El derecho a ser imbecil.

La ciudadanía asiste con estupor y desconcierto ante una escalada de graves noticias que ponen en cuestión cómo se ha ejercido el poder el nuestro país en los últimos años. Nuestra democracia, aún joven, debería fortalecerse gracias al buen funcionamiento de las instituciones y al desarrollo de la actividad pública basada en unos principios éticos muy estrictos. Pero parece que existe un divorcio absoluto entre la clase política española y la sociedad, que hoy demanda honestidad y una labor ejemplarizante en el ejercicio del poder.

Creo en la libertad individual como un principio inmutable. Creo que un individuo tiene todo el derecho del mundo a elegir ser, voluntariamente, idiota. Es posible que no sean la mejor compañía ni el interlocutor más válido pero nadie, bajo ningún concepto, puede negarles el derecho a ser idiotas. Decidir ser idiota, con absoluto convencimiento, es uno de los actos más osados a los que puede enfrentarse un ser humano en la construcción de su personalidad. No quiero ni imaginarme lo duro que debe ser fingir que te interesa razonar, debatir con argumentos, reflexionar y discernir, cuando en el fondo de tu ser escondes a un idiota deseando gritar su estupidez a los cuatro vientos. No a los armarios de los imbéciles. No al outing. No lo necesitan. Lo único que precisan es un espacio para poder expresar su imbecilidad sin miedo, sin prejuicios.

En mi ya considerable experiencia vital puedo demostrar que hay tres tipos de estupidez humana: la simple, también conocida como idiotez de tipo A; y la aguda, denominada idiotez de tipo B; y la crónica, muy dañina, catalogada como del tipo C. Para que podamos identificar a un imbécil sin margen de error lo primero que debemos saber es que el factor de la voluntad es determinante en el diagnóstico. La ignorancia no es, en sí misma, un síntoma de estupidez. Desconocer algo no nos convierte en imbéciles porque, en el momento que aprendemos y asimilamos la información, neutralizamos el virus. La voluntad de seguir siendo imbécil, despreciando la capacidad de trabajar la razón, es la circunstancia concluyente.

Cuando el imbécil adquiere conciencia de su imbecilidad y la utiliza para herir, agredir, humillar y discriminar a los demás, esa estupidez se convierte en algo muy peligroso. Cualquier idea sirve para contagiarse de idiotez. Incluso las más respetables. Puedes defender la autodeterminación y ser idiota. Es perfectamente compatible. Pueden incluso asociarse, juntando a varios imbéciles, y hasta, en un exceso de tolerancia social a la imbecilidad, recibir la catalogación de «utilidad pública». Es lo que tiene ser idiota, que cualquier sinsentido adquiere todo el sentido gracias a la propia idiotez. Por poder, pueden hasta ponerle una almohadilla como esta (#) delante de sus estupideces y convertirla en trending topic.

En esos casos, lo peor que podemos hacer el resto de ciudadanos -la mayoría, les recuerdo- es temer a los idiotas, sucumbir a su osadía y colocar al imbécil como un interlocutor válido hasta el extremo de sacar comunicados disculpándose ante la idiotez. Porque la estupidez se contagia y hay que tener mucha profilaxis si uno no quiere acabar idiota perdido. Porque un bobo escuche que una actriz interpreta un sketch sobre tópicos y gentilicios en un programa de televisión (exactamente lo mismo que hacía Ocho apellidos vascos) y pretenda boicotear la película en la que participa no hay que sacar comunicados, ni lanzar a la actriz a los pies de los caballos, para salvar una taquilla que, por suerte, suele ser impermeable a los idiotas. Los boicots generados por idiotas deberían identificarse con el hashtag #boboicot, para evitarnos hacer el ridículo retuiteándolo. 

