El humanitarismo de la izquierda

Muchos de los que se dicen progresistas de izquierda y antisistema no han conocido, por su juventud, y otros habrán olvidado aquella farsa espesa y repugnante, representada en algunos países de Europa durante los años de la guerra fría y, en España con la aprobación de la objeción de conciencia, por una juventud sin decoro que disfrazaba de escrúpulos de conciencia su resuelta voluntad de dar un quiebro al deber de servir a la Patria con las armas.

Ha sido curioso saber que algunos de esos muchachos comunistas, socialistas, independentistas y católicos que entonces se decían agobiados por las objeciones de conciencia han pretendido ingresar en los Ejércitos una vez profesionalizados.

Cualquiera que haya sido su suerte y su conducta posterior, no es lícito suponer que en todo ello no hubiera más que un turbio propósito inconfesable; probable y aún seguro, es de suponer que entre aquellos mozos hubiera algunos católicos de buena fe y escasas luces que imaginaran cumplir de aquel extraño modo su deber.

No es ocioso ni fuera de lugar evocar su recuerdo, porque los recalcitrantes han vuelto a iniciar su turbia propaganda de la mano de aquellos que se llaman pacifistas y antimilitaristas, pero defienden los asesinatos “políticos” de ETA, de los homosexuales de Iran o las purgas venezolanas empleando la violencia física, psicológica y verbal. Aparecen como gérmenes activos de ella con cierta virulencia, sujetos de los partidos políticos de extrema izquierda, antisistema y, ahora socialistas, que les doran la píldora.

Importa esto en un momento en que la propaganda secesionista y “plurinacional” está en auge en España en un periodo de actividad proselitista, incluyendo figuras como el exJEMAD, del que nada bueno puede esperarse y que, gracias a Dios, ha desaparecido de la noticia política de primera fila. En España el heterodoxo ha sido siempre un disconforme; ni podrá ahora sentirse íntimamente ligado a nuestra historia ni jamás se considerará asociado a los propósitos y a los fines que tiene por suyos el espíritu español; la historia de los heterodoxos españoles es la historia de los portillos abiertos a los enemigos de España.

“Si la doctrina cristiana-dice Sepúlveda, citando a San Agustín- prohibiese todas las guerras se habría dicho a los soldados que pedían consejo que abandonaran las armas y se apartasen por completo de la milicia; y lo único que les dijo San Juan Bautista fue que no maltratasen a nadie y se contentasen con sus pagas”.

En un curioso y muy instructivo librito publicado en 1649, se halla un excelente y copioso repertorio de opiniones sobre la materia, de teólogos y moralistas, lo que induce a pensar que la polémica es antigua.
El libro se titula “El soldado católico que mueve dudas a su confesor”, y es, según reza la portada, “obra sacada de un capellán militar de lo que dice el P. D Francisco de Céspedes, teatino, en sus Dudas Militares, escritas en latín”.

El de servir, en la paz y en la guerra, que los objetantes de izquierda rehúsan por motivos tácticos, lo razonaba con buen acopio de argumentos el Apóstol de Andalucía: “La justicia de un soldado católico con respecto a su milicia consiste en obedecer a su Soberano, peleando en toda guerra justa, o de cuya grave injusticia manifiestamente no le conste, hasta dar la vida si fuere necesario, en la defensa de sus derechos, o en la justa vindicación de sus agravios, para mantener la tranquilidad pública y conservar en ella el Estado”.

Pudiera parecer que ese distingo que hace al hablar de guerra justa obligara al soldado a examinar en cada caso si su guerra lo es.

No hay tal. En el librito al que antes se aludía, el incógnito capellán militar concluye que no tiene el soldado por qué “examinar la justicia de la guerra, debiendo siempre presumir que en cosa de tanto monto el Príncipe y sus consejeros se muevan por causa justa”.

No parece necesario entrar aquí en más disquisiciones; pero para excusar la duda que pudiera suscitarse acerca del agravio o del derecho del poder constituido que mueve o contra quien se mueve, según Sepúlveda “no es sólo licito pelear en justa guerra contra los enemigos exteriores, sino que cuando hay guerra civil por la maldad de los hombres perversos que desean ejercer la tiranía o algún grave daño para la República, es propio del ciudadano bueno y religioso, tomadas las armas si no hay otro remedio, oponerse a los impíos intentos de aquellos malos ciudadanos”.

Descartada la ilicitud moral de la guerra, aún quedan a estos individuos pretextos filantrópicos para impugnarla según quien la lleve a cabo y, como consecuencia, repugnar el servicio de las armas constitucionalmente constituido. Pero ya Scheler hizo observar que la filantropía de la que el humanitarismo antiguerrero es una manifestación, es, en primer lugar, “la expresión de una reprimida repulsa frente a Dios”.

