercicio de la economía nacional e internacional.

• Derecho a la cultura. Mantenimiento, enriquecimiento y buen uso de su propio idioma, para expresar con claridad sus conceptos en lenguaje sencillo y apropiado; defensa de sus riquezas artísticas, históricas y culturales. Todo pueblo tiene derecho a que no se le imponga una cultura extranjera.

• Derecho al medio ambiente y a los recursos naturales. Es la importancia de la ecología conservar, proteger, mejorar y velar por el medio ambiente: nuestro habitat, el escenario de toda vida y la probabilidad de subsistencia de la especie humana; propiedad común de algunos bienes de los pueblos del mundo (la altamar, el fondo de los mares y el espacio extra atmosférico); solidaridad internacional para desarrollo económico, empleo de los recursos naturales y sana política de ecología.

• Derechos de las minorías. Respeto permanente a la identidad, acervo de tradiciones, idiomas y, en general, del patrimonio cultural de la minoría que conviva con otros sectores de la comunidad nacional; no podrá haber ninguna diferenciación entre los derechos de las mayorías y los de las minorías y, por consiguiente, la participación en la vida colectiva deberá estar garantizada contra toda clase de discriminaciones, salvo a favor de los sectores vulnerables.

• Garantías y sanciones.

a. El ataque o menosprecio a los derechos de los pueblos debe provocar la sana reacción de la comunidad internacional.

b. Todo enriquecimiento ilícito de un pueblo a costa del perjuicio de otro, debe dar lugar a la restitución de los beneficios mal habidos.

c. Tratados, acuerdos o contratos que conduzcan a situaciones injustas no podrán tener efecto alguno y, por ende, el perjuicio que causa este tipo de dolorosas conductas debe ser reparado a favor del pueblo perjudicado.

d. Cuando el endeudamiento externo se hace asfixiante, insoportable y oneroso, el pueblo perjudicado podrá alegar que la deuda no le pueda ser exigida.

e. Los tribunales penales internacionales podrán juzgar los crímenes contra los pueblos.

f. Los derechos conculcados de un pueblo deberán ser materia para la tarea destinada a hacer valer las formas de lucha reivindicativas, advirtiéndose en la declaración que «…incluso, como última instancia, por el recurso a la fuerza».

g. Ante las organizaciones internacionales deberá permitirse la representación de los movimientos de liberación.

h. Deberá imponerse el respeto al derecho humanitario, tanto en conflictos externos como en situaciones anómalas internas.

i. Cada pueblo tiene derecho a darse su propio modelo de desarrollo.

Como se ve, este instrumento contemporáneo es una carta de derechos sin la cual se considera que no es posible redimir los derechos de los pueblos y de los individuos para garantizar la erradicación de la miseria y todas las formas de tiranía u opresión.

En suma, el derecho a la resistencia, el derecho a la rebelión, han sido reconocidos a través de la historia. No obstante, cuando los pueblos se levantaron (violentamente o no) contra la injusticia, contra la miseria, contra la opresión, los Estados desconocieron el primigenio derecho a la resistencia y a la rebelión; consignaron en sus códigos penales lo que hoy se conoce como delito político que es el mismo derecho a la resistencia. Es decir, por obra y gracia de la voluntad de los Estados, se convirtió el ejercicio de un derecho en una conducta delictiva.

Derecho de resistencia como parte del derecho internacional de los derechos humanos

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), promulgada el 10 de diciembre de 1948, en un considerando de su preámbulo, consagra: «Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».

La DUDH es el instrumento fundamental sobre los derechos humanos que deben ser protegidos por un régimen de derecho, esto es, por un conjunto de normas jurídicas que prevengan y repriman su violación. Cuando tal régimen es desconocido por las propias autoridades, deja de cumplirse la primera finalidad de la comunidad política: conservar los derechos del hombre. Allí donde los gobernantes no reconocen efectivamente los derechos fundamentales de los gobernados, sino que, por el contrario, los hacen objeto de atropello continuo, surge una situación de injusticia, un estado de violencia institucional que las víctimas del agravio tienen derecho a impugnar y a impedir. Si tal situación se toma crónica e irremediable por vías menos rigurosas, la oposición a sus causas y efectos puede incluso llevarse hasta el recurso a las armas».

