La pregunta final.

La pregunta final ante esta situación de nacionalismos en España, según la generalidad afirmada por David Miller, es la siguiente: ¿en qué medida es defendible considerar como un constituyente de nuestra identidad personal nuestra pertenencia no elegida a una comunidad histórica?

Tras esta pregunta, dice Miller, se esconde la idea de que la identidad de una persona ha de ser algo que produce uno mismo para sí, reflejando sus elecciones respecto a algo que es realmente valioso para él. Decir esto no significa suscribir una forma superficial de individualismo; este punto de vista puede cuadrar a la persona que decide identificarse con un grupo o una institución- un grupo étnico, por ejemplo, o un partido político- porque tal grupo o institución encarna los valores que suscribe tras reflexionar. El problema con la nacionalidad es, en principio, precisamente que es algo en su mayor parte no elegido y adquirido de forma reflexiva.

El caso es que en Cataluña y Vascongadas la gente elige su nacionalidad: emigrantes con la intención de convertirse en ciudadanos de primera clase en las respectivas Comunidades Autónomas o nacionalidades, como así reconoce que existen, nuestra Constitución. Pero debemos contemplar estos casos , necesariamente, como excepciones a la regla general – no se podrían tener identidades nacionales en un mundo en el que cada cual eligiera su «nación- y, por tanto, no refutan la regla general y son identidades «anómalas» en las que hay que pensar que no son elegidas libremente, y la nacionalidad, además y normalmente, falla en esta prueba de libertad.

Creo que este punto de vista descansa sobre una equivocación acerca del sentido en el que la identidad de uno haya de ser cuestión de elección. No acepto que haya algo de equivocado en aras del argumento en que una persona tenga una identidad heredada y presupuesta acríticamente. Sí es cierto que es necesario que la gente sea reflexiva y autocrítica, que piensen por ellos mismos acerca de las relaciones y filiaciones que son importantes para sí y acerca de aquellas que son de importancia secundaria. Pero esto no dice mucho a favor de las identidades que uno elige en un momento dado.

Con las identidades heredadas, la nacionalidad es una de ellas, hay, también, un espacio considerable para la reflexión crítica. Si uno nace judío, hay un sentido en el que uno no tiene otra opción que la de ser portador de la identidad judía en una forma u otra. Pero todavía hay mucho por decidir: si ser practicante o no; si practicante ortodoxo o liberal, etc.; en general, cuánta importancia conceder a ser judío, si hacer de ello un rasgo central de la propia identidad, o sólo un aspecto menor de la misma. En algunas circunstancias habrá poca elección sobre esto. Hanna Arendt, que veía su identidad judía como un aspecto más de su persona, se vio obligada a enfatizarla durante el periodo nazi y durante el subsiguiente. «Cuando a una la atacan como judía, debe defenderse como judía». (Citado en E.Young- Bruehl, Hanna Arendt: For Love of The World, New Haven, Yale University Press, 1982, P. 109).

El caso es parecido al de la nacionalidad: uno interpreta la identidad, la sopesa frente a otros aspectos de la identidad personal, pero esta elección no es libremente elegida; nacemos con una hoja en blanco, por decirlo de alguna manera, y sobre ella, escriben nuestros padres, nuestros educadores, nuestras amistades…, las Instituciones, los periódicos, etc., hasta que tenemos capacidad reflexiva y decidimos que identidad adoptar, e incluimos qué afiliaciones reconocemos. No hay razón por la que la nacionalidad deba ser excluida de este proceso, y no hay razón por la que la identidad final de una persona no deba tener la identidad nacional como uno de sus ingredientes constitutivos. Es ciertamente verdad que las doctrinas nacionalistas proclaman la precedencia absoluta de las lealtades nacionales sobre las lealtades de otro tipo, pero para tener una identidad nacional, no hay que ser nacionalista en el sentido doctrinario. El famoso ejemplo de Sartre, del joven que delibera acerca de si ir a luchar por su país o quedarse en la retaguardia cuidando a su madre enferma, no tendría sentido si las identidades nacionales necesariamente triunfaran sobre todas las demás, porque en tal caso, al reconocer su deber de luchar- el deber del patriotismo- reconocería también su absoluta prioridad sobre el resto de deberes. El hecho de que el dilema parezca real muestra de forma meridiana que percibimos nuestra nacionalidad como uno de los ingredientes de nuestra identidad, y que las obligaciones que surgen de ella están en conflicto con obligaciones que surgen de otras fuentes.

Un caso distinto, dice Miller, acontece cuando, como es el caso de España, la gente se identifica con dos naciones, la Constitución contempla distintas nacionalidades, y es forzada a decidir en un momento y circunstancias determinadas a cuál de ellas concede su lealtad principal. De nuevo, las doctrinas nacionalistas intentarán apropiarse de esto insistiendo en que la pertenencia es cuestión de todo o nada. Los inmigrantes norteamericanos realizan un juramento de lealtad que les exige «renunciar y abjurar absoluta y enteramente de toda lealtad y fidelidad a cualquier príncipe extranjero, potentado, Estado o soberanía», pero ellos y sus descendientes, a menudo, en la práctica, preservan lealtades duales. Algunos judíos americanos, dice Miller, ven Israel y Estados Unidos como sus hogares nacionales y actúan en consecuencia, y caso parecido puede encontrarse entre grupos socioculturales distintos como, por ejemplo, los españoles.

En la manifestación de 12OCT12, arranque del proceso secesionista en Barcelona, se demostró que la cuestión es que las identidades nacionales son tratadas en la práctica como exclusivas y superiores por sus portadores, al margen de lo que pretenden determinadas teorías nacionalistas.

Enrique Area Sacristán
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca

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