La población y el nacionalismo vasco. (VII). La negación del conflicto vasco: un obstáculo para la paz y la reconciliación.

LA POBLACIÓN Y EL NACIONALISMO VASCO. (VII). La negación del conflicto vasco: un obstáculo para la paz y la reconciliación.

POPULATION AND BASQUE NATIONALISM

Enrique Area Sacristán.

Teniente coronel de Infantería y Doctor por la Universidad de Salamanca

enriquearea@live.com

RESUMEN: Entre la negación y la ignorancia del conflicto vasco hay, en medio, la siempre latente tentación de suprimirlo, de ahorrarlo mediante atajos que pretenden pasar por alto el proceso de dialogar, de acordar, de buscar coincidencias por encima de las diferencias.

Suprimir el conflicto suele ser casi siempre un atentado contra los valores que sostienen a la democracia. Y atentar contra estos es, poco a poco, restar calidad a la propia democracia.

Cuando un tema que divide a un grupo se omite o se calla para evitar la discusión que podría provocar —y allí donde la división está siempre latente—, se premia el silencio por encima de la palabra, esa materia prima de la política y sus herramientas, la retórica y la oratoria. Esto lleva de igual modo a evitar la negociación que generaría el consenso, ambas prácticas que vigorizan y fortalecen también a la democracia.

Los partidos deben ser mucho más que la búsqueda del poder por el poder, que es la lógica que prevalece cuando se suprime el conflicto y se fuerza la unidad —cuando esta no pudo conseguirse con liderazgo, con normatividad y con prácticas democráticas— a costa de la formación de ciudadanía, de la práctica cotidiana de la democracia que la convierte en costumbre, luego en hábito y al final en cultura.

La sola búsqueda del triunfo a costa de lo que sea lleva a suprimir el conflicto, a verlo como un estorbo, un lastre o la razón de todas las derrotas, retrocesos o estancamientos.

PALABRAS CLAVE: ETA, MVLN, Jóvenes, Violencias, Religión de reemplazo

ABSTRACT: Between the denial and the ignorance of the Basque conflict there is, in the middle, the always latent temptation to suppress it, to avoid it by means of shortcuts that pretend to bypass the process of dialogue, of agreeing, of seeking coincidences over differences.

Suppressing the conflict is almost always an attack against the values ​​that sustain democracy. And attacking these is, little by little, diminishing the quality of democracy itself.

Suppressing the conflict is almost always an attack against the values ​​that sustain democracy. And attacking these is, little by little, diminishing the quality of democracy itself.

When an issue that divides a group is omitted or silenced to avoid the discussion that it could provoke —and where the division is always latent— silence is rewarded over words, that raw material of politics and its tools. , rhetoric and oratory. This also leads to avoiding the negotiation that would generate consensus, both practices that also invigorate and strengthen democracy.

Political parties must be much more than the search for power for power’s sake, which is the logic that prevails when conflict is suppressed and unity is forced —when this could not be achieved with leadership, regulations, and democratic practices— at the cost of of the formation of citizenship, of the daily practice of democracy that turns it into custom, then into habit and finally into culture.

The mere pursuit of victory at any cost leads to suppressing the conflict, seeing it as a hindrance, a ballast, or the reason for all defeats, setbacks, or stagnation.

KEY WORDS:ETA, MVLN, Youth, Types of violence, Religions of replacement

La etimología de la voz conflicto nos dice que es el choque o colisión de dos fuerzas antagónicas que se oponen moral o físicamente. La consecuencia inmediata es que alguien puede perder o sufrir, frente al contrincante que sale exitoso. Hay conflictos interpersonales, sociales o internacionales, pero todos ellos se pueden analizar con el mismo esquema formal. Esa unidad de método parte de la premisa de que una sociedad organizada busca mil maneras de minimizar los conflictos, es decir, el daño que puedan ocasionar. Estamos ante un ardid de la evolución. Dada la inteligencia y las pasiones del hombre, de no haber gestionado con suficiencia los conflictos, la especie humana habría desaparecido. Pero resulta utópico imaginar una sociedad en la que se pueden evitar todos los conflictos o la mayoría de ellos. Hasta en la sociedad angélica hubo una escisión, la de los ángeles caídos.