El propio Concilio Vaticano II parece admitir la legitimidad del recurso a la fuerza al enseñar: «Cuando la autoridad pública, rebasando su propia competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica».

Del derecho de resistencia de los pueblos al delito de rebelión

El derecho de resistencia deviene en delito de rebelión que, como parte de la resistencia, se criminaliza. Las siguientes son acepciones extractadas del diccionario Planeta de la Lengua Española sobre la palabra rebelde, las cuales ayudan a determinar el concepto de este término.

«Rebelde: adj. y n.m. y f. Dícese del que se rebela o subleva// Dícese de la persona que no comparece en el juicio, después de llamada en forma, o que tiene incumplida alguna orden o intimación del juez// ad. Dícese de la persona o animal difícil de gobernar, educar…»

«Rebelde: quien incurre en una rebelión (v) // Desobediente // Insurgente // Sublevado // Revolucionario // Indócil // Insumiso // Insociable // Inadaptado // Indomable // Sordo a la razón // Insensible al sentimiento //. En las guerras civiles, bando opuesto al poder legítimamente constituido o del que por tal se tiene. // Combatiente o partidario de esas fuerzas, denominadas también facciosas (v)». En otro grupo de significados, se indica: «quien incurre en rebeldía (v). // El que no comparece ante llamamiento de un tribunal militar o de otra jurisdicción. // El que se opone a las resoluciones y mandamientos de tales autoridades o quien no les da cumplimiento».

«Rebelde: Que se opone o resiste a la autoridad, que se rebela o subleva. Anticuado rebele ‘rebelde’, del latín rebellis ‘rebelde, que hace la guerra de nuevo, que vuelve a empezar la guerra’, de re- de nuevo (véase re + bellum también dellum) ‘guerra (véase duelo)».

Para Alejandro D. Aponte, el rebelde se enmarca en los siguientes parámetros: «El rebelde fue concebido a la sombra del combatiente (del beligerante propio de los conflictos armados interestatales). La identidad de clase de los combatientes permitió en gran medida la incorporación de estatutos fundamentales de regulación y humanización de lo bélico, y dio claridad a la respuesta estatal en cuanto a los sujetos del delito de rebelión».

Las anteriores acepciones llevan a concluir que rebelde connota cambio de la estructura social; insubordinación a la ley existente; no comparecimiento a requerimiento judicial. En el proceso de ruptura, el rebelde aboga por sus ideas y las contrapone al juez que lo juzga. Propugna por un cambio en el sistema social imperante y a partir de ello establece el debate jurídico rechazando las garantías procesales que el mismo sistema le otorga; rechaza la defensa que se le impone para llevar a cabo sus propios alegatos jurídicos que en la práctica son verdaderos discursos ideológico-políticos del fin que su lucha persigue.

El poder supremo del Estado en la sociedad contemporánea lo destaca con enfático empirismo Von Jhering, al expresar: «El derecho puede, en mi opinión, definirse como el conjunto de normas en virtud de las cuales, en un Estado se ejerce la imposición. Los reglamentos sociales sancionados por la imposición pública constituyen el único derecho. El Estado es el poseedor soberano de esta imposición». Primando siempre la razón última del Estado en la Edad Moderna, como lo recuerda el maestro Maggiori: «La historia nos enseña que, desde que existe el Estado, aunque sea en forma embrionaria, la agresión contra su existencia y su seguridad ha sido considerada como delito. En verdad, no se puede creer en el Estado y en su necesidad si impunemente lo dejamos ofender y poner en peligro». Estas tesis dejan entrever el delito político como un ataque al derecho de resistencia para impedir afectar la razón de Estado.

