‘Paradojas’, de Arman Basurto, los «Ongi Etorris»

Haber crecido en el País Vasco durante los últimos compases de la violencia etarra me expuso a un sinnúmero de paradojas que, aunque hoy se presenten claras ante mis ojos, en su momento viví con absoluta normalidad. Paradojas como interiorizar que algo tan excepcional como esperar al autobús del colegio rodeados por los escoltas del padre de uno de mis compañeros formaba parte de mi existencia cotidiana, o que las víctimas del terrorismo muchas veces tuviesen que volver a sus pueblos de origen prácticamente a escondidas, mientras los victimarios paseaban por el pueblo a sus anchas. Las paradojas también alcanzaron al lenguaje: quienes se hacían llamar a sí mismos patriotas eran quienes ejercían la violencia contra algunos de sus vecinos, mientras que a quienes daban su vida por la libertad incluso se les negaba el ser parte de esa supuesta patria.

Visto con el paso del tiempo, hoy resulta lógico pensar que la aceptación pacífica de esas incongruencias fue lo que permitió que la sociedad vasca viviese con relativa normalidad los sucesos terribles que ocurrían casi a diario. Después de casi diez años sin crímenes, sin embargo, muchas de esas paradojas aún persisten, y no parecen hallarse muy lejos de ser aceptadas de forma unánime. No solo eso: el final de la violencia en nombre de lo vasco, que tuvo como corolarios el cese definitivo de la actividad armada en 2011 y la disolución de la banda terrorista ETA en 2018, nos ha traído algunas nuevas. Y la principal, a mi juicio, tiene que ver con los símbolos.

A pesar de que los crímenes de ETA y las acciones de grupos afines se llevaran a cabo en nombre de la patria, su derrota y la progresiva condena de sus acciones por parte de la sociedad no ha conducido a una mayor cautela a la hora de exhibir los símbolos vascos o de hacer gala de un cierto orgullo nacional. Si en España la efusión patriótica se limitó a los eventos deportivos y la exhibición de los símbolos patrióticos adquirió un cierto estigma tras el franquismo (llegando a tener estos un difícil encaje para amplios sectores de la izquierda), en Euskadi no se ha producido un fenómeno similar.

La ikurriña sigue jugando un rol preponderante en cualquier tipo de celebración, el uso de la palabra abertzale (patriota, en castellano) no es algo que se vincule con ningún tipo de tentación extremista, y hacer gala de la identidad nacional vasca y exhibir su simbología en el espacio público no es algo que se aborde hoy con la menor cautela. Esto ocurre a pesar de que todos somos perfectamente conscientes de que la indigestión patriótica de la izquierda abertzale tuvo mucho que ver con lo que sucedió en nuestra tierra durante las últimas décadas.

Lo mismo sucede en el campo de las ideas. Si en España planteamientos perfectamente democráticos como el centralismo de raíz jacobina se hallan todavía hoy vinculados a la política uniformista del régimen franquista, en el País Vasco las tesis de la izquierda abertzale mantienen su prestigio intacto. Y, si en muchos países de Europa la mera apología de ideologías totalitarias es perseguida, en Euskadi asistimos (entre la indiferencia general) a los llamados ongi etorris, en los que etarras con delitos de sangre son recibidos entre parafernalia patriótica y en olor de multitudes. A diferencia de lo que sucedió en España, Alemania o incluso en Francia con la fanfarria castrense tras la Guerra de Argelia, los planteamientos y símbolos que nos condujeron al punto más oscuro de nuestra historia reciente no han sido puestos en barbecho, ni se ha hecho esfuerzo alguno por desvincularlos de todo aquello. Resulta difícil que una sociedad haga examen de conciencia en esas condiciones.

Pero, al mismo tiempo que se produce este fenómeno, se ha terminado de producir la plena aceptación de todos esos símbolos por parte de los partidos constitucionalistas. Desde los años de la Transición, y al tiempo que arreciaba la violencia (o tal vez a causa de ella), los constitucionalistas fueron asumiendo como propia la práctica totalidad de la simbología de la comunidad autónoma, desde la bandera hasta la palabra Euskadi. Curiosamente, esa misma palabra ahora no parece ser suficiente. Otra paradoja.

Esta aceptación, que merece ser celebrada, supuso un notable esfuerzo de generosidad que desgraciadamente no se vio correspondido, y que sigue sin ser valorado por la misma sociedad que hoy aplaude con las orejas cualquier rastro de civismo en el obrar de Sortu. Mientras los concejales socialistas o populares eran asesinados en nombre de la ikurriña y demás simbología, sus propios partidos políticos la abrazaban, con la esperanza de lograr que su tierra (y sus nuevos símbolos) pudieran serlo de todos.

Lamentablemente, los primeros años después de la violencia nos han enseñado que muy pocos están dispuestos a que los símbolos de Euskadi pierdan su valor polisémico. Por un lado, sirven para aglutinar a todos los partidos en torno a unos valores de mínimos (y que en teoría eran de máximos, pero esa es otra historia). Y, por otro, para alimentar una noción de patria excluyente e irredenta. La manifestación más cruda e inhumana de este hecho es, sin lugar a dudas, su uso en los homenajes a asesinos que no han mostrado arrepentimiento, pero no es la única.

A pesar de que pueda resultar tentador para algunos sectores, la respuesta no puede consistir en volverse contra esos símbolos, que hoy lo son de todos los vascos (pese a su origen partisano). Lo que se debe hacer (lo único que puede hacerse ya) es ser contundente en su defensa y trabajar en su resignificación, para lograr que sean solo enseñas cívicas, desprovistas de su carga original. Y la única forma de que eso sea así es arrancarles todo su falso misticismo, que es de lo que trata este artículo. La batalla cultural también puede darse en beneficio de todos.

Pero lo más urgente es acabar con aquello que suponga un escarnio. Los ongi etorris lo son, qué duda cabe. Y, a diferencia de la lucha contra el terrorismo, en esta ocasión todo parece indicar que los vascos tendremos que valernos por nosotros mismos. Solo nos queda, pues, interpelar a aquellos paisanos que hablan de la ikurriña como si fuese un estandarte sagrado para preguntarles por qué toleran que se la ponga a los pies de quienes vertieron sangre inocente.

Todo lo contrario de lo que preconiza la Ley de la Memoria democrática Vasca.

Arman Basurto es jurista.

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