Así termina la democracia

Nada dura eternamente. La democracia tenía que pasar a la historia algún día. Nadie, ni siquiera Francis Fukuyama –quien allá por 1989 anunciara el fin de la historia misma– ha creído que las virtudes de este sistema lo hicieran inmortal. Pero, hasta fecha muy reciente, la mayoría de los ciudadanos de las democracias occidentales suponía que ese final estaba muy lejano aún. No esperaban que aconteciera en vida suya o siquiera de sus hijos. Muy pocos habrían pensado que podía estar acaeciendo ante sus propios ojos. Y, sin embargo, transcurridas ya dos décadas del siglo XXI, nos sentimos inesperadamente obligados a preguntarnos: «¿Así se acaba la democracia?».

Nuestras imaginaciones políticas están ancladas en imágenes obsoletas del aspecto que suponemos y asociamos a una caída de la democracia. Estamos atrapados en el paisaje del siglo XX. Nos remontamos a las décadas de 1930 o de 1970 en busca de estampas representativas de lo que sucede cuando la democracia se descompone: tanques en las calles; dictadores de pacotilla bramando por la unidad nacional con mensajes acompañados de violencia y represión. Se nos ha advertido de que no debemos ser complacientes pensando que algo así no podría pasar de nuevo. Pero y el otro peligro: el de que mientras nos fijamos en las señales más conocidas de esa clase de caídas de los regímenes democráticos, nuestras democracias estén fallando en puntos y aspectos que no nos son tan conocidos. Para mí, este último es el mayor riesgo que corremos: no creo que haya muchas probabilidades de que regresemos a un escenario como el de los años treinta del siglo XX. No estamos en los prolegómenos de un segundo amanecer del fascismo, la violencia y la guerra mundial. Nuestras sociedades son demasiado diferentes –demasiado acomodadas, demasiado envejecidas, demasiado interconectadas en red– y nuestro conocimiento histórico colectivo de lo que salió mal entonces está demasiado arraigado para eso. Cuando la democracia se termine, probablemente nos sorprenderá la forma en que lo hará. Puede que ni siquiera notemos que está ocurriendo, porque nos estaremos fijando en otros aspectos o en otras cuestiones.

La ciencia política contemporánea tiene poco que decir al respecto de esas nuevas vías de posible quiebra de la democracia, porque anda demasiado ocupada en otra cuestión: la de cómo se consigue instaurar la democracia y hacer que funcione. Es comprensible que así sea. La democracia lleva ya tiempo extendiéndose por el mundo, pero lo ha hecho a menudo dando dos pasos adelante y uno hacia atrás. Muchas veces, la democracia avanzaba vacilante en países de África o de América Latina o de Asia, y entonces un golpe de Estado o un pronunciamiento militar la apagaban hasta que, al cabo de un tiempo, alguien volvía a intentar instruirla de nuevo. Esto ha ocurrido en muchos lugares: de Kenia a Corea, pasando por Chile. Uno de los interrogantes centrales de la ciencia política es qué hace que la democracia se consolide. Y, fundamentalmente, es una cuestión de confianza: quienes tienen algo que perder con los resultados de unas elecciones tienen que creer que vale la pena perseverar por los cauces de la competencia política democrática hasta los comicios siguientes. Los ricos deben fiarse de que los pobres no les quitarán el dinero. Los soldados tienen que fiarse de que la población civil no les quitará las armas. Muchas veces esa confianza se rompe y entonces la democracia se viene abajo.

De ahí que los politólogos tiendan a concebir la quiebra de los regímenes democráticos como una «recaída». En esas situaciones una democracia recae hasta la situación previa al momento en que se logró instaurar una confianza duradera en sus instituciones. Y de ahí que busquemos ejemplos anteriores de quiebra democrática para tratar de esclarecer qué podría salir mal en el presente. Damos por supuesto que el final de la democracia nos lleva de vuelta al principio; imaginamos que es como el proceso que la creó, pero a la inversa.

¿Cómo sería la quiebra del régimen político vigente en sociedades donde la confianza en la democracia está tan firmemente establecida que difícilmente llega a tambalearse? La pregunta adecuada para el siglo XXI es la de cuánto podemos persistir con unos elementos institucionales en los que nos hemos acostumbrado a confiar sin darnos cuenta de que ya han dejado de funcionar. Entre esos elementos institucionales incluyo las elecciones periódicas, que continúan siendo la piedra angular de la política democrática, pero también los parlamentos democráticos, el poder judicial independiente y la prensa libre. Es perfectamente posible que todos ellos sigan funcionando como se supone que toca, pero sin cumplir la función que deberían cumplir. Corremos el riesgo de que una democracia vaciada de contenido nos arrastre a una falsa sensación de seguridad. Podríamos así continuar confiando en ella y acudir a ella para que nos rescate de los problemas, al tiempo que estaría creciendo nuestra irritación por su incapacidad para responder a nuestra llamada. La democracia, pues, podría caer aun permaneciendo intacta.