Desde el punto de vista de la teoría objetiva, el delito político tiene varias definiciones: para Barsanti, era un ataque contra el Estado, contra su forma, sus poderes y su organización política, el cual se presenta como un acto de oposición a la seguridad del Estado; Prins lo definió como «una acción que unida a una intención conforma un atentado contra el orden político del Estado y contra sus condiciones de existencia». Tristy lo definió diciendo que es una infracción contra la cosa pública»; Napodamo, por su parte, consideró al delito político como un acto natural cuya punición se funda en una razón intrínseca, igual a la que justifica la sociedad, y sobre la cual se basa la sanción de los delitos contra la sociedad misma. Conti señaló al respecto: «Ocurre reiteradamente que en la vida de los Estados no siempre marchan de acuerdo la conciencia jurídica y la conciencia política. La política admite que se han engendrado nuevas necesidades, y el derecho no dicta normas adecuadas a su protección y ejercicio. El equilibrio fundamental de las fuerzas políticas resulta roto por esta divergencia».

Desde el punto de vista de la teoría subjetiva, Eugenio Florián definió el delito político en sentido estricto, diciendo que son las acciones que atacan directamente el orden político de un Estado determinado, es decir, las instituciones y las funciones políticas del Estado. La incriminación del delito político se funda en que constituye una violación de la ley de la mayoría, considerándola como un centro de gravedad de la organización del Estado.

Cuello Calón estima que los delitos políticos no constituyen peligros para la sociedad y considera que por el carácter excepcional u ocasional de sus infracciones se hacen acreedores del derecho público, y no merecen una sanción penal que pueda constituir una lucha desde el punto de vista moral.

Dentro del pensamiento cristiano, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino trata el tema bajo la denominación «De la sedición», y manifiesta que es lucha entre partes de una misma sociedad o nación, calificándola como pecado mortal, si es opuesta a la unidad pacífica de la multitud social y, con ello, a la justicia y al bien común. En el punto 3°, precisa: «El levantamiento contra el régimen tiránico no es sedicioso, pues el verdaderamente sedicioso es el mismo régimen que antepone su bien particular al de la sociedad que esclaviza. No obstante, la revolución contra el régimen no es lícita si acarrea mayores males que la tolerancia de la tiranía» {Suma teológica, tomo VII, p. 1.017).

La posición de la Iglesia y los últimos pontífices sobre lo que debe entenderse por bien común ha sido fijada de la siguiente manera por Juan XXIII, en Pacen in Terris: «El bien común consiste y tiende a concretarse en el conjunto de aquellas condiciones sociales que consienten y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de su propia persona».

En la Europa del siglo XVIII se teorizó sobre el derecho de resistencia a la opresión y se pusieron límites a los poderes arbitrarios. A partir de criterios morales se pusieron barreras a los poderes arbitrarios del tirano, dándose un perfil ennoblecido al delincuente político, y un tratamiento benevolente, a la vez que se prohibió la extradición del opositor político.

Sobre el particular, Sebastián Soler sostiene: «Hasta las modernas constituciones, hijas del movimiento iluminista, la calificación de un hecho como un crimen majestatis era la causa del mayor repudio y de las sanciones más graves. En cambio, casi toda la doctrina de este delito construida a partir del siglo XVIII está concebida como la teorización del derecho de resistencia a la opresión. Los teorizantes políticos de la Ilustración se preocuparon sobre todo de poner diques a poderes arbitrarios, de manera que, juzgando con criterios morales, desde luego muy justos, trazaron una silueta ennoblecida del delincuente político, el cual, en las leyes democráticas fue considerado con especial benevolencia. El ejemplo típico de ese cambio se halla en los acuerdos de extradición que en la época absolutista miraban sobre todo a la entrega de esa clase de delincuentes, entrega que, en la actualidad, por regla casi universal está expresamente excluida».

En el campo del delito político, la norma penal y la cárcel son el reflejo de la venganza institucionalizada contra los opositores políticos, «cuando los consejeros son el interés y el miedo, sin amor a lo justo; cuando los jueces no son magistrados imparciales, sino las mismas partes interesadas, que buscan la razón de sus decisiones en el cálculo de las propias fuerzas, de las propias necesidades, de los propios temores o esperanzas; entonces resultan ciertamente pueriles los esfuerzos del jurista que pretende, desde su humilde escritorio, dictar preceptos que nunca serán escuchados por nadie» (Carrara, Opúsculo 3.937).