El conflicto quiere decir etimológicamente «dos que chocan». El verbo original es flígere (= chocar), pero el conflictum añade el prefijo «con». Es una paradoja, pero ese prefijo implica relación, incluso unión. Ese mismo artificio se logra con otras palabras cercanas, como «competición», «combate» o «conflagración». La paradoja implícita es que los conflictos suponen una suerte de reconocimiento o de cooperación entre los contendientes.

De ahí se deduce también que los conflictos son inevitables en una sociedad, por pacífica o integrada que pueda mostrarse. Unos conflictos se gestionarán mejor que otros, pero, si se resuelven o se eliminan unos, aparecerán otros. Lo fundamental es que subyace el deseo de que su coste en daño físico o moral se reduzca a un mínimo. No es sólo por una suerte de virtud ética sino por el razonamiento egoísta de que, si se prolonga o se extrema el daño, también puede alcanzar al ganador.

Conviene dejar claro que el conflicto es una oposición entre dos actores, sean individuales o colectivos. Por tanto, se excluye el fenómeno concomitante de la rebeldía en sentido estricto, que también es general.  La rebeldía es la actitud o la acción de una persona o un grupo que ofrece resistencia contra el orden establecido. La diferencia no está en el grado de tensión, pues tanto el conflicto como la rebeldía pueden desembocar en violencia, incluso extrema. Lo específico del conflicto es su carácter dual, recíproco. En la práctica, el paso de uno a otro concepto es muy sutil. No olvidemos que el Estado es la fuerza legítima organizada. Por tanto, los actos de rebeldía (no tanto las opiniones, al menos en una democracia) pueden conducir al conflicto. Lo contrario de la rebeldía es la integración, el conformismo, la aceptación del orden. Lo contrario del conflicto es la paz, la tranquilidad. Ni qué decir tiene que esos valores expresan gradaciones y, además, son subjetivas. Lo que para uno es paz, para otro puede ser opresión.

Los conflictos abiertos o violentos son los que llaman más la atención y los que seguramente hacen más daño. Suelen ser los que llenan de contenido los medios informativos. Pero la taxonomía de los conflictos debe incluir también los que no son noticia, los que no se perciben a primera vista, los taimados, incluso los que se disfrazan de su contrario. La expresión popular del «abrazo del oso» alude a una aparente relación afectiva que esconde un posible daño. Son muy frecuentes las contiendas en las que no hay daño aparente sino sólo merma de intereses en el perdedor.

Una sociedad organizada no es la que elimina todos los conflictos, porque eso es una utopía, en su peor sentido de algo que resulta ilusorio y vano. Una sociedad organizada se propone gestionar los conflictos para que produzcan el mínimo daño, la menor dosis de violencia. Un instrumento último para ese fin es el uso legítimo de la fuerza o la coacción, la que se ejerce a través de las Fuerzas Armadas, la Policía o equivalentes. Naturalmente, en la base está el sistema judicial. Tan útil es esa organización coactiva o represiva que, como queda dicho, se podría definir el Estado como la organización de la fuerza legítima en una sociedad. Bien es verdad que siempre habrá marginados, terroristas o «indignados» que no estén de acuerdo con esa definición; son los «antisistema» según la jerga actual. En la época de la Segunda República recibían la etiqueta de «vagos y maleantes». Entonces no había tanta «corrección política» como la que hoy impera, por lo general como una influencia más de la cultura norteamericana hegemónica.

