Breve reflexión sobre el empleo de las fuerzas armadas.

La concentración legítima del monopolio de la violencia como fundamento del Estado moderno es explicada como la fuga social del ambiente polémico generado por las guerras civiles y religiosas, que aterrorizaron la Europa del siglo XVII, hacia un ámbito de neutralización política como garantía de la seguridad. El resultado fue la secularización administrativa de la cosa pública por la separación entre Iglesia y Estado y la eliminación de la figura del “enemigo interno” de las consideraciones políticas. El desarme de la sociedad y la concentración de los instrumentos de la fuerza en la figura del naciente Estado-nación permitieron salir de la situación polémica por el establecimiento de una única orden normativa para todo el territorio que regulase los conflictos inherentes a la relación entre los ciudadanos. Así –dicho de manera dramáticamente breve– fueron definidos los statu quo nacionales, con lo que en ciencia política se consagró en el dicho “buenas leyes y buenas armas”. En efecto, el monopolio de la fuerza por la concentración de los instrumentos de la violencia permitió garantir la eficacia normativa que regula las relaciones sociales y protege ciudadanos y propiedades en todo el territorio. La posibilidad de dictar la estructura normativa de la sociedad dentro de un territorio delimitado, es decir, la decisión sobre lo permitido y lo prohibido, es el fundamento de la soberanía. De esa manera, el Estado es soberano en la medida en que consigue mantener con éxito a la comunidad en su territorio protegida dentro de las reglas que sustituyen lo polémico por lo agonal y, al mismo tiempo, que consiga defender esa normatividad de imposiciones externas. Proteger y defender son las dos únicas misiones que justifican y fundamentan el ejercicio legal del monopolio legítimo de la fuerza estatal.

No obstante se trate de un único acúmulo de fuerza –lo que define el monopolio– las misiones a que se devota son signadas por particularidades de naturaleza diferente. Por un lado, la fuerza se orienta al interior del Estado para garantir la situación agonal que regula los antagonismos en justas o competencias, inclusive electorales, donde el “otro” es un competidor, un adversario que se somete a reglas estipuladas a priori por un tercero. Por otro lado, la fuerza apunta al exterior, contra aquellos que pretendan modificar el statu quo social y, por lo tanto, que amenacen la particular forma de vida de la comunidad. Quien así actúa no es un adversario o competidor, sino un “enemigo” que combate y que no obedecerá otras reglas que las impuestas por el vencedor a posteriori. Esta doble orientación de la fuerza, por sus especificidades, define modalidades de naturaleza muy particular. En el primer caso, la fuerza se aboca a garantizar la eficacia de las reglas que regulan el juego, agonales, y a proteger los concurrentes, de ellos mismos o de un tercero que atente contra ellos o sus propiedades. De todos modos, quien atente o pretenda hacerlo contra alguien o sus propiedades no es un enemigo, más un ciudadano que precisa ser neutralizado y aislado para evitar que se trasforme en un peligro para la sociedad, pero al cual el Estado debe garantir su vida y su dignidad, es decir, protegerlo como a cualquier ciudadano, porque no es un enemigo. En el segundo caso, el Estado debe defender la libertad de la decisión, es decir, su soberanía, en un ambiente relativamente anárquico, sin una normativa vinculante que ofrezca alguna previsibilidad de los actores y, por lo tanto, donde se impone el cálculo estratégico de la acción. En este ambiente, el Estado defenderá la particular forma de ser de su sociedad orientando toda su fuerza para eliminar la fuente del peligro y la amenaza de su capacidad de decidir. Como aquel que desde el exterior amenaza la soberanía es el enemigo que combate, la fuerza debe ser suficientemente letal como para disuadirlo de intentar afectar la soberanía o para eliminarlo en caso de que persista en su intento.
En la complejidad del Estado contemporáneo estas dos especificidades de empleo de la fuerza fueron siendo institucionalizadas y consagradas constitucionalmente en dos estructuras ministeriales en general definidas en Capítulos constitucionales específicos. Fueron consagrados los conceptos de “Seguridad Interior” o “Seguridad Pública” para el ejercicio protector de la fuerza reservando el concepto de “Defensa” para la administración de la fuerza letal. Ambos sistemas de empleo del monopolio de la fuerza se orientan con doctrinas diferentes, con armamentos específicos, así como preparación y entrenamiento del personal muy especializados para las misiones constitucionalmente atribuidas.

Así, esas dos naturalezas de la fuerza, por un lado protectora, regida por la doctrina de los Derechos Humanos, no letal, que controla “adversarios” dentro de los procesos regulados agonalmente para resolver los conflictos inherentes a la sociedad y, por otro, una fuerza defensiva letal, orientada por la doctrina del Derecho de Guerra y de los Derechos Humanitarios, que procura disuadir “enemigos” de que su intento de herir la soberanía redundará en su eliminación física llegado el caso, definen dos ámbitos de preocupación estatal que puede generar el empleo de la fuerza que definimos así:

* Seguridad Pública o Interior: es el ámbito en el cual la naturaleza de la fuerza, en su proyección interna a las fronteras nacionales, es protectora del ciudadano y conservadora del orden. Ella se emplea en régimen de monopolio y es administrada, en la complejidad del Estado moderno, como es llamado en algunos países, por el Ministerio del Interior.