¿Qué relación guarda la cita anterior con la reciente y actual historia político-jurídica del país en el tratamiento de la delincuencia política? Su juzgamiento se atribuía antes a la Justicia Penal Militar por procedimientos abreviados (consejo de guerra y Código de Justicia Penal Militar) y se juzgaba a los delincuentes políticos como asociados para delinquir.

Eugenio Florián, en su obra Delitos contra la seguridad del Estado, opina que el delito político debía ser beneficiado con especial represión, sin incluir dentro de ellos las acciones que atenían contra los Estados donde el pueblo es realmente el soberano.

Existe una nueva corriente dentro de los tratadistas de derecho penal, de no considerar delitos políticos los actos que atenían contra el pueblo, los intereses populares y la democracia, dejando fuera de esta distinción todos los actos movidos por un interés antidemocrático.

Hart Santamaría afirma: «En un Estado socialista no puede existir el delito político, pues es precisamente el sistema socialista el más avanzado en sus relaciones económicas, políticas y sociales. Con el triunfo de la Revolución de Octubre, surgió el primer Estado socialista del mundo, al cual se opuso la reacción contrarrevolucionaria, conformada por la clase despojada de sus antiguos privilegios que iba al rescate de sus intereses egoístas. Estas conductas no podían calificarse con el móvil altruista que caracteriza a la verdadera delincuencia política, pues pretendían el retroceso del poder de los obreros y campesinos a un régimen sociopolítico basado en el poder de una clase reaccionaria… A estos delitos, por sus propósitos retrógrados y reaccionarios, se les denominó delitos contrarrevolucionarios y no políticos».

Jiménez de Asúa, al referirse al Código Penal soviético, planteó: «El Código Penal soviético de 1992 trata con dureza extrema a los contrarrevolucionarios y el uso de la pena de muerte en su forma de fusilamiento, casi con preferencia, para los autores de delitos políticos». Y, al referirse al Código Penal soviético de 1926, dijo: «todavía se emplean rigores altos contra el delincuente político, puesto que se declara terminantemente que esa especie de infracciones constituyen los crímenes más graves».

Luis Carlos Pérez, al expresarse sobre la Revolución Soviética, dijo: «Quien atente contra esa conquista que va en beneficio de todos los hombres, sin distinción ninguna, quien se dirija contra el sistema igualitario, es un criminal que debe ser eliminado si no existe posibilidad de que reconozca su error, o si el daño ha tenido tan grandes dimensiones que con él se ha perjudicado la comunidad entera».

Fidel Castro, en el caso Cúbela, definió el delito contrarrevolucionario así: «El delito contrarrevolucionario es en gran parte una resultante del medio; los individuos nacen y crecen dentro de una sociedad de clases que la revolución trata de abolir. Este delito desaparecerá con la sociedad egoísta que lo engendró. La responsabilidad de los hombres es en gran parte condicionada por la realidad social donde se forma y la educación que recibe; la sanción revolucionaria es por encima de todo, una sanción y no un castigo».

Y es que al delito político le son propios diversos actos que deben conducir a la realización del mismo. Si los rebeldes no se apoyan en su lucha con otras actividades que se enmarcan en los delitos comunes, para lograr su fin de derrocar el orden constitucional, es obvio que nunca alcanzarán el poder. Porque, ¿cómo se entendería una guerra irregular sin que los rebeldes acudan a sabotajes, ataques, emboscadas, expropiaciones, falsedad en documentos públicos, es decir, en una serie de delitos que son propios de un escenario insurreccional o revolucionario?

Sobre el particular, afirma Miguel Castells:

«La cárcel es la antisociedad y la cárcel también es parte esencial de una sociedad tangible, real y concreta que la necesita… La cárcel llena la finalidad que puede perseguir un determinado sistema de proceso político: La ejemplarización mediante el castigo; la eliminación, aislamiento del adversario de cara a las masas; la destrucción del enemigo… Son variados los elementos que juegan el proceso político. Pero no creo equivocarme si considero que, en las sociedades de nuestro hemisferio, uno de los ejes principales sobre el que giran los sistemas políticos es la cárcel. La idea de la cárcel gravita obsesivamente sobre el proceso político» (Los procesos políticos: de la cárcel a la amnistía, pp. 13 y 16).

