Marruecos, España, el pueblo Saharaui y el Acuerdo de Madrid.

La manera que tienen los Estados de procurar su derecho no puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de ser la guerra con todas sus consecuencias. Pero la guerra victoriosa no decide el derecho, y el tratado de paz, si bien pone término a las pasadas o actuales hostilidades, no acaba con el estado de guerra latente, pues caben siempre, para reanudar la lucha, pretextos y motivos que no pueden considerarse sin más ni más como injustos, puesto que en esa situación cada uno es juez único de su propia causa.

Que el pueblo saharaui diga al Rey omnipotente y prepotente de Marruecos: «No quiero que haya guerra entre nosotros; vamos a constituirnos en un Estado, es decir, a someternos todos a un poder supremo que legisle, gobierne y dirima en paz nuestras diferencias»; que un pueblo diga eso, repito, es cosa que se comprende bien. Pero que un Estado como el de Marruecos diga: «No quiero que haya más guerra entre yo y los demás Estados; pero no por eso voy a reconocer un poder supremo, legislador, que asegure mi derecho y el de los demás», es cosa que no puede comprenderse en modo alguno. Pues ¿sobre qué va a fundarse la confianza en la seguridad del propio derecho, como no sea sobre el sucedáneo o substitutivo de la asociación política, esto es, sobre la libre federación de los pueblos? La razón, efectivamente, une por necesidad ineludible la idea de la federación con el concepto del derecho de gentes; sin esta unión carecería el concepto del derecho de gentes de todo contenido pensable, de tal manera que, siguiendo a Kant:

1.º No debe considerarse como válido un Acuerdo de paz como el de Madrid, anulado por resolución de la ONU, que se ha ajustado con la reserva mental de ciertos motivos capaces de provocar en el porvenir otra guerra.

En efecto: semejante Acuerdo es un simple armisticio de España, una interrupción de las hostilidades del momento, presentes o futuras, nunca una verdadera «paz», la cual hubiera significado el término de toda hostilidad; añadirle el epíteto de «perpetua» sería ya un sospechoso pleonasmo. El tratado de paz aniquila y borra por completo las causas existentes de futura guerra posible, aun cuando los que negocian la paz no las vislumbren ni sospechen en el momento de las negociaciones; aniquila incluso aquellas que puedan luego descubrirse por medio de hábiles y penetrantes inquisiciones en los documentos archivados. La reserva mental, que consiste en que no se hablara por el momento de ciertas pretensiones que ambos países se abstienen de mencionar porque están demasiado cansados para proseguir o iniciar la guerra, pero con el perverso designio de aprovechar más tarde la primera coyuntura favorable para reproducirlas, es cosa que entra de lleno en el casuismo alauita; tal proceder, considerado en sí, es indigno de un príncipe, y prestarse a semejantes deducciones es asimismo indigno de un ministro.

Este juicio parecerá, sin duda, una pedantería escolástica a los que piensan que, según los principios de la prudencia política, consiste la verdadera honra de un Estado en el continuo acrecentamiento de su fuerza, por cualquier medio que sea como lo está haciendo Marruecos.

2.º Ningún Estado independiente -pequeño o grande, lo mismo da- podrá ser adquirido por otro Estado mediante herencia, cambio, compra o donación…como parece ha hecho España en el Acuerdo de Madrid para con el pueblo saharahui.

Un Estado no es -como lo es, por ejemplo, el «suelo» que ocupa- un haber, un patrimonio. Es una sociedad de hombres sobre la cual nadie, sino ella misma, puede mandar y disponer. Es un tronco con raíces propias; por consiguiente, incorporarlo a otro Estado, injertándolo, por decirlo así, en él, vale tanto como anular su existencia de persona moral y hacer de esta persona una cosa. Este proceder se halla en contradicción con la idea del contrato originario, sin la cual no puede concebirse derecho alguno sobre un pueblo. Todo el mundo sabe bien a cuántos peligros ha expuesto a Europa ese prejuicio acerca del modo de adquirir Estados que las otras partes del mundo nunca han conocido. En nuestros tiempos, y hasta época ya no tan reciente, se han contraído matrimonios entre Estados; era éste un nuevo medio o industria, ya para acrecentar la propia potencia mediante pactos de familia, sin gasto alguno de fuerzas, ya también para ampliar las posesiones territoriales. También a este grupo de medios pertenece el alquiler de tropas o medios o Bases que un Estado contrata o usa contra otro mediante tratados de amistad especiales como los actuales de los Estados Unidos de América, para utilizarlas contra un tercero que no es enemigo común; pues en tal caso se usa y abusa de los súbditos a capricho, como si fueran cosas.

    3º.- Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado como hace Marruecos con el Sahara español.

¿Con qué derecho lo hace? ¿Acaso fundándose en el escándalo y mal ejemplo que su Estado da a los súbditos de otros Estados? Pero, para éstos, el espectáculo de los grandes males que un pueblo se ocasiona a sí mismo por vivir en el desprecio de la ley es más bien útil como advertencia ejemplar; además, en general, el mal ejemplo que una persona libre da a otra -scandalum acceptum- no implica lesión alguna de esta última. Sin embargo, esto no es aplicable al caso de que un Estado, a consecuencia de interiores disensiones como lo fue la Provincia del Sahara español, se divida en dos partes, cada una de las cuales represente un Estado particular, con la pretensión de ser el todo; porque entonces, si un Estado exterior presta su ayuda a una de las dos partes, esto puede considerarse como una intromisión en la constitución de la otra -aunque ésta esté en pura anarquía-. De tal manera que, mientras esa interior y natural e histórica división sea francamente manifiesta, como es el caso, la intromisión de las potencias extranjeras como la de Marruecos y EE.UU será siempre una violación de los derechos de un pueblo libre, independiente, que lucha sólo en su enfermedad interior. Inmiscuirse en sus pleitos domésticos sería un escándalo que pondría en peligro la autonomía de todos los demás Estados como preveo sucederá.

España no es la caterva de políticos cobardes de poca monta que gobierna a sus súbditos; España son los súbditos y ciudadanos que se rebelan contra las injusticias que provocan estos gobernantes. España debe cumplir con el papel de administrador del Sahara hasta la consecución del referéndum al pueblo saharaui sobre lo que quiere ser en el mundo y en la historia.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca

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