Tal vez parezca que este análisis no cuadra con las referencias a la pérdida de confianza en la política y en los políticos democráticos en las sociedades occidentales en general que tan a menudo oímos. Y es cierto que muchos votantes están descontentos con sus representantes elegidos y que desconfían de ellos ahora más que nunca. Pero esa no es una pérdida de confianza que incite a la gente a levantarse en armas contra la democracia. Se trata de una desconfianza que la induce más bien al desánimo. La democracia puede sobrevivir a esa clase de comportamiento durante mucho tiempo. Adónde nos lleva finalmente esto es una pregunta pendiente de respuesta y es la que yo trato de abordar aquí. Pero donde seguro que no termina este trayecto es en la década de los años treinta del siglo pasado.

Deberíamos huir de toda visión a lo Benjamin Button de la historia; es decir, de la idea de que las cosas viejas rejuvenecen incluso al tiempo que van acumulando experiencia. La historia no circula marcha atrás. Bien es cierto que la democracia occidental contemporánea presenta determinados comportamientos que parecen evocar algunos de los momentos más oscuros de nuestro pasado: entiendo que cualquiera que viera a los manifestantes que desfilaron con esvásticas por las calles de Charlottesville (Virginia) y luego oyera al presidente de Estados Unidos repartiendo las culpas por igual entre ellos y sus antagonistas pueda pensar en lo peor. Aun así, por desagradables que incidentes así puedan resultar, no son precursores del retorno a algo que creíamos que ya habíamos dejado atrás, necesitamos otro marco de referencia.

Así que permítanme que les ofrezca una analogía diferente. No es perfecta, pero espero que ayude a que se entienda mejor el argumento de este trabajo. La democracia occidental está pasando por lo que en las personas es la típica crisis de los cuarenta o de los cincuenta: una crisis de madurez, en definitiva. Con esto no pretendo quitar hierro al asunto: las crisis de madurez pueden ser desastrosas y hasta mortales. Y esta es una crisis en toda regla. Pero debe entenderse en relación tanto con la extenuación actual de la democracia como con su volatilidad, y en relación tanto con los con la complacencia actualmente visible como con la irritación y la ira. Los síntomas de una crisis de madurez incluyen conductas que podríamos asociar a personas mucho más jóvenes. Pero nos equivocaríamos si supusiéramos que el mejor modo de entender lo que está sucediendo es estudiar cómo se comporta la gente joven.

Cuando un hombre de mediana edad en plena crisis se compra una moto llevado de un impulso repentino, puede estar cometiendo una temeridad. Si la suerte no le acompaña, tal vez acabe estrellado o envuelto en una bola de fuego. Pero la peligrosidad de tal acción no es ni remotamente similar a la que esta tiene cuando es un adolescente de diecisiete años quien se compra la moto. Lo más normal es que lo máximo a lo que nuestro hombre maduro se arriesgue sea hacer un poco el ridículo. Se montará en su moto unas pocas veces y, al final, se cansará y la dejará aparcada en la calle todo el tiempo. Puede que hasta la venda. Su crisis tendrá que resolverse de otro modo, si es que tiene solución. Pues bien, la democracia está pasando por una edad madura difícil.  Podría terminar despeñándose en llamas por un terraplén. Lo más probable, de todos modos, es que esa crisis continúe y que tenga que resolverse de otra forma, si es que tiene solución.

Soy consciente de que hablar de la crisis de la democracia en estos términos puede parecer todo un ejercicio de autocomplacencia, sobre todo viniendo de un varón blanco privilegiado de clase media. Actuar de esta forma es un lujo que muchas personas del mundo entero no pueden permitirse. Éstos son los son problemas característicos del primer mundo. La crisis es real, sí, pero también tiene mucho de ridícula. Precisamente eso es lo que hace que resulte tan difícil saber cómo terminará.

Sufrir una crisis cuando no se está ni al principio ni al final de una vida, sino en un punto intermedio de la misma, supone sentirse tensado hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo. Lo que tira de nosotros hacia delante es nuestro deseo de algo mejor. Lo que tira de nosotros hacia atrás es nuestra renuencia por deshacernos de algo que nos ha servido para conducirnos hasta aquí. Esa reticencia es comprensible: la democracia nos ha prestado un gran servicio. El atractivo de la democracia moderna radica en su capacidad de proporcionar beneficios a largo plazo para sociedades enteras dando al mismo tiempo voz a sus ciudadanos individuales. Es una combinación formidable. Es fácil entender por qué no queremos renunciar a ella, o no todavía, por lo menos. No obstante, es posible que la alternativa no sea simplemente entre el paquete democrático completo y un paquete diferente, antidemocrático. Puede que los elementos que confieren a la democracia su atractivo continúen funcionando, pero ya no logren funcionar juntos. El paquete comienza a disgregarse. Cuando una persona empieza desmoronarse, a veces decimos que está hecha pedazos. En el momento actual, la democracia parece estar hecha pedazos, lo cual no significa que sea imposible de arreglar. No todavía.

Ethic

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