Una primera aproximación histórica a la damnatio memoriae del Generalisimo.

Lo esencial de este artículo es que la damnatio memoriae, expresión posterior al Imperio romano, se pretende aplicar a la memoria del Generalísimo. Muestro en este artículo, que todos los lectores pueden proyectar a la realidad actual, las formas en que se hizo lo mismo en la época romana y en todas las fases de la historia conocida y reconocida: no es algo nuevo, viene de lejos y nunca se ha logrado nada con ella sino dividir y fomentar rencillas y malestar en las sociedades en las que se llevó a cabo.

Lo primero que hay que indicar es que la misma expresión de damnatio memoriae es muy posterior a la época romana y fue acuñada hace apenas tres siglos, en 1689. Así pues, se trata en verdad de una construcción historiográfica de carácter retrospectivo. Eso no significa que entre los romanos no existiera nada semejante, pues las condenas de la memoria ciertamente se practicaron y tuvieron gran relevancia en Roma, pero no lo hizo con este nombre ni con ninguno que fuera siempre el mismo. Por eso, algunos autores prefieren emplear otras expresiones como memoria damnata (Pollini, 2010), o “sanciones a la memoria” (memory sanctions), como Harriet Flower (2006) o Adrastos Omissi (2016). Además, y pese a que obviamente hubo no pocos hilos de continuidad entre las diferentes épocas, es preciso recalcar que la damnatio memoriae nunca tuvo un carácter del todo estandarizado, regulado, protocolizado ni homogéneo. Por esa razón, más bien deberíamos hablar de una pluralidad de prácticas interrelacionadas que a la hora de la verdad se desarrollaron de múltiples maneras. Por añadidura, no hay que pasar por alto el carácter cambiante y dinámico de estas prácticas, en especial si comparamos cómo las condenas de la memoria se llevaron a cabo en la época republicana o en la imperial.

Por otro lado, también conviene tener en cuenta que esta damnatio memoriae no fue una práctica exclusiva de los romanos y que podemos hallar no pocos antecedentes en la historia antigua, los cuales podrían remontarse hasta la época de los acadios o del antiguo Egipto y más tarde entre los griegos. Los mismos romanos, quienes pudieron ser influidos por las medidas llevadas a cabo en otras culturas, fueron plenamente conscientes de ello y, por ejemplo, Tito Livio mencionó en Ab Urbe Condita varios episodios entre los que destaca el siguiente que lo conecta con un momento clásico y anterior de Atenas.

El pueblo ateniense (…) dio rienda suelta a todo el odio hacia Filipo (…). Inmediatamente presentaron una propuesta de ley, que la plebe sancionó, a tenor de la cual serían retiradas y destruidas todas las estatuas y retratos de Filipo con sus inscripciones, e igualmente serían retiradas y destruidas las de todos sus antepasados de uno y otro sexo; serían privados de su carácter religioso todos los días festivos, los ritos y los sacerdocios instituidos en honor suyo y de sus antepasados; también serían execrados los lugares en que hubiese estado colocado algún signo o alguna inscripción en su honor, sin que en adelante fuese lícito colocar o dedicar en ellos nada de lo que la religión sólo permite colocar o dedicar en lugar no contaminado; cada vez que los sacerdotes del culto público hiciesen plegarias por el pueblo ateniense, por sus aliados, por sus ejércitos y sus flotas, pronunciarían maldiciones y execraciones contra Filipo, sus hijos y su reino, contra sus fuerzas terrestres y navales, contra toda la raza y el nombre de los macedonios. Se puso un añadido al decreto: siempre que en lo sucesivo alguien hiciese una propuesta que implicase una nota infamante para Filipo, el pueblo ateniense votaría a favor de la misma en su totalidad; si alguien decía o hacía algo en contra del decreto de infamia o en honor de Filipo, quien diese muerte a ese alguien estaría protegido por la ley. Una cláusula que se incluyó al final establecía la plena vigencia con respecto a Filipo de todo lo que en otro tiempo se había decretado en contra de los hijos de Pisístrato (31.44.2-9).