El ideal de un Estado legítimo no es tanto destruir al oponente como disuadirlo para que no ejerza la violencia más allá de un límite tolerable. Como es natural, cuando esa disuasión no alcanza sus objetivos, se impone la estricta represión, que puede llegar desde las multas y la cárcel hasta la pena de muerte. El método más eficaz es el convencimiento moral para que las agresiones sean sólo en legítima defensa. También cabe la finura de sublimar las tensiones en otras formas de antagonismo simbólico, no violento. Ese proceso no es fácil. Incluso aunque se atenúe o desaparezca el conflicto expreso, suele quedar muchas veces un enfrentamiento latente, larvado, que en cualquier ocasión puede volver a manifestarse de forma más aguda. Una paz que pudo parecer tan ejemplar y definitiva como la de Versalles, en el año 1918, desató la feroz guerra mundial dos decenios después. Esa réplica se debió a la mala gestión de la paz, al reverdecer de los nacionalismos y a la superación de la crisis económica. En los últimos años los terroristas vascos han medio convencido a la sociedad de que sus «acciones» son parte de un «proceso de paz». Al menos en el pasado los bandoleros no eran tan cínicos. Lo de que robaban a los ricos para dárselo a los pobres fue una leyenda posterior, que no pasó de una broma.

La guerra es el método tradicional para gestionar un conflicto internacional extremo con el menor tiempo y daño posible. El estado ruso acaba de denominar o calificar a Ucrania como “Estado terrorista”. Naturalmente, cabe una gradación en la forma de llevar la guerra. Se puede operar con la duración, el daño, el coste y la legitimidad moral que pueda tener para cada uno de los dos bandos. Nos encontramos en un momento muy extraño de la Historia en el que las guerras no se declaran y, lógicamente, tampoco se firman las paces. En la retórica de la izquierda se impone la letanía del «no a la guerra», especialmente cuando ese conflicto lo llevan a cabo las otras fuerzas políticas. Esa resistencia ideológica recuerda la utópica declaración constitucional del año 1931: «España renuncia a la guerra». Sólo un país ha sido consecuente con ese principio, Suiza, el país más raro de todos en términos políticos. En un país como España, partícipe en muchas guerras recientes (Yugoslavia, Irak, Afganistán y Libia), la contradicción pacifista se resuelve con eufemismos. En lugar de la guerra se habla de «misión de paz» o «humanitaria», de «intervención» o incluso de «cumplimiento de la resolución de Naciones Unidas».

Resulta llamativo que, en los siglos XIX y XX, prácticamente todas las guerras en las que han participado los españoles hayan sido civiles o coloniales, no internacionales. Extrañamente, España no intervino de forma declarada en las dos guerras mundiales del siglo XX, a pesar de que muchos españoles se inclinaron anímicamente por uno u otro bando. Sólo en los últimos decenios España ha colaborado con Estados Unidos y otros aliados en «misiones» desplegadas en otros países. Esas intervenciones no siempre han sido bien recibidas por la opinión pública española, generalmente neutralista, aunque esa actitud oculte un prejuicio antinorteamericano o antijudío. Como suele ser el caso de los prejuicios, esos dos tan extendidos no tienen mucha justificación histórica.  No puede ser que dure tanto tiempo el encono de las guerras carlistas, Cuba o de la Inquisición o del conflicto vasco navarro actual. Quizá la explicación esté en que ninguna sociedad y ninguna persona puedan llegar a sentirse totalmente libres de prejuicios. De ahí el carácter universal de los conflictos armados y sociopolíticos y los de tipo personal. En los prejuicios suele haber desinformación y envidia.

La resistencia retórica a la guerra, sinónimo cercano a lo que denominamos conflicto, proviene de un fenómeno más amplio, cual es la mala gestión de los conflictos interpersonales o sociales en la sociedad española actual. Esos conflictos se resuelven mal porque estamos ante una sociedad socialmente desigual, étnicamente heterogénea y lingüísticamente diversa.

En el lenguaje público, el de los políticos o los medios, se cultivan numerosos eufemismos para tapar los conflictos. Por ejemplo, el uxoricidio se denomina «violencia de género»; los terroristas aparecen como «violentos», «radicales» o incluso «patriotas» (abertzales) o partidarios del «proceso de paz». No es una mera cuestión semántica. España es uno de los pocos países occidentales en los que los terroristas han podido formar un partido político legal. Interpretar la guerra civil desde el sufrimiento del bando republicano ha motivado que, del medio centenar de películas que se han hecho sobre la guerra civil en la etapa democrática, prácticamente en todas ellas se narra su heroísmo o su sufrimiento. Era un bando que podía vibrar ante el extraño grito de «¡Viva Rusia!». Entonces Rusia era la Unión Soviética de Stalin.