Del delito político al social

Parece que en la Segunda mitad del siglo XX y en los albores del actual se comienza a relativizar el delito político, para descalificar de manera más abierta al opositor político, y por ello se inicia una clasificación de puros y relativos. Los delitos políticos puros son los realzados con un móvil político y afectan exclusivamente el ordenamiento del Estado. Los delitos políticos relativos son los que, con ocasión de realizar un delito de esta clase, lesionan un bien privado y que se asimilan a delitos comunes.

Poco a poco se elimina el concepto de delitos complejos pasando a la concepción de delitos conexos. Es delito complejo, el que con un solo acto lesiona el orden político y un bien privado; por ejemplo, el homicidio de un jefe de Estado. Es delito conexo, el que lesiona un bien jurídico privado, cuando se está en camino para la realización de un delito político; por ejemplo, el robo de armas para utilizarlas en una revolución; o cuando, originado por un móvil político, se atacan bienes privados como los transportes o se secuestran personas para incrementar las arcas del movimiento rebelde.

Por otra parte, se acuña el concepto de delito social, que es asimilado al delito común. Cuello Calón, observa: «Como delito social típico solía presentarse el delito anarquista, generalmente realizado por medios explosivos». Pero a continuación advierte: «En contra de esta opinión, muy extendida, que mira el delito social, especialmente los crímenes anarquistas como delictiva juris gentium, algunos autores, sobre todo en Italia, los reputan como verdaderos crímenes políticos» (Delincuencia Política, 1940, p. 17).

Los movimientos sociales han luchado a lo largo de la historia para reclamar reivindicaciones económicas, políticas, culturales y sociales a través de la resistencia pacífica. Los gobiernos han preferido la represión antes que el diálogo, el aniquilamiento antes que la concertación.

Para concluir heste epígrafe, existe una premisa que debe quedar clara: bajo sistemas adoptados por los ciudadanos como son las democracias en las que todos los hombres son libres e iguales, en las que se defiendan los derechos fundamentales, en las que no existe tirania por parte de ningúno de los tres poderes del Estado sobre las personas, los bienes o los territorios, no es legitima la rebelión; rebelión que, en muchos casos, finaliza con un conflicto armado: la guerra.

Guerras justas e injustas

El primer concepto de la «guerra justa» surge en la edad antigua y específicamente en Roma. Gracias a la doctrina estoica, los filósofos establecieron que no se debía hacer una guerra si no era por una causa justa. Según los romanos, sin estar en estado de legítima defensa o para deshacer entuertos, un colegio de sacerdotes, los fetiales, certificaban si una campaña proyectada era bellum justum et pium.

Este concepto de guerra justa sería retomado posteriormente en la Edad Media por el cristianismo con el fin de explicar por qué la Iglesia permitía y legitimaba la guerra, puesto que, según algunos de sus discípulos, había una contradicción porque derramar tanta sangre también era castigado por las escrituras; por lo tanto, la Iglesia debería justificar su actitud.

Es entonces cuando San Agustín y más adelante Santo Tomás de Aquino, retoman la doctrina de la guerra justa. En aquel tiempo se decía que: «El orden natural es un reflejo del orden divino. El soberano legítimo tiene el poder de establecer y mantener este orden. Como el fin justifica los medios, los actos de guerra cometidos por causa del soberano pierden todo carácter de pecado. Esta guerra es declarada justa; Dios la quiere; a partir de este momento, el adversario es enemigo de Dios y, como tal, sólo podría hacer una guerra injusta».