En estas líneas se constata la amplitud que podían llegar a tener estas condenas de la memoria y que, en el caso romano, por resumirlo en pocas palabras, comportaba que se debían borrar o tachar los recuerdos físicos del condenado, no solo en el ámbito público sino que también podía llegar hasta el terreno de lo privado, y liquidar así su funesta huella en la sociedad. Por ello, el nombre de la persona en cuestión podía ser eliminado o tachado de inscripciones o listas oficiales, de su testamento, de sus decretos y sus nombramientos podían ser asimismo revocados. Incluso el día de su aniversario podía pasar a ser considerado como un día nefasto o se podía proscribir el uso de su nombre de pila (praenomen) entre los miembros de su gens, algo que se hizo provisionalmente con Marco Antonio (m. 30). En casos como el de Cómodo (180-192), quien según Dión Casio y Herodiano habría renombrado todos los meses del año con títulos que se había otorgado a sí mismo (Amazonius, Invictus, Felix, Pius, Lucius, Aelius, Aurelius, Commodus, Augustus, Herculeus, Romanus y Exsuperatorius), también se derogó su anómala reforma del calendario. Antes, se había hecho lo propio con los intentos de Domiciano (81-96) de rebautizar octubre como Domitianus y septiembre como Germanicus, en este caso en honor a sus supuestas gestas bélicas en tierras alemanas (Suetonio, Dom., 13.3).

Por supuesto, los monumentos en los que el condenado estaba representado también fueron mutilados (especialmente ojos, orejas, nariz y boca) y/o almacenados fuera de la exposición pública (algo que justamente favoreció que se conservaran mejor y por eso muchos de ellos han llegado en mejor estado hasta el presente (Varner, 2004, p. 5)). En otros casos se reutilizaron partes de sus retratos de mármol como adoquines con el fin de darles un uso adicional y humillante (Varner, 2004, p. 5). Asimismo, no hay que olvidar que las damnationes tuvieron un carácter marcadamente vengativo, tal y como se muestra en el Panegírico a Trajano de Plinio el Joven, quien, al referirse a los anteriores ataques a las estatuas del odiado Domiciano, escribió que

causaba una gran alegría arrojar contra el suelo esos rostros llenos de arrogancia, golpearlos con las espadas o encarnizarse con ellos con las hachas en la mano, como si cada golpe provocase una herida sangrienta y un profundo dolor. En medio de la dicha general y de esa felicidad largo tiempo esperada, nadie se mostró tan moderado que no considerase como una venganza esas extremidades desgarradas y esos miembros mutilados (52, 3-4).

En la biografía de Suetonio hallamos un pasaje que va en la misma línea y que muestra qué tipo de reacción hubo al difundirse la noticia del asesinato de Domiciano:

los senadores se alegraron tanto, que llenaron atropelladamente la curia y no se abstuvieron de lanzar contra el difunto las más ultrajantes y crueles invectivas, ni de ordenar incluso traer escalas para arrancar a la vista de todos sus clípeos y sus estatuas y estrellarlas allí mismo contra el suelo, decretando, por último, que se borraran sus inscripciones en todos los lugares del Imperio y se destruyera por completo su memoria (Suetonio, Dom., 23,1).

Sin embargo, también resulta interesante tener en cuenta que en la mayoría de los casos, especialmente a lo largo del turbulento siglo I d. C., se reciclaron las estatuas para que representara a alguien diferente: habitualmente a un personaje eminente físicamente parecido o al sucesor del emperador condenado. Es decir, numerosos gobernantes prefirieron rededicar y apropiarse de las estatuas, monumentos e incluso edificios erigidos por sus predecesores condenados (Davies, 2000). De ahí, por ejemplo, que probablemente la mayoría de las estatuas de Domiciano (81-96) fueran reconvertidas para que representaran a su sucesor Nerva (96-98). Se trató de un recurso comprensible, uno mucho más práctico, rápido y barato, y uno que a menudo pasó inadvertido. Por cierto, a veces esos “reciclajes” o reutilizaciones no fueron inmediatos, pues una estatua podía ser retirada y ser recuperada y transformada dos siglos más tarde.

Por otro lado, para comprender las condenas de la memoria es importante tener en cuenta que oficialmente se realizaban desde una institución como el Senado, la voz de la tradición y la reconocida sede de la auctoritas. Lo que de algún modo se sugería es que la auctoritas debía controlar o juzgar la potestas y, en este caso, condenar las huellas negativas en el pasado. No debe sorprender por ello que, tras Augusto, las principales víctimas de la damnatio memoriae fueran emperadores como Nerón (54-68), el único condenado en vida, Domiciano o Cómodo; es decir, gobernantes que se enfrentaron, despreciaron o humillaron a la institución senatorial y frente a quienes la damnatio memoriae podía aparecer como una suerte de venganza e ignominia post mortem, además de como una suerte de reivindicación u ostentación que hacía el Senado del poder de su propia institución y de lo que representaba.