Por mucho que se hable de «guerra total», lo normal es hoy que los bandos en lucha no recurran a todas las armas posibles. Bien es verdad que los terroristas pueden acercarse a ese carácter definitivo mediante el recurso a los terroristas suicidas, pero es algo que se reduce sólo a las bandas islamistas. Ningún grupo terrorista ha recurrido a las armas nucleares, lo cual es una notable y esperanzadora autolimitación. El efecto letal del terrorismo se consigue cuando atenta indiscriminadamente contra la población civil, aunque sea de modo selectivo y simbólico.

El lenguaje público de rechazo del terrorismo está lleno de curiosos juegos de palabra. Por ejemplo, es sólito que se declare enfáticamente que se «rechaza la violencia (terrorista) con contundencia». Pero el verbo «contundir» es tanto como «machacar, aplastar», esto es, ejercer la violencia. Actualmente, es una moda léxica el recurso a la «contundencia» o sus derivados para indicar que la actitud correspondiente es deseable o  encomiable. Es una palabra que menudea en los discursos o declaraciones de los hombres públicos. Lo «contundente» casi siempre se emite con un sentido ponderativo, sobre todo cuando se refiere a la conducta propia o a la de los partidarios.

El terrorismo es de dos clases. Históricamente está el que se asocia con movimientos separatistas o irredentistas. El ejemplo más caracterizado en España ha sido el de los terroristas vascos (ETA). Luego está un difuso conglomerado de lo que podríamos llamar terrorismo internacional porque sucede en otros países o porque tiene ramificaciones en varios de ellos.

Por mucho que se purifiquen y ensalcen los conflictos, es evidente que no puede ser bueno el cúmulo de daños que producen. Por tanto, está implícito el deseo general de su resolución, por lo menos de atenuar su perjuicio. Son muy distintas las formas que adquiere el arte de resolver los conflictos. Anoto las siguientes:

1.  Reducir el conflicto a un modelo de suma cero en el que, si uno gana, el otro pierde. La ganancia será mayor cuanto más clara sea la pérdida para el oponente. La perfección de esta salida está en convencer al perdedor de que tiene la culpa, es decir, se merece el resultado.  Se trata de una resolución muy eficiente del conflicto, pero tropieza con la dificultad de que en la sociedad española no se cultiva mucho la virtud de asumir las culpas. Es el extremo de lo que se llama «saber perder». Hay que ver, por ejemplo, lo arduo que fue para los rojos o republicanos reconocer que perdieron la última guerra civil en España. En el idioma español no se prodiga mucho una expresión inglesa muy común: it is my fault (= la culpa es mía, yo soy el responsable). En todo caso, las culpas se echan fácilmente a alguien o a algo, pero difícilmente se reconocen por uno mismo. El expediente más fácil es buscar un chivo expiatorio que no se rebele cuando las culpas se depositan sobre él. En la cultura española el sentimiento de la culpa propia no es algo que se admire. «Darse golpes de pecho», en actitud de pedir perdón, se considera como una demostración de hipocresía. Curiosamente, la culpa se transforma muchas veces en culpabilidad, que es un término de la retórica jurídica, algo que declaran los jueces. Pero en la lógica jurídica sólo se puede probar la no culpabilidad, nunca la inocencia. En la cultura española el derrotado lo es doblemente porque la opinión dominante es que merecía perder. En definitiva, se queda como el famoso «gallo de Morón», sin plumas y cacareando. Es una demostración del clima de crueldad que suele darse en los usos españoles.