Pero hay que decir que ser humano es una cosa distinta y mejor que ser humanitario; floja actitud nerviosa de quien padece la enfermiza susceptibilidad nerviosa que hace estremecerse al contacto con la sangre, a la vista de las heridas o al recelo de la muerte, que, en el fondo, son las razones de no pocos antimilitarismos.

De estas razones derivan aquellos que piensan, por gustar más de lo accesorio que de lo esencial, que hay que poner a los Ejércitos como educadores en lugar de como instructores, sin reparar en que la más sana educación militar se apoya en el exacto conocimiento de la profesión. De esto procede el tópico de la “disciplina voluntaria”, que, mal entendida, no es otra cosa que un relajamiento de la disciplina. De ella decía el General H. Langlois, ya en 1905: “Desde que se ha lanzado oficialmente esta palabra, los jefes de cuerpo ya no osan castigar y el espíritu de disciplina se funde poco a poco, como la nieve al sol”.

Es falso el supuesto de una disciplina voluntaria válida para un medio social sin homogeneidad y necesitado de exquisiteces morales. Y es que la presunción de humanitarismo suele acabar por poner al hombre en contradicción con su propia naturaleza humana.

Es un tópico trivial abominar de la guerra, como estigma de baja civilización. Ortega que, por otra parte, no es precisamente un militarista, ofrece en más de una ocasión una visión más certera de la realidad: “Y conste que no soy yo tampoco partidario del pacifismo humanista. En otro lugar he dicho que la paz es en mi un deseo, pero que todas las teorías de la paz me parecen falsas, abstraídas y utópicas”. Y en otro lugar: “Yo siento mucho no coincidir con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacía la fuerza”.

Quizá lo que ocurra es que no se es pacífico por ser civilizado, sino que la civilización nos viene de nuestro amor a la paz y, precisamente por lo mismo que este amor a la paz nos fuerza, en ocasiones, a hacer la guerra.

Y es que la desordenada ilusión del pacifista camina siempre hacia una profesión de internacionalismo, cuyo primer punto programático es el antimilitarismo.

Luego, naturalmente, viene la guerra con todas sus miserias, nuestros dolores y nuestros quebrantos; y, tras de ella, los mismos que la reputaron científicamente imposible y moralmente condenable, intentan despachar su recuerdo con unos minutos de silencio -con los que eluden hablar con Dios para pedirle por los muertos- y con un homenaje al soldado desconocido, ingenioso hallazgo que pretende liquidar toda cuenta de admiración y de gratitud con los héroes identificables, corpóreamente presentes.

Esta operación de escamoteo se realiza a beneficio del principio, casi fundamental, de la política democrática que se conoce por supremacía del poder civil. Y es de tal finura la susceptibilidad democrática, que aun donde no hay propiamente Ejército, como en Suiza, hay quien combate el sistema de milicias, por considerar que conduce directamente al militarismo antidemocrático; lo que constituye una demostración más de que cualquier refugio de la disciplina y cualquier escuela de orden estorban a ciertas gentes en la misma medida que el patriotismo les resulta enojoso.

El antimilitarismo de estos ideólogos del desorden de la extrema izquierda y demás pandillaje es, como la mayor parte de las actitudes negativas, un implícito reconocimiento de la superioridad de aquello que se impugna. Nada ilustra mejor esta afirmación que el apresuramiento con que los antimilitaristas adoptan las formas y los modos más banalmente castrenses, en cuanto se ven en posibilidad propicia de hacerlo.
Ahora es el momento del nacimiento de una clase de tipejo militar, el tipo teratológico, anómalo, patológico del militar antimilitarista como el ex JEMAD. El camino abierto a este es el de lisonjear su vanidad. Nada que ver con aquellos otros que, escogiendo libremente otras opciones políticas, no han traicionado a sus muertos ni se han pasado al enemigo de España.

Hacerle imaginar que entre sus compañeros es el más inteligente porque es el que acierta a comprender las miserias de su profesión; sugerirle la idea de la superioridad intelectual que revela al sentirse incómodo y discrepante entre los suyos; excitar su imaginación hasta ponerle en trance de imaginar que produce argumentos nuevos, o cuando menos que aporta comprobaciones experimentales de los argumentos ya utilizados.

De este modo, iniciado en los hasta entonces para él inefables misterios, comienza por murmurar de sus compañeros. Si, por ventura, sintiera turbada su conciencia no faltara quien le diga que censurar a un militar no es detraer a la milicia; a sabiendas, probablemente, de que, al decírselo, le engaña.

Enrique Area Sacristán

Teniente coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca

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