Ahora bien, también hay que añadir que la realidad es que no siempre fue el Senado quien la promovió o llevó a cabo. Con el tiempo también la promovieron los mismos emperadores (como Tiberio con el conspirador Lucio Sejano, Claudio con su esposa Mesalina o Nerón con su madre Agripina), el pueblo e incluso el ejército. La decadencia del Senado, tanto en prestigio como en “poder” efectivo ayudó a ello en no pocas ocasiones. Huelga señalar que ya el reconocimiento de Octaviano como Augusto, palabra asociada a la auctoritas y título que pasará a todos sus sucesores, había simbolizado la concentración de poderes en el emperador, o en su caso el princeps, y que se arrogara una autoridad que hasta entonces había correspondido en exclusiva al Senado.

Además, no hay que olvidar que, aunque la damnatio memoriae fuera una práctica más o menos institucionalizada, también se desataron numerosos ataques espontáneos de la población contra los emperadores más aborrecidos. En algunos casos cuando todavía estaban con vida, como le sucedió a Nerón cuando, según Dión Casio, se colgó de forma anónima un saco que simbolizaba su muerte en uno de sus monumentos tras el asesinato de su madre Agripina. También en vida se atacaron las estatuas de Constancio II (337-361) en Edesa, por culpa de medidas que sus habitantes sintieron como perjudiciales y cuya reacción popular, en la que también es importante prestar atención a los tratos de la población con los símbolos del emperador, fue descrita así por Libanio: “derribaron su estatua broncínea, la pusieron boca abajo, como se hace con los niños en la escuela, y se dedicaron a golpearle con una correa la espalda y lo que está más abajo, mientras añadían que quien merecía esos golpes estaba muy lejos de poseer la dignidad real” (Or. 19, 48).

Un buen y detallado ejemplo de estos estallidos de ira popular es el proporcionado por Dión Casio sobre el recién fallecido Cómodo:

De esta forma fue proclamado Pértinax emperador y Cómodo enemigo público, después de que el Senado y el pueblo se uniesen y profiriesen numerosos insultos contra este último. Querían arrastrar su cuerpo y descuartizarlo del todo, tal y como hicieron con sus estatuas; pero cuando Pértinax les informó de que el cadáver ya había sido enterrado, le perdonaron sus restos, dirigieron su ira contra él por otros medios y se refirieron a su persona con toda clase de calificativos. Ni uno le llamó Cómodo o emperador; en cambio, se refirieron a él como un maldito desgraciado y como un tirano, añadiendo en tono jocoso términos tales como “el gladiador”, “el auriga”, “el zurdo” o “el herniado” (…). En verdad, todos aquellos gritos que se habían acostumbrado a pronunciar con una especie de movimiento rítmico en el anfiteatro, como una manera de adular a Cómodo, los cantaron ahora con ciertos cambios que los hacían totalmente ridículos. Ahora que se habían quitado de encima a un gobernante, y sin temer todavía nada de su sucesor, aprovecharon al máximo su libertad en esta coyuntura y se quisieron ganar una fama de hablar con osadía (parresías) en la seguridad del momento. No se conformaron simplemente con haber sido librados del terror, sino que, confiados, desearon complacerse con una insolencia desenfrenada (74, 2, 1).

Ahora bien, pese a lo que suele afirmar, la damnatio memoriae no solo tenía que ver con la destrucción, con el silencio o con el olvido sino también con el recuerdo de lo negativo, de aquellos ominosos o funestos episodios del pasado que por eso mismo no debían ser ignorados. Hacerlo podría considerarse como un acto de negligencia, pues la negligio, en tanto que una contracara de la religio, se asociaba justamente con el olvido de aquello que unía a la comunidad y que la podía conminar al sonambulismo (Moatti, 2008, p. 52). Por ello mismo, Charles W. Hedrick (2000, p. XII) se ha manifestado en contra de asociar la damnatio memoriae a prácticas de eliminación del pasado como las estalinistas, algo que los romanos nunca persiguieron. En no pocas ocasiones, en la antigua Roma, la pretensión era más bien que las intervenciones dejaran rastros llamativos y que lo condenado saltara claramente a la vista. No hay que olvidar que, más que obliterar el pasado, lo que a menudo se buscaba era deshonrarlo y, por eso, Harriet Flower (2000, p. 59) se ha referido a las condenas como “marcas de la vergüenza” (marks of shame). En otras palabras, con frecuencia (mas no siempre) la condena debía ser justamente bien visible para que surtiera el efecto esperado y pudiera ser percibida como condena.