Posteriormente, aparece el teólogo español Francisco de Vitoria, de quien según Alejandro Valencia Villa, sólo se conocen varias relecciones, de las cuales se destaca la Relección segunda de los indios o del derecho de la guerra de los españoles contra los «bárbaros», que trata cuatro puntos fundamentales: Si es lícito a los cristianos hacer la guerra, en quién reside la autoridad para declarar y hacer guerra, cuáles deben ser las causas de una guerra justa y qué cosas pueden hacerse contra los enemigos en una guerra justa. Para Vitoria, las circunstancias que ha de tener la guerra para que sea justa son las siguientes: «a. autoridad legítima (que se haga con autoridad de república perfecta, o de príncipe que presida o tenga las veces de ella); b. causa justa (la injuria que se hace a su príncipe y a su reino), y c. recta intención (que la intención en las guerras sea justa, es a saber, que no se mueva por codicia, o por crueldad».

Sobre las características de la guerra revolucionaria en China, el estratega y dirigente de ese proceso, Mao Tse-Tung, escribe sobre el objeto de la guerra lo siguiente:

«La guerra, ese monstruo de matanza entre los hombres, será finalmente eliminada por el progreso de la sociedad humana y lo será en un futuro no lejano. Pero sólo hay un medio para eliminarla: oponer la guerra a la guerra, oponer la guerra revolucionaria a la guerra contrarrevolucionaria, oponer la guerra revolucionaria nacional a la guerra contrarrevolucionaria nacional y oponer la guerra revolucionaria de clase a la guerra contrarrevolucionaria de clase. La historia conoce sólo dos tipos de guerras: las justas y las injustas. Apoyamos las guerras justas y nos oponemos a las injustas; todas las guerras contrarrevolucionarias son injustas; todas las guerras revolucionarias son justas. Con nuestras propias manos pondremos fin a la época de las guerras en la historia de la humanidad, y la guerra que ahora hacemos es indudablemente parte de la guerra final. Pero la guerra que enfrentamos es al mismo tiempo, sin duda alguna, parte de la más grande y cruel de todas las guerras. Se cierne sobre nosotros la más grande y cruel de todas las guerras injustas contrarrevolucionarias. Si no levantamos la bandera la de la guerra justa, la gran mayoría de la humanidad será devastada. La bandera de la guerra justa de la humanidad es la bandera de la salvación de la humanidad. La bandera de la guerra justa de China es la bandera de la salvación de China. Una guerra sostenida por la gran mayoría de la humanidad y del pueblo chino es indiscutiblemente una guerra justa, es la empresa más sublime y gloriosa para salvar a la humanidad y a China, y un puente que conduce a una nueva era en la historia mundial. Cuando la sociedad humana progrese hasta llegar a la extinción de las clases y del Estado, ya no habrá guerras, ni contrarrevolucionarias ni revolucionarias, ni injustas ni justas. Ésa será la era de la paz perpetua para la humanidad. Al estudiar las leyes de la guerra revolucionaria, partimos de la aspiración de eliminar todas las guerras. Ésta es la línea divisoria entre nosotros, los comunistas, y todas las clases explotadoras».

Entonces, cabe anotar que quien hace la guerra siempre buscará una razón para justificarla, y para éste, invariablemente su guerra será justa y a través de la historia hemos visto cómo los grandes dominadores siempre han intentado justificar sus conquistas y el aplastamiento de sus adversarios por razones religiosas o morales. Lo anterior no significa que en el mundo no se hayan dado guerras por causas justas como son las guerras que han librado los pueblos para liberarse del yugo de sus opresores o guerras independentistas, las guerras defensivas y las guerras en busca de un orden social, económico, político y cultural más justo.

Hasta hace muy poco tiempo, los Estados tenían derecho a hacer la guerra por necesidad de su política; tal decisión dependía de su soberanía. Esta situación cambió con la Carta de la Naciones Unidas, que prohíbe la guerra e incluso a recurrir a cualquier modo de violencia. En la actualidad, solamente se puede iniciar la guerra por tres causas, a saber: las medidas emprendidas por las Naciones Unidas para restablecer la paz, las operaciones llevadas a cabo en legítima defensa y las guerras de liberación nacional.

No cabe duda de que con esta prohibición se presentó un resurgimiento a la doctrina de la guerra justa, pues si los conflictos armados tienen origen por alguna de las razones anteriormente anotadas, tienen una justa causa.