2.  El ideal para resolver muchos conflictos es llegar a la idea de compromiso, es decir, la superación de las tensiones a través de la oportuna negociación con concesiones mutuas. En ese caso las dos partes pueden ceder un poco porque presumen que, de no hacerlo, ambas saldrían perdiendo. Algunas fórmulas típicas son la custodia compartida en los casos de divorcio con hijos o los arbitrajes en los conflictos laborales o internacionales. El divorcio mismo o la huelga regulada son vías de regular el conflicto para evitar males mayores. Como queda expuesto, no es una fórmula fácil de ejecutar, sobre todo si los dos bandos en conflicto realmente se odian. Una sociedad compleja exige un número creciente de personas dedicadas a la mediación, el arbitraje. Ahora se estilan los «protocolos familiares» para prevenir o suavizar los posibles conflictos personales o de intereses en las empresas pequeñas.

Una caricatura del compromiso es el abuso del «diálogo» o la «negociación», precisamente para aparentar que no se sabe cómo resolver un conflicto. Por ejemplo, esas palabras suavizantes se utilizan mucho en la llamada «lucha contra el terrorismo». Realmente quieren decir que los terroristas no son tales y que no van a ser vencidos. Estamos ante una ilustración del «problema insoluble», algo que se plantea en las Matemáticas y que también surge en la sociedad. Resulta ingenuo pensar que todos los problemas se pueden resolver. A veces, el compromiso significa oscurecer la realidad de un conflicto difícil de resolver.

El modo más fehaciente de alcanzar un compromiso es que las dos partes en litigio consideren que es mejor no romper las hostilidades o no reabrirlas. Naturalmente, esa decisión es difícil cuando todo está preparado para que se entable o continúe el combate. Digamos que hay algo objetivo o externo que supera la voluntad de los contendientes. Muchos litigios o peleas se desatan a pesar de que nadie quería romper las hostilidades.

3.  Cuando se impone el extremo del odio, no queda más remedio que uno de los dos bandos consiga la rendición del contrario, muchas veces a través de la violencia. Es el modelo de muchas guerras, pero no se aviene bien con los conflictos interpersonales. Lo del «ojo por ojo» queda muy lejos en el tiempo. El extremo de esa permanente actitud belicosa sería la eliminación o aplastamiento del contrario, por lo menos su humillación. Paradójicamente, se da mucho en los conflictos entre personas próximas, donde intervienen los intereses y los celos. No hay forma más cruel de odio o de venganza que el que revelan dos personas que en su día se unieron por el afecto, cuando éste queda roto sin saber muy bien por qué. La actitud de concluir un conflicto con la rendición (y no digamos si es «incondicional») puede llevar a la victoria pírrica, es decir, a triunfar con un coste desproporcionado.

4.  La forma contraria a la anterior es hacer ver que el conflicto hay que disimularlo y aguantar o disimular. Es el apaciguamiento en los conflictos internacionales. En los casos de disensiones de pareja, cuando no se recurre al divorcio, el apaciguamiento se traduce en la decisión de aguantar, sobrellevar, transigir. Es una solución tradicional que puede funcionar en contextos autoritarios o en momentos de crisis. Es el caso del descenso de la tasa de divorcios cuando golpea una situación de crisis económica. Se trata de una forma taimada de resolver los conflictos… retrasándolos.

5.  La forma más radical de resolver un conflicto es simplemente negar que exista. Es lo que se llama la táctica del avestruz, esconder la cabeza bajo el ala. En algunos regímenes autoritarios no se permiten las huelgas o los divorcios. Como es natural, esa negación no sólo retrasa la resolución de los conflictos, sino que a la larga los agrava. La superación del pasado tiene como presupuesto fundamental el conocimiento y aceptación de lo ocurrido; esta afirmación vale para sucesos individuales como los procesos de duelo por la muerte de seres queridos, pero también para entornos sociales más complejos como las guerras.

Negar la existencia del conflicto armado y socio-político impide que se tenga conocimiento de las atrocidades acaecidas en desarrollo del mismo. Es verdad que la justicia ordinaria ha investigado y sancionado a los autores de muchos de esos crímenes, pero siempre lo ha hecho desde una perspectiva individual, como si se tratara de acontecimientos aislados e inconexos. El tratamiento insular de esos crímenes lleva a que su control sea buscado a través de las herramientas tradicionales de la política criminal, que no están diseñadas para enfrentar los que suelen presentarse durante las confrontaciones entre facciones organizadas en las que se aplica la violencia. Conviene precisar que la justicia ordinaria enfoca de esa manera su trabajo, porque fue concebida para actuar así; no se la creó para investigar, como un todo, a las miles de personas que cometieron miles de delitos durante un conflicto en contra de la paz de la sociedad vasca y navarra, española, que derivó en miles de víctimas.