En una cultura impregnada por una concepción de la historia como maestra de vida o magistra vitae, por usar la expresión de Cicerón, no solo era importante mantener el recuerdo de las hazañas de los grandes héroes del pasado sino asimismo no olvidar comportamientos antagónicos que sirvieran de contraejemplos. Como explicó Tito Livio en Ab Urbe Condita, “lo que el conocimiento de la historia tiene de particularmente sano y provechoso es el captar las lecciones de toda clase de ejemplos (exempla) que aparecen a la luz de la obra; de ahí se ha de asumir lo imitable para el individuo y para la nación, de ahí lo que se debe evitar, vergonzoso por sus orígenes o por sus resultados” (Prefacio, X). Mientras que los virtuosos servían como episodios y figuras a emular, como vehículos de inspiración que ayudaban a guiar la conducta de las nuevas generaciones y a mostrarles la recompensa de la virtud en la memoria romana, los malos ejemplos también tenían su utilidad, pues aparecían como una advertencia para evitar conductas semejantes. Además, una manera fácil de realzar las virtudes de un emperador (como hizo Plinio el Joven en su Panegírico a Trajano) era a través de la comparación, a veces implícita pero de todos modos conocida por el público, de uno que hubiera sido mucho peor.

Además, hay que tener en cuenta que la damnatio memoriae se convirtió en una herramienta política muy valiosa. En especial, sirvió como instrumento para desacreditar y deslegitimar al emperador anterior y justificar al entrante, con mayor razón si el primero había sido asesinado o la transición había sido polémica. Dicho de otro modo, en muchos casos la legitimación del emperador se justificaba en parte sobre la desautorización del gobernante anterior, habitualmente retratado como un tirano, y esa desautorización y su derrota debían ser mostradas y recordadas para realzar al vencedor. A veces se recordó tanto al derrotado que, según Procopio, la victoria de Teodosio (379-395) sobre Magno Máximo (383-388) aún se celebraba dos siglos después (Omissi, 2016, p. 178).

Por todo ello, es fundamental tener en cuenta las relaciones que establecían los emperadores con sus predecesores. En la fase imperial, la damnatio memoriae devino un potencial instrumento de legitimación, y de un poder estético y simbólico como el que he desarrollado en otra parte, que ante todo se empleó con los cambios abruptos de poder y dinastía (de ahí, por ejemplo, que Nerva fuera muy duro con la memoria de Domiciano). Por eso mismo, entre los años 96 (Domiciano) y 192 (Cómodo) no hubo ninguna damnatio, pues fue una etapa de esplendor y estabilidad en el imperio. Sin embargo, no se debe olvidar que de todos modos se intentó con Adriano (117-138) y que fue por su sucesor Antonino Pío (138-161) que no se permitió y que finalmente se lo divinizó.

A partir del siglo IV, las condenas oficiales de la memoria se redujeron en número e intensidad. Con la posible salvedad de Constantino II (337-340) (McEvoy 2020, p. 280) y de usurpadores como Magno Máximo (383-388) o Flavio Eugenio (392-394), supuestamente vinculado a un revival pagano que Alan Cameron (2011) ha problematizado, ya no se centraron en emperadores, algo que no evitó estallidos populares como el mencionado contra Constancio II en Edesa o la “Revueltas de la Estatuas” (387) en Antioquía contra Teodosio. En un imperio cada vez más cristianizado, el anatema o la excomunión, que no estaban limitados a tener que ser post mortem, ganaron mayor importancia como formas de condena desde una auctoritas cada vez más atravesada por la religión cristiana y por supuesto cada vez menos asociada al Senado.

Finalmente, hay que tener en cuenta que en la etapa imperial no solo se condenó la memoria de emperadores, pues Tiberio (14-37) ya lo hizo con Lucio Sejano (m. 31) y, todavía tres siglos más tarde, Constantino (306-337) con su hijo Crispo (m. 326). Por el camino, cayeron muchas figuras más, desde Livila (m. 31) hasta Plauciano (m. 205) o Julia Soemias (m. 222), madre de Heliogábalo. Por cierto, no deja de sorprender que mientras que durante la república solo se condenó a una mujer, y no por casualidad extranjera, como hostis o enemiga de Roma (a Cleopatra, aunque eso también fuese un ardid de Augusto para provocar y legitimar su conflicto como guerra justa contra Marco Antonio), las condenas contra mujeres en época imperial fueron mucho más elevadas, sobre todo por ser madres de otros condenados, por ser vistas como conspiradoras de palacio o por ser oportunamente acusadas de adulterio. En cualquier caso, eso atestigua la influencia política real que pudieron haber tenido las mujeres en la época.

Para una mejor comprensión y mucho más desarrollado, ver: https://conversacionsobrehistoria.info/2020/10/10/memoria-poder-y-autoridad-la-damnatio-memoriae-en-la-antigua-roma/

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