* Defensa: es la aplicación externa de la fuerza de naturaleza letal, dirigida en régimen de libre concurrencia, a eliminar las fuentes de potencial hostilidad a la propia unidad decisoria y disuadir a las intenciones de hostilidad de un eventual “enemigo” en el ambiente anárquico de las relaciones internacionales. La administración de esta fuerza defensiva y de la preparación nacional para la eventualidad de su empleo queda a cargo, en el Estado moderno, del Ministerio de Defensa con autorización del Poder Ejecutivo (en la mayoría de los casos).
De esta distinción resulta la personificación administrativa de los diferentes ejercicios de la fuerza en dos tipos de burocracia estatal claramente diferenciadas en la mayoría de las constituciones del continente: 1) las fuerzas policiales (en sus más diversas denominaciones), que ejecutan el monopolio de la violencia en el ámbito interno, para cumplir con la función primordial de mantener el orden normativo que regula agonalmente la relaciona social de su comunidad y proteger al ciudadano y la propiedad, y 2) las fuerzas armadas, como instrumento específico (aunque no el único) responsable por la defensa del Estado y la sociedad de sus enemigos en situaciones polémicas, que emplea el monopolio de la fuerza externamente. Algunos países cuentan con fuerzas intermediarias, como son los casos de la Gendarmería en la Argentina y los Carabineros en Chile o la Guardia Civil en España.

Una simple mirada a la historia conceptual del área de Seguridad Internacional y de Defensa desde el fin de la Guerra Fría permite notar un claro deslizamiento conceptual. En general, la historia de los conceptos apunta a la búsqueda de una mayor precisión y univocidad, dado que los conceptos, diferentemente de las palabras, son instrumentos epistémicos de determinadas áreas del saber para recoger partes significativas de la realidad estudiada. Su utilidad reside en la precisión con que permita alcanzar y recortar un determinado sector de la realidad de manera coherente y consistente, comprenderlo, explicarlo y, eventualmente, controlarlo. No obstante, esta obviedad, en el área de la Defensa y la Seguridad, esa búsqueda por la claridad y univocidad parece no constatarse. En realidad, muy por el contrario, muchas veces los conceptos se van tornando más ambiguos y vagos y sus límites se tornan nebulosos, porosos y hasta anodinos. Esto ha llevado a algunos analistas y “académicos”, poco inclinados a realizar un análisis más detenido y profundo, a juntar los términos en la fórmula “Defensa y Seguridad”, tal vez como una forma de no errar o de “conformar” a griegos y troyanos. Sea por lo que fuere, de esa forma, la riqueza semántica que podrían contener los conceptos específicos del área, perfeccionados y semánticamente pulidos por su propia historia epistémica, se pierde en un frenesí de neologismos que, lejos de aprender el fenómeno inequívocamente, dejan escapar la realidad entre su trama laxa y abierta para su uso arbitrario y, como tal, político.

Si en cualquier área del conocimiento la ambigüedad conceptual es condenable y debe ser combatida –particularmente cuando esos conceptos vagos son importados de manera acrítica, con la inmediata consecuencia de reforzar el colonialismo del conocimiento–, en el área de la Seguridad Internacional y de la Defensa esa práctica asume contornos políticamente dramáticos. En efecto, en esta área particular los conceptos, además de su función epistémica para científicos y académicos, son incorporados por el discurso político donde establecen una función normativa estatal y de mando operacional para los instrumentos institucionales. Considerando esta segunda particularidad de los conceptos del área que nos ocupa en esta reflexión, es posible observar la mutación conceptual al seguir la historia de los acuerdos internacionales, especialmente posteriores al fin de la Guerra Fría, en la cual los ministros de Defensa del continente o inclusive sus primeros mandatarios fueron firmando declaraciones hemisféricas en las que se amplió peligrosamente el alcance semántico de los conceptos de “Seguridad” y de “Defensa”. Con las Declaraciónes sobre Seguridad y Defensa compartida, se reconoció que la “nueva concepción de la seguridad en el hemisferio es de alcance multidimensional”. Con este reconocimiento se tornaron anodinos los límites normativos que regulan el empleo de la fuerza, dejándola apta para su empleo en todo aquello que cada uno de los gobiernos considerasen oportuno.