Y, no hay nada peor que depender de las decisiones de un imbécil. Así califica el profesor italiano de Economía Carlo María Cipolla a aquellas personas cuyos actos acaban por perjudicarles a ellos mismos y a cuantas personas les rodean. En su tratado sobre la estupidez humana, Cipolla afirma que las personas de este tipo logran la perfección cuando el beneficio que obtienen es insignificante y el perjuicio que causan es irreparable.

Ese pensamiento nos lleva a una reflexión: Estamos dirigidos por algunos servidores públicos que además de ser deshonestos son imbéciles; políticos que han pensado que eran inmunes a los delitos de robo, malversación, prevaricación o tráfico de influencias; que desconocían el significado de la palabra expolio y que aprobaban inversiones arbitrarias e ilógicas, que jamás habrían decidido con su propio dinero.

Y así, la consecuencia de todo ello ha sido que en pleno siglo XXI, en Europa, perteneciendo a un país supuestamente próspero, asistamos boquiabiertos a los suicidios de los desahuciados (que el único mal que han hecho ha sido creer que sus empleos serían eternos); a una cifra escalofriante de paro, a los dramas de familias enteras que ven cómo no pueden hacer frente mes a mes a sus gastos ordinarios y a todo ello debemos añadir el deterioro, por falta de presupuesto en las arcas del Estado, de todas las instituciones que sustentan los pilares de nuestra sociedad: la Justicia, la Educación y la Sanidad.

Cabe preguntarse: ¿Por qué existen esos deshonestos imbéciles en altos cargos? En definitiva, nuestros dirigentes son el reflejo de la sociedad en la que viven y, si subyace en ella un alto índice de inmorales y corruptos, ese mismo porcentaje es el que encontraremos entre nuestros servidores públicos.

¿Qué hacer ante este problema? La clave está en un cambio cultural y, por tanto, en la educación. Nuestro filósofo Séneca ya decía: «Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres». Una sociedad guiada por valores como la honestidad, la ética, el respeto al bien común y con clara conciencia de que hay bienes (materiales e inmateriales) que nos pertenecen a todos, es una sociedad que avanzará hacia el desarrollo y la prosperidad de los habitantes que la forman.

Así lo confirman los estudios de Stephen Knack, prestigioso economista americano que investiga el desarrollo de las sociedades modernas y la gestión del sector público. Su conclusión es que existe una relación causa-efecto entre la moralidad y la economía. Knack vincula la honestidad de los integrantes de una sociedad con el aumento del nivel de ingresos de sus habitantes y prueba que consiguen una renta per capita más alta las sociedades donde no existe corrupción entre sus dirigentes. Es decir, el crecimiento económico es mayor en los países cuyas élites directivas aplican la transparencia y la ética en sus modelos de gestión.

Todos sabemos que el concepto de ética tiene una trascendencia que va más allá del derecho penal. Por supuesto, un servidor público no puede delinquir, ¡como cualquier otro ciudadano, faltaría más! Pero a la persona cuya actividad va dirigida a servir a la sociedad se le debe exigir un plus añadido de moralidad y honestidad, y no solamente en su faceta pública, sino también en el ámbito de su vida privada; pues, en definitiva, existe una absoluta incompatibilidad entre ser honesto y moralmente intachable de día y un sinvergüenza de noche.

No hace falta ser Knack, ni doctor en Economía por la Universidad de Washinghton como Keefer, para entender que los comportamientos éticos tienden a beneficiar tanto a quien los practica como a todas las personas que le rodean. Es el conocido como efecto «onda expansiva».

Por lo tanto, cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad en nuestro ámbito de actuación, tanto público como privado, que consiste en poner coto a los imbéciles deshonestos que están arruinando nuestro país. A la vez, es el momento de defender una ética ejemplarizante en las instituciones y en los cargos públicos, que actúe como onda expansiva, limpie el aire que respiramos y permita que nuestra sociedad recupere la calidad de vida y el liderazgo que nunca debió perder. Nos va en ello el presente y también nuestro futuro.

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