Desde la República Romana, ¡¡¡Todo por la Patria¡¡¡

Desde el punto de vista constitucional y funcional, Roma era el conjunto de instituciones que conformaban el Pueblo y el Senado, pero lo realmente distintivo, es decir, los rasgos que distinguen al individuo romano de quien no lo es, son la condición masculina y el derecho de ciudadanía. Todos tenemos patria, porque cada uno de nosotros pertenece a algún lugar ancestral, pero la patria de los romanos es la patria común de los ciudadanos, unidos por esa circunstancia legal y excluyente que apenas nos sorprende porque sigue formando parte como elemento fundamental del derecho que los romanos legaron a nuestra cultura occidental.

Cicerón supo describir de manera comprensible ese aspecto imprescindible de la relación entre el ciudadano y la patria, distinguiendo entre el terruño familiar y la condición política, como puede apreciarse en el siguiente fragmento de “Sobre las leyes”, la obra en la que expuso el concepto estoico de unas normas basadas en la razón y sancionadas por los dioses, y en la que discute disposiciones legales conectadas con la religión y las magistraturas políticas. Una obra que el autor dedicó a la formulación de los principios por los que debía regirse el estado perfecto que previamente había diseñado en su obra “Sobre la República”. Este es el diálogo entre Cicerón y su fraternal T. Pomponio Ático:

Ático: ¿qué significa lo que has dicho hace un momento acerca de que este lugar –al que creo que llamas Arpino– es tu verdadera patria? ¿Es qué tenéis dos patrias? ¿No tenemos una patria común a todos? Tal vez creas que la patria del sabio Catón fue Túsculo y no Roma.

Marco (T. Cicerón): Sí, ciertamente, Catón al igual que todos los hombres de los municipios tienen dos patrias, una por nacimiento y otra por ciudadanía; como Catón nació en Túsculo y recibió la ciudadanía de Roma era tusculano por su origen y romano por ciudadanía, tuvo una patria geográfica y otra de derecho; (…) así nosotros llamamos patria aquella en la que hemos nacido y aquella que nos ha recibido. Pero es necesario amar sobre todo a la que nos une a todos los ciudadanos bajo el nombre de República, por la cual debemos morir y a la que debemos dedicarnos por completo, entregándole y consagrándole lo que nos pertenece (Cic., de legibus, 2, 5).

La patria común, por tanto, es Roma, identificada como res publica, en tanto designa el conjunto de instituciones públicas compuestas por el cuerpo de ciudadanos; el estado en suma, al margen del sentimiento geográfico de origen del que todos proceden. Pero la patria común que Cicerón postula es también añadida de agradecimiento y amor, y tan exigente que al servirla hay que llegar si es menester hasta la muerte: […] no hay relación más venerada ni más digna de nuestro amor que la que cada uno de nosotros tiene con la República. Amamos a nuestros padres, a nuestros hijos, a los parientes, a los amigos, pero solo la patria comprende a todos y cada uno de los que nos son queridos; por ella ¿qué hombre de bien dudará en lanzarse a la muerte para servirla? (Cic., de officiis, 1, 57). Y esta sinonimia de patria y república, de patria y estado, la encontramos de nuevo en este párrafo del Sueño de Escipión:

Pero, oh Africano, para que puedas ser el más entregado al bienestar de la república, escucha bien: para todos los que han guardado, animado y ayudado a su patria, hay asignado un lugar particular en el cielo, en donde los bendecidos gozarán de vida permanente. Pues nada sobre la tierra es más aceptable a la deidad suprema que reina sobre todo el universo, que las uniones y combinaciones de hombres unidos bajo la ley a las que llamamos estados; por tanto, los gobernantes y conservadores proceden de ese lugar y a él retornan después (Cic., de re publica, 6, 13).

En los tiempos presentes, el concepto de nación se utiliza con preferencia como sinónimo de Estado o de sus ciudadanos. Es su acepción política, pero también está ligada al sentimiento de origen que antes he citado y se identifica mediante un marcado carácter cultural. En este sentido define un grupo humano vinculado por la solidaridad y la lealtad al grupo mismo, por encima de cualquier otra lealtad contrapuesta. Según Rustow (1974: 301) esta definición fue propuesta en primer lugar por John Stuart Mill (Considerations on Representative Government, 1861, cap. 6), pero los analistas de la antigüedad saben que los griegos ya utilizaron señas de identidad cultural como muestra de lealtad al grupo, mostrando su rechazo a toda elemento «bárbaro», es decir, no griego; al igual que los romanos, posteriormente, adoptaron esta expresión helena para aplicarla a su vez a todos aquellos que consideraban ajenos a la cultura latina. Para G. Leibholz (1964: 205-206) «los pueblos, en oposición a las naciones, han existido tanto en la Antigüedad como en la Edad Media y en la llamada Edad Moderna». Pero esta afirmación puede prestarse a confusión por la identificación que puede hacerse, tanto con el cuerpo jurídico de un estado como con el segmento de ciudadanos menos favorecidos (De Blas Guerrero, 1984: 35 ss.). En cambio, Cicerón llama nationes a ese mismo concepto de pueblo que utiliza Leibholz:

Todas las naciones pueden ser sometidas a esclavitud, pero nuestra comunidad no puede (Cic., Philippicae, 10, 20). «Nuestra comunidad», ese parece el mejor tratamiento político para traducir aquí nostra civitas, pues es el modo más comprensible de oponer natio y civitas en este párrafo. Cicerón, queda demostrado, ensalza los conceptos de patria y estado, de civitas como comunidad de ciudadanos opuesta a las naciones, es decir a los pueblos que carecen del orden constitucional que el arpinate admira en su idealizada república romana.

Los sentimientos que inspira la patria hallarán un excelente acomodo en las ideas nacionalistas del siglo XIX, a pesar de la irrupción del romanticismo y la interferencia entre nacionalidad y ciudadanía, e incluso servirán para rechazar las posiciones conformistas con una sociedad injusta y desequilibrada: «los obreros no tienen patria», afirmarán Marx y Engels en el Manifiesto Comunista. Pero el sentimental concepto ciceroniano de amor a la patria no desaparecerá.

A finales del siglo XIX, Cánovas del Castillo, el personaje político más influyente del conservadurismo español, insistirá en ello: «Viene a ser así la patria, conciencia que cada nación posee de sí misma; y aun por eso cabe decir que la patria no ha existido ni existe en las aglomeraciones inconscientes de hombres, a quienes tan solo el instinto, o necesidades materiales y recíprocas, mantienen juntos, por más que formen ciudades y hasta grandes naciones. La patria es, donde en su plenitud se posee, aquel ente social que más íntimamente amamos, el que nos entusiasma más, el que mueve y electriza nuestra voluntad más fácilmente, y no pienso yo que esta voz nobilísima haya perdido tanto valor y hechizo como se supone, desde la antigüedad hasta ahora, ni en los corazones ni en los oídos».

Desde la República Romana, ¡¡¡Todo por la Patria¡¡¡ hasta hoy, Monarquía española, ¡¡¡Todo por la Patria¡¡¡

Basado en Ferrer Maestro, «Patria, estado y legitimidad religiosa en la teoría política de Cicerón»

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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