La falta de conciencia nacional inédita y el nulo conocimiento del concepto de Seguridad, por un lado, y la presión de los habitantes de Cataluña y Vascongadas, por el otro, llevaron a los gobiernos de España, preocupados con la próxima elección, a buscar instrumentos y expedientes para disminuir los índices de percepción de inseguridad delegando ésta a Policías autonómicas. Ante la imposibilidad de enfrentar el problema en el corto y medio plazo, se atacaron los síntomas. La presencia de las fuerzas armadas ocupando las calles produce una sensación de seguridad en cierta parte de la población de estas Regiones, aunque, de hecho, no reduzca en nada el crimen organizado ni los índices de violencia por parte de otra parte de la población que no siente como suyas ni las Fuerzas Armadas ni ningún otro Cuerpo que proceda del Estado. Aunque inútil para enfrentar con éxito el problema, los militares en la calle pueden provocar el resultado esperado de estabilidad en los índices que influencian la situación política anómala que vivimos. Con la generalización de esta tendencia se llega a la situación de, por un lado, profesionalizar de facto a las fuerzas armadas y, por el otro, provocar una “hipertrofia” institucional, al desviar para el área de la Defensa presupuesto que, a criterio de la cínica progresía de izquierda, debería reforzar los ministerios que se muestran inadecuados a los desafíos propios de los tiempos de la llamada “sociedad de riesgo”. Sin embargo, este refuerzo presupuestario de la Defensa no la fortalece, por el contrario, la desvía cada vez más de su función principal como está establecido en la Constitución, con el consecuente riesgo de perder su capacidad potencial combativa, además de frustrar la realización vocacional del militar.

No obstante, estas consideraciones bastante corrientes, en muchos países del continente, preocupados por la dimensión asumida por algunos desafíos, como el crimen organizado internacional, el tráfico ilegal de personas, armamentos y drogas, los desastres naturales, las crisis medioambientales y de salud pública, emplean sus fuerzas armadas, de manera casi rutinaria, para hacer frente a esos desafíos. La situación crónica de estos problemas torna permanente ese empleo dado a las fuerzas armadas, que va exigiendo cobertura jurídica, doctrinas, habilidades, instrumentos, manuales de operación y presupuesto específico. Pero con este ejercicio se ocultan las deficiencias institucionales que deberían ser subsanadas para ofrecer una respuesta flexible, profunda y adecuada a aquellos problemas, de manera conjunta, por medio de una acción estratégicamente articulada. Así, los verdaderos problemas se cubren con un manto pirotécnico orientado a los síntomas (para obtener resultados políticos inmediatos) en lugar de apuntar a las causas, lo que llevaría más tiempo y tal vez exigiría medidas impopulares.

Por otro lado, el contacto del militar con la sociedad en casos de empleo para contener desordenes sociales o movilizaciones, con la doctrina y los instrumentos específicos para el combate, representa el riesgo de accidentes, con la posibilidad de víctimas civiles y la consecuente pérdida de prestigio de la institución, como acaba aconteciendo con el empleo de las fuerzas armadas en prolongadas ocupaciones.

Letalidad y capacidad de combate son características definidoras del instrumento específico de la Defensa. El militar se prepara, entrena y se arma para abatir al enemigo o disuadirlo; es esa capacidad adquirida que no puede perder por su empleo en misiones subsidiarias. La extrema especialidad de este instrumento, imprescindible para garantir la soberanía del Estado, no significa que no pueda ser convocado –dependiendo de las necesidades estatales y la urgencia– para aprovechar su capacidad logística, de movilización nacional, su velocidad de respuesta, presencia en el territorio y eficiencia operacional, para otras misiones que constituyan emergencias nacionales. Sin embargo, ese empleo no debe ser al costo político de la negociación ni de perder o disminuir su característica fundamental que es su capacidad de combate. La capacidad de combate, en hombres y medios, puede ser empleada en otras misiones puntuales y transitorias, siempre y cuando no exijan la alteración de doctrina, ni de armamento, entrenamiento o carga presupuestaria que defina la permanencia de la misión. Por eso nos parece que son de gran utilidad para auxiliar en casos de catástrofes naturales y accidentes ecológicos, por un lado, y también como apoyo a la acción internacional, por otro. El empleo de las fuerzas armadas en asuntos internos es una tentación política difícil de contener en los tiempos que corren, sobre todo cuando todos los otros instrumentos del Estado parecen impotentes ante el poder de corrupción del crimen político organizado. Pero ese puede ser un camino de difícil retorno para la democracia y la conducción política de la Defensa; es recolocar la situación de Roma frente a su ejército del otro lado del Rubicón, porque una vez que se cruza el río, “alea jacta est”.

Ante la inminencia de una variedad de amenazas “domésticas”, agravadas por estrategias políticas erróneas del gobierno central, algunas alternativas de enfrentamiento son posibles. Una de ellas es contar con una fuerza de contención intermedia, como la Guardia Civil, que nos parece bastante adecuada y no conlleva problemas institucionales, constitucionales ni operacionales. Otra es la formación de un cuerpo policial, fuertemente armado con gran capacidad de fuego, inteligencia compartida, entrenamiento y doctrina específica para el enfrentamiento en las calles contra los futuros insurrectos. La tercera es destacar un grupo de militares con formación, armamento y doctrina menos «belicosa», como la UME, pero que tiene el contratiempo de crear una diferenciación entre militares que puede ser perjudicial para el espíritu de cuerpo de la corporación. Finalmente, fuerzas armadas multipropósito pueden resultar inútiles para cualquier propósito. De todos modos, la peor alternativa es no contar con ninguna y tener que improvisar al calor de los acontecimientos.

Con relación al empleo de la fuerza militar no se juega ni improvisa.

Artículo de Héctor Saint-Pierre adaptado al caso español.

Por Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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