Al General «Asesor jurídico» y al Coronel «espía». Mortadelo y Filemón, agentes de información.

Dado que les molesta en grado sumo, por sus reacciones impropias de unos Oficiales, General Ángel Serrano Barberán, con destino en la Asesoría Jurídica del Ejército y Coronel Emilio Borque Lafuente, Jefe de la SINSEGET de la DIVOPE, reedito un artículo que escribí por varios motivos que se van a conocer en breve. Tanto Mortadelo como Filemón como sus adláteres, seréis juzgados en los Tribunales de Justicia de la Jurisdicción civil como cualquier ciudadano que se haya saltado las leyes y el buen proceder de cualquier vecino español. No me dais ningún respeto ya que todas las denuncias que pueda avalar con su cargo y empleo el General Varela, Jefe de Estado Mayor del Ejército, por injurias, están subordinadas a exceptio veritatis; la expresión «exceptio veritatis» significa prueba de la verdad y me parece a mí que todo lo que os pueda decir sobre vuestra sinvergonzonería, lo puedo probar.

Consejo general de buen letrado respecto a los intereses del defendido o denunciante es el de no excederse en el hablar; lo haré con la medida que aconsejan los acontecimientos, “ca lo poco e bien dicho, según el Arcipreste escribía, finca en el corazón”; y si de hablar de más me voy a guardar, ¿qué habré de decirte de los diálogos o monólogos, de las porfías, de las competencias, en las que más de las veces no estaré libre de menospreciar o retraer lo que otros saben o no saben o no quieren saber, como es el caso?

Cierto, y en esto no les doy ni parte de razón en su conducta, que el excusar por hábito las discusiones tanto vale como asentir sistemáticamente a cuanto dicen o piensan los demás, y no sería acertado a proceder de tal forma, aunque lo hagan de su parte. Nadie debe abdicar de su personalidad, y hay ocasiones en que nadie tiene derecho a abstenerse de dar su opinión.

Pero ni al emitir mi opinión, ni al sostenerla, he olvidado lo que me debo a mi mismo: aún más de lo que, con ser mucho, debo a mis interlocutores: “los que necesitan reglas son los que estando sanos de cuerpo no lo están de espíritu, y que preocupados de un pensamiento ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos, haciéndoles percibir, quizás con la mayor buena fe, todo lo que conviene al apoyo del sistema encontrado”. Mas por sanos de espíritu que se les considere, bueno será que no olviden que “sucede a menudo que el hombre se engaña a si mismo antes que engañar a los otros. Dominado por su opinión favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los objetos, no para saber, sino para vencer, y así sucede que halla en ellos todo lo que quiere”.

Y no olvidemos que si el dialogo o discusión origina indefectiblemente una pérdida de crédito para aquel a quien se ve en el error, sería grave falta por parte de ustedes exponerse por si mismos, o exponer a los demás, a verse en tan triste caso respecto a un subordinado; razón por la que deberían a toda costa evitar el dialogo en público, pero no así en privado en el que no puede haber por testigo ningún dependiente.

No doy ni un filo a la lengua que no esté hilvanado; pero no quiero con ello decir que se debe dejar de juzgar a los demás, aunque solo sea porque la necesidad de hacerlo se impone para seleccionar nuestras amistades y para proceder discretamente en el trato con ellas; sin olvidar que para soportarse los seres de mentalidad diferente deben evitarse, puesto que, en cuanto se frecuentan, las diferencias psicológicas entran en conflicto.

Han juzgado a los demás con espíritu parcial, injusto e inhumano, sin tener en cuenta la racionalidad de su puesto y la responsabilidad de respetar los procedimientos, que lo son todo en el periodo de instrucción. Me consta que es casi irresistible la inclinación del hombre poco formado intelectualmente, como vosotros, a juzgar a los demás tomándose a si mismo por término de comparación, sin hacer abstracción de la personalidad y sin despojarse de sus ideas y afectos, y tratando, por el contrario, de conocer en los demás su inteligencia, sus inclinaciones, el grado de su escasa moralidad, sus intereses y todos los factores que pueden influir en su determinación. Y en aquellos casos en que, con carácter fiscal no han actuado debiéndolo hacer, no han tenido el coraje de verse en la dolorosa precisión de investigar o de juzgar la conducta dudosa de algún compañero, que, por subordinado y aunque fuere culpable, tiene derecho a su defensa.

Dice Gracian en “El Discreto”: “Su rato han de tener las burlas; todos los demás, las veras. El mismo  nombre de sales está avisando cómo se han de usar. Hase de hacer distinción de tiempo y mucho más de personas”.

Si esta idea fundamental de respeto que deben al cargo, al empleo y a la persona de cada compañero, inspirara todos sus actos, se verían libres de caer en los necios exclusivismos y corporativismos de aquellos que, por afirmar su autoridad, regatean a los demás la parte de la suya que les corresponde; no es posible oír, sin formarse una pobre idea de quien las emite, esas órdenes y esas afirmaciones de que nada en la Institución se toca, se mueve, ni se toma, sin permiso del  capitán, porque tras ellas se esconde siempre esa borrosa idea de que la Unidad es una propiedad o un feudo, terreno acotado en el que nadie puede poner  la planta sin consentimiento del señor y un, acaso inconsciente, pero siempre efectivo, menosprecio de la autoridad de que los demás están investidos.

Y si el concepto de compañero no lo limitas a los que están inmediatamente a tu lado, sino que, como es debido, le das la amplitud necesaria para que en él quepan los de otras Armas y Cuerpos, sentiréis aumentada en proporciones gigantescas la necesidad de extremar cuanto pueda contribuir a la exquisitez del trato, la cordialidad de las relaciones, el mutuo afecto y el recíproco respeto.

Tengan muy presente que privilegios y exenciones, si son, quizá, gratas desde un punto de vista personal o corporativo, tienen, en cambio, la virtud de dividir, de aislar; por eso no deben ser ambicionados por nadie que ame el Ejército, cuya solidez moral debe ser deseo tan ferviente de todos como su potencia material. No más torres de marfil; no más aislamiento que anubla los horizontes, atrofia los sentidos, amarga los corazones y desarrolla en formas morbosas y con caracteres crónicos la manía de persecución.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca

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