La disciplina.

Hay algunos oficiales, a quienes no puede regatearse una dosis tolerable de buena fe, que reconocen como virtudes de patriotismo común del soldado la honradez, la bondad y el pudor, y señalan como circunstancia cooperante a la utilidad social la de que en el Ejército sea íntimo y constante el contacto entre los sujetos bien acomodados, de posición económica desahogada y los de vida modesta y difícil.

Otros después de estos, piensan en la conveniencia de aprovechar estas favorables disposiciones para aplicarlas al desarrollo de una función social del oficial, ya pasada, que el propio Vigny había entrevisto cuando escribía, «el Ejército quizá alcanzará una belleza más sobria y más moderna si se resignara a ser el educador de la nación y renunciara a los juegos costosos y poco honorables de la guerra».

Andando el tiempo, podemos ver, como la disciplina como convencimiento, abre más amplio cauce a esta influencia de excelentes deseos, que gentes perniciosas presienten fértiles en consecuencias, imprevistas para sus promotores. De este modo se ofrece un refugio cómodo y honorable a aquellos militares que, por gustar de lo accesorio más de lo esencial, ponen, o afectan poner, más interés en las tareas de ayuda humanitaria que en las de instruir soldados, sin reparar en que la más sana educación militar se apoya en el exacto conocimiento de la profesión.

De esto mismo procede el tópico de la disciplina por convencimiento o disciplina voluntaria, que, mal entendida, no es otra cosa que un relajamiento de la disciplina. De ella decía el General H. Langlois, en 1905, pues esto no es nuevo: Desde que se ha lanzado oficialmente esta palabra, los jefes de Cuerpo ya no osan castigar, y el espíritu de disciplina se funde poco a poco, como la nieve al sol. En todo caso ello viene a ser la última consecuencia de un temor que enunciaba Vigny al referirse a los rasgos de rudeza y de melancolía que oscurecen la vida militar, impresos por el hastío, y más que nada, por su posición, siempre falsa respecto del pueblo y por la inevitable comedia de autoridad.

Y es que la presunción de humanitarismo suele acabar por poner al hombre en contradicción con su propia naturaleza humana.

Es un tópico trivial abominar la guerra, como estigma de baja civilización, como la huella de barbarie más dolorosa después de la pena de muerte, que perdura entre los hombres. Es un error pretender que sea un indicio de alta civilización ser pacifista; quizá lo que ocurra es que no es pacifico el más civilizado, sino que la civilización nos viene de nuestro amor a la paz y, precisamente por lo mismo que este amor a la paz nos fuerza, en ocasiones, a hacer la guerra.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca

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