La soberbia de la juventud.

Quizá sea la soberbia el pecado predilecto de toda juventud. Pero, desde luego, la nuestra ha caído en él de una manera muy especial y con síntomas tan graves, que, como en las enfermedades incurables, ya casi únicamente se puede esperar un milagro. Todas las formas de la vanidad, la soberbia y el orgullo han tiznado en gran parte los corazones limpios porque su fuego interior no ha sido siempre del todo ofrenda, sino también propia contemplación, seguridad excesiva, intransigencia sin caridad. Muchos hemos tenido la triste miopía de ver en unas normas militantes ejemplares únicamente el lado de las virtudes sonoras y no el oscuro envés de las virtudes grises. Nos hemos detenido contemplando la cara sin volver la moneda para ver la cruz. Y es tan importante la disciplina como la alegría, la paciencia como el ímpetu, el silencio como la gallardía. Además, son más difíciles y a la larga indudablemente más fecundas. No hay revolución posible sin palabras claras gritadas al viento, pero tampoco hay redención sin cruz que doblegue las espaldas. Se nos ha olvidado un poco que si todo cristiano –y mucho más el español de esta hora– debe ser portador de una revolución magna, es también, por su mismo ser de bautizado, cooperador en la redención de los hombres y los pueblos. Siervo inútil, cuyo quehacer no ha sido por él mismo marcado, ni dispuesto y que, por tanto, no tiene lugar a envanecerse de sus frutos ni, mucho menos, del trabajo en sí.

El don incalculable de haber nacido en un tiempo que no da cuartel, en que el bien y el mal se sitúan en frentes definidos, la suerte de haber encontrado el camino marcado con palabras indicadoras y con cruces, la gracia de poder y querer hacer grandes cosas en un escenario abierto, todo esto, que se nos da sin medida, lo hemos traducido en vanidad y excesos de palabras, en acritudes imperdonables. La masa plástica colocada en nuestras manos se ha hecho, no escultura tocada y viva, sino piedra quebradiza, angulosa, con aristas que hieren, y la hemos lanzado a los demás airadamente, creyendo incluso favorecerles.

Es verdad que seguramente pocas veces las circunstancias han empujado tan fuerte a una juventud que se encuentra sola a encontrarse también en un plano superior. Pero no hay en ninguna de estas circunstancias –que son palpables– posibilidad de disculpa. Por ejemplo: si en los que podían haber sido maestros, en los hombres más valiosos humanamente, hemos visto deserciones y, sobre todo, soberbias, soberbias tremendas, también es cierto que, para nosotros, ésta debía haber sido una lección. Porque el ridículo y la mezquindad de toda soberbia es tan evidente que sólo la misma soberbia puede cegar para no verlo. Por otra parte, también han sido ciegos los jóvenes para ver en torno suyo ejemplos admirables, que siempre los hay.

Lo peor es que la juventud está orgullosa incluso de su propio orgullo. Lo cree indispensable heraldo de una certeza religiosa y política. No quiere ver que toda certeza posible –y hay sólo unas cuantas– está apoyada en Dios y no en la personalidad de nadie. Porque, además, este grave mal juvenil es individual y colectivo. Es el pecado predilecto, así, predilecto, el vicio mimado que se reconoce muy vagamente y se alimenta con verdadero entusiasmo. Desde luego, casi siempre de una manera inconsciente, porque está tan arraigado en lo más hondo del alma, y la envuelve de tal modo que no es posible mirarlo de frente. Hacen falta golpes duros para recogerse con rigor y darse cuenta. Necesitamos el látigo que eche abajo de una vez de las almas los puestos de los mercaderes, el propio interés disfrazado de ideal, el amor y satisfacción propias, y deje nuevamente limpio el templo donde los españoles quieren hacer su morada. La luz se hará entonces tan hiriente y viva que dañará hasta llorar. Y sólo entonces estaremos en forma para hacer algo serio.

Se empieza por usar demasiado agresivamente la palabra juventud, llenándose la boca de ella, como si fuera un mérito inigualable. Y la juventud no es mérito, sino circunstancia que mueve a responsabilidad. Ya es hora de darse cuenta. Además, ser joven supone una enorme serie de faltas, de imperfecciones, de cosas que no han llegado a plenitud, y esto no se puede olvidar tampoco.

Es terrible pensar hasta qué punto la soberbia hace estéril toda acción. La soberbia nos ha desunido hasta fragmentarnos en grupos innumerables, incluso en individuos innumerables. Nos han desunido otras cosas, pero sobre todo la soberbia. Ningún grupo juvenil actual podría seguramente tirar la primera piedra. Nadie ha hecho, de verdad, un esfuerzo por hermanar a todos y no lo ha hecho. Y las hemos llamado, por ejemplo, claudicaciones imposibles, dándole así ese tono de falsa gallardía que nos es habitual, tan cómodo para quedar bien y tan odiosamente fácil.

La soberbia aparta de toda comunidad. Por eso no puede ser verdad de todo que hemos aprendido ya a entender seriamente la Patria. Por algo es la soberbia el primero de los siete pecados capitales. La juventud que clama contra la avaricia y la lujuria está sellada por un pecado tan grande como éstos. Por eso tal vez sus gritos se pierden en el desierto. No hemos sabido sumergirnos en la tierra de la comunidad para fecundarla. No hemos sabido morir para brotar poco a poco. Y bien sabe Dios que ha habido ocasiones de bajar la cabeza. Amarguras aguantadas rabiosamente a través de estos años que podían habernos purificado si hubiéramos sabido bendecirlas.

Individualmente, la soberbia nos hace un daño incalculable. Nos aleja del amor pleno y sencillo, de la amistad total, de la ciencia y la experiencia, de la comprensión, de la naturalidad y, sobre todo, de la auténtica sabiduría. Detiene el crecimiento y llega a anquilosar y amanerar todo. Ante los demás da una presencia poco agradable, incapaz de atraer, desgarrada y sin matices. En todo se introduce y empapa cualquier manifestación personal quitándole sabor y gracia.

«Pase lo que pase, seguiremos con el alma tranquila, sin soberbia ni decaimiento» … Hemos caído en ambas cosas, y sólo hemos procurado vencer el decaimiento a base de soberbia, engañándonos así a nosotros mismos. La soberbia nunca baja de donde sube, porque siempre cae de donde subió. Hay mucho que purgar y rectificar en este sentido. Dios quiera que todavía estemos a tiempo y de la soberbia no caigamos en lo más asqueroso, la envidia, no alegrándonos de los exitos ajenos de nuestros compatriotas.

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