La sociedad actual, y las venideras, deben saber que la violencia no obedeció a la casual coincidencia temporal y espacial de actuaciones individuales; la ETA fue la punta del iceberg de un movimiento, para ellos, de liberación nacional que se alzó en armas contra el Estado y que movilizó a miles de hombres, unos armados y otros de apoyo con una parte de la sociedad vasco-navarra a su favor, para cometer delitos que afectaron a integrantes de nuestras Fuerzas Armadas, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, jueces, empresarios…, y a la población civil, causando graves daños a las personas, infraestructura y al medio ambiente del país. Esas acciones no fueron producto de decisiones aisladas de quienes materialmente las cometieron, sino que respondieron a un plan general y a directrices trazadas por los cabecillas de ese grupo al margen de la ley. También hubo otras organizaciones armadas irregulares que surgieron para combatir a la subversión por fuera de la legalidad, como los GAL, que atacaron no solo a los integrantes de la ETA, sino a civiles señalados de ser sus colaboradores. Los crímenes por ellos cometidos tampoco obedecieron a impulsos individuales, sino que surgieron de un diseño trazado por dirigentes de esas agrupaciones ilícitas para combatir a los insurgentes.

Cada una de las cinco vías expuestas resulta más o menos eficiente y supone diferentes costes. Lo que no se puede aceptar es que haya conflictos sin víctimas. Por eso mismo no hay relaciones sociales duraderas sin eventuales conflictos, como no hay éxito sin sufrimiento, salud sin enfermedad, felicidad sin dolor.

Caben muchas dudas de que, resuelto el conflicto, los contendientes queden igualmente satisfechos. En las guerras puede darse el caso de un armisticio, un cese de hostilidades que prepara las conversaciones de paz. Resulta llamativo que en el idioma español tengamos una locución como «hacer las paces» para la resolución de un conflicto interpersonal. Ese plural recuerda el carácter festivo que tienen otras palabras cuando así se expresan. Por ejemplo, carnavales, navidades, vacaciones, sanfermines, etc. Puede que esa sutileza del plural trate de indicar que la paz es distinta para cada una de las dos partes contendientes y que, en todo caso, sea como una celebración, algo festivo.

Es un misterio por qué quedan tantos conflictos por resolver cuando las dos partes desean un arreglo. Una razón es el prurito universal de aspirar a que el adversario sea derrotado, por encima, incluso, de la satisfacción del triunfo propio. Otra explicación es todavía más sutil. Muchos conflictos se plantean mal: los contendientes discuten sobre alguna nimiedad, no sobre lo que realmente contribuye a distanciarlos. A su vez, habría que interpretar por qué se producen esos desvíos de los motivos o de las intenciones. Ahí es donde el analista se pierde. La única explicación es circular: los humanos experimentan alguna rara satisfacción en enfrentarse con el prójimo. Es como si fuera una marca de la inteligencia o la personalidad. La irracionalidad suma es la de aspirar a tener razón a toda costa, tener razón ante el tribunal de la conciencia de cada uno. Es evidente que ese tribunal no destaca por su imparcialidad; es que ni se lo propone.

Cuando un tema que divide a un grupo se omite, se calla o se niega para evitar la discusión que podría provocar —y allí donde la división está siempre latente—, se premia el silencio por encima de la palabra, esa materia prima de la política y sus herramientas, la retórica y la oratoria. Esto lleva de igual modo a evitar la negociación que generaría el consenso, ambas prácticas que vigorizan y fortalecen también a la democracia.

Fuentes:

Monografías CESEDEN, Nº 129, «Valores y conflictos. Las claves culturales en el conflicto del s. XXI», De Miguel Rodriguez, Amando. «Los conflictos», MINISDEF, 2012.

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