El olvidado odio de Azaña al independentismo catalán: la traición a la República.

El 19 de noviembre de 1979 se podía leer en el periódico El Alcázar: «La unidad de España ha sido puesta en trance de ruptura por decisión unilateral de quienes no se consideran españoles, en contra de la voluntad de los que tienen a honor serlo, como si a éstos esta unidad no les afectase o les fuese indiferente», unas líneas escritas por el falangista y ministro de la «democracia orgánica» Raimundo Fernández-Cuesta, que hoy en día podrían salir de la boca de más de uno de nuestros políticos nacionales. En el mismo número de este periódico, el carlista J.E. Casariego teme que España, con las autonomías «en un bárbaro salto regresivo, disfrazado de falsos progresismo, retorne a las tribus celtibéricas y reinos de taifas». 

La vigencia de ambas declaraciones – que se querían dar por  algo trasnochadas en la España recién liberalizada de finales de los años setenta del siglo pasado y de rabiosa actualidad – impresiona, y deja claro que la “Unidad de España” enarbolada no sólo, históricamente, por la derecha española sino por personajes ilustres de la segunda República como Azaña,  no es sino una muestra más de lo poco evolucionado y olvidadizo pensamiento progresista español actual en este sentido.

En ojos de nuestro protagonista republicano, Azaña, todo aquel trabajo por el Estatuto que defendió, quedó destrozado el 6 de octubre de 1934, cuando Lluis Companys (presidente de la Generalitat y líder de Esquerra Republicana) proclamó el Estado Catalán aprovechando la tensión que reinaba en España debido a la Revolución de Asturias. «Cataluña enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalitat, que desde este momento rompe toda relación con las instituciones falseadas», afirmó a la multitud que se reunió aquella jornada en Barcelona. Aunque aquello fue cortado de raíz de la mano del presidente Alejandro Lerroux y del general Domingo Batet poco después, fue el inicio del desamor entre ambos.

Sin embargo, lo que de verdad logró corroer a Manuel Azaña fue la puñalada trapera que parte de Cataluña y del País Vasco le dieron en la Guerra Civil al solicitar, a espaldas de la Segunda República, la paz a Franco. Según narra Sánchez Cervelló en «El separatismo catalán y vasco durante la Guerra Civil», todo comenzó el 17 de julio en el Protectorado de Marruecos. En sus palabras, el «derrumbe del Estado central permitió que tanto Cataluña como Euskadi llenaran el vacío dejado por la administración y asumieran competencias que no estaban contempladas en los respectivos estatutos de Autonomía». En el caso de Companys, por ejemplo, la creación de la Consejería de Defensa y el Comité de Milicias Antifascistas. Dos organizaciones destinadas a «disponer de una industria de guerra propia» y «asumir el control del orden público».

Escribe Azaña, en el exilio: “Desde julio de 1936, hacían todo lo necesario (y bastante más de lo necesario), para aumentar temerariamente la importancia de la región en los problemas de la guerra. No puede negarse que lo consiguieron, por acción y por omisión. Por acción, atribuyéndose funciones, incluso en el orden militar, que en modo alguno les correspondían; por omisión, escatimando la cooperación con el Gobierno de la República”.

 Por otro lado y, sin poderse afirmar que fueran de derechas por ser un movimiento revolucionario y sindicalista transversal, desde el acto de la Comedia y fundación de la Falange Española el 29 de octubre de 1933 hasta la actualidad siempre ha estado predicando la grandeza y la unidad del Imperio Español: empezando por La Reconquista, El Cid Campeador, Los Reyes Católicos, la Invasión de América, etc.  hasta el desastre de 1898 y las Guerras de África, estableciendo el dogma de que cualquier atisbo de aspiración autonomista constituye – en ciertas épocas– un crimen contra España y su sagrada Unidad, olvidando que España con los Austrias era más parecido a un Estado federal de reinos que a un Estado centralizado que, salvando las distancias conceptuales, llegó con los borbones y que por no tener, con Felipe II, no tenía ni capital hasta que se definió por Madrid. 

El caldo de cultivo del concepto de “Unidad” esgrimido por los conservadores podríamos encontrarla en los textos de la llamada “generación del 98” en los que se reflexiona sobre la decadencia de la nación española y se intenta desentrañar sus causas aludiendo a la Patria, la Nación, el Imperio, etc. En este sentido, Unamuno identifica la esencia de España con el alma de Castilla, que «un tiempo conmovió al mundo» y siente un imperioso deseo de liberación (En torno al casticismo, 1895), del mismo modo que Machado se conmueve al observar la Castilla de entonces «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora» (Campos de Castilla, 1912). Posteriormente, Ortega y Gasset también tuvo gran influencia, definiendo el “nacionalismo particularista” como un sentimiento de vivir aparte de los demás pueblos y colectividades frente al anhelo «a saber, adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destinos que es una gran nación» (debate del Estatuto de Cataluña en mayo de 1932). 

Con todo esto, José Antonio Primo de Rivera ya comenzó a insistir a principios del siglo pasado en que el Imperio español, fundado bajo inspiración divina por Fernando e Isabel y desarrollado por sus sucesores, sólo fue posible como consecuencia de la unificación territorial y religiosa del país –argumentación probablemente incuestionable en el contexto histórico de finales del siglo XV –. Esta fue la base utilizada para la construcción de la doctrina falangista sobre la que, a su vez, se apoyó ideológicamente el régimen de Franco, pese a que el propio José Antonio Primo de Rivera calificaba a los protagonistas del golpe de 1936 como «un grupo de generales de honrada intención, pero de desoladora mediocridad política».

Esta visión de España se encuentra totalmente enfrentada a las complejas realidades culturales y sociales de una parte de la España actual, que es el resultado del adoctrinamiento en el odio a sus raíces en sus territorios mal denominados históricos, y su defensa en el proceso de construcción de una identidad nacional que, en la actualidad, debería estar basada para su pervivencia en la definición histórica de lo que ha sido la cultura Hispana a lo largo de los siglos para recuperar los vínculos que la han mantenido unida desde tiempos remotos .

En este sentido, la propia Constitución española de 1978, que determina el fundamento de la Nación en la «indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», establece el reconocimiento y garantiza «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Decir, además, que este precepto trae causa del artículo 1.3 de la Constitución republicana de 1931, cuyo primer artículo en su párrafo tercero establece que «La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones», y bajo el amparo de la cual verían la luz los primeros estatutos de autonomía de Cataluña y del País Vasco en 1932 y 1936, respectivamente, estatutos que fueron incumplidos por los propios dirigentes de estas autonomías en contra de la misma República, como hemos podido ver en este mismo artículo.

Así las cosas, cada día se hace más necesario construir conjuntamente un relato global e histórico  acerca de la concepción unitaria de la Nación española, dejando de apelar constantemente a conceptos vacuos e indefinidos como la multiculturalidad o el derecho de autodeterminación de los pueblos  que producen rechazo por su histórica significación política izquierdosa y comunista a la mayoría de los españoles y comenzando a trabajar en la construcción del relato echando mano de otros conceptos, siempre con base histórica, como el de solidaridad, respeto institucional y cultural, etc., con el fin de construir una conciencia nacional que lleve a un futuro común. Esta es la única opción posible; tomar otro camino o seguir en el actual llevará de forma irremediable a la disgregación territorial – si no real y jurídica, sí social – de la Nación española, una e indivisible. 

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