Si para Clausewitz la guerra es la continuación de la política por medios violentos, el proceso de paz es precisamente seguir en la política por medios no violentos; por ello algunos teóricos sostienen que la política es guerra sin derramamiento de sangre, en tanto que la guerra es política con derramamiento de sangre.

La prueba de lo anterior es lo que sostienen teóricos en cuanto a que desde tiempos remotos jamás ha habido una guerra que no tenga unos fines e intereses de carácter político.

Hasta antes de la Revolución Francesa, en la Edad Media, en el desarrollo de la guerra, tanto por sus instrumentos como por sus métodos, dejaba menos espacio para la perfidia, entre otras cosas porque las armas no eran tan sofisticadas, pues antiguamente se utilizaba la lanza y el escudo; la lanza para atacar al adversario y el escudo para defenderse y conservarse a sí mismo, y cumplir el objetivo primordial en el combate: «conservar las fuerzas propias y destruir las enemigas». En la actualidad la lanza ha sido sustituida por los fusiles, granadas morteros, entre muchos otros, y el escudo ha sido sustituido por cascos, chalecos antibalas o refugios antiaéreos.

Al igual que los instrumentos utilizados en la guerra, los modos de hacerla también han cambiado. En la Edad Media, los ejércitos escogían el campo de batalla, la lucha era casi que cuerpo a cuerpo, los dos bandos se presentaban en filas uno frente al otro, la ceremonia se iniciaba cuando sonaban las cometas y se iniciaba la contienda.

Es a partir de Napoleón cuando extendió la Revolución Francesa por el resto de Europa, que cambió la modalidad de la guerra, y ésta adquirió mucha más astucia, en especial cuando se trataba de combatir a enemigos con mayor número de hombres y con posiciones y territorios consolidados, y nace un factor fundamental: la sorpresa. Sorprender al enemigo y atacarlo cuando esté desprevenido, o cuando la región o circunstancias de lugar le dificulten su defensa y «favorezcan el ataque» se justifica en aras de la victoria. Los ejércitos aprendieron a «evitar el combate» cuando es el adversario el que está mejor parado y en buenas condiciones de defensa.

Hay que distinguir también que la guerra regular, también denominada guerra de posiciones, es aquella que normalmente se realiza entre ejércitos fuertes que defienden un territorio como sus bases militares y bienes de producción y económicos. Esta modalidad corresponde normalmente a las guerras entre naciones o guerras donde los ejércitos ejercen control y soberanía sobre un territorio, y otros ejércitos buscan quitarles esas posiciones e invadir esos territorios sometiendo a sus súbditos y apropiándose de sus bienes.

Existe también la guerra irregular o guerra de movimientos o guerra de guerrillas, que por contraposición a la anterior la ejercen pequeños ejércitos que se encuentran en territorios enemigos y que no tienen zonas territoriales bajo su control absoluto, y que permanecen en un desplazamiento permanente ante la imposibilidad de desarrollar una guerra de posiciones contra ejércitos mucho más fuertes y numerosos que los aniquilarían en corto plazo, o incluso en una sola batalla, si pretendieran controlar o defender una posición. Esta modalidad de guerra es la típicamente utilizada por los movimientos de liberación en el mundo.

La guerra de guerrillas o guerra de movimientos parte de la base de que son ejércitos pequeños, débiles, que no controlan territorios ni posiciones, que permanecen en movimiento, que tienen que enfrentar ejércitos mucho más numerosos y mejor armados, y que a través de la modalidad de combate que realizan, es decir, golpear al enemigo y replegarse (con asalto y cortos enfrentamientos), se van fortaleciendo, engrosando sus filas, consiguiendo armamento más sofisticado hasta lograr la aspiración de todo «ejército guerrillero» que es convertirse en «ejército regular», y controlar un territorio y empezar a realizar una «guerra regular» es decir una «guerra de posiciones», y acceder en el caso de las guerrillas revolucionarias al poder por la vía de las armas derrocando al gobierno existente.

Los movimientos sociales han luchado a lo largo de la historia para reclamar reivindicaciones económicas, políticas, culturales y sociales a través de la resistencia pacífica. Los gobiernos han preferido la represión antes que el diálogo, el aniquilamiento antes que la concertación.

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