EL IMAGINARIO COLECTIVO COMO MECANISMO PARA DESENCADENAR LA VIOLENCIA EXTREMA
Introducción
- De la imaginación sociológica al imaginario colectivo
El punto de partida para analizar, desde una perspectiva teórico-conceptual, los fenómenos de violencia colectiva extrema se fundamentan en la promesa de C. Wright Mills acerca de la imaginación sociológica. En 1959 el sociólogo estadounidense escribió: “El nuestro es un tiempo de malestar e indiferencia pero aún no formulados de manera que permitan el trabajo de la razón y el juego de la sensibilidad” (2003) en ese sentido, la apuesta por cultivar la imaginación sociológica resulta notablemente interesante y actual para indagar un fenómeno cuya característica principal es involucrar a la sociedad en su conjunto -ningún miembro de una sociedad queda impasible ante la magnitud de un genocidio, este es un fenómeno total de manera literal- y, sin embargo, es importante comprenderlo a partir de las decisiones personales de quienes rompen los delgados lazos de solidaridad para con las víctimas y brindan a los perpetradores el contexto moral para desatar las masacres y los exterminios como los de la cristiandad contra el pueblo judío. Por ello, la promesa que contiene la perspectiva de C.W. Mills brinda un punto de vista privilegiado para estudiar este tipo de problemas, en palabras del autor:
La imaginación sociológica permite a su poseedor comprender el escenario histórico más amplio en cuanto a su significado para la vida interior y para la trayectoria exterior de diversidad de individuos. Ella le permite tener en cuenta cómo los individuos, en el tumulto de su experiencia cotidiana, son con frecuencia falsamente conscientes de sus posiciones sociales…El primer fruto de esa imaginación es la idea de que el individuo sólo puede comprender su propia experiencia y evaluar su propio destino localizándose a sí mismo en su época; de que puede conocer sus propias posibilidades en la vida si conoce las de todos los individuos que se hallan en sus circunstancias…La imaginación sociológica nos permite captar la historia y la biografía y la relación entre ambas dentro de la sociedad (Wright Mills, 2003).
Por su parte, el imaginario colectivo es un concepto polivalente que transita entre la filosofía, la sociología y la antropología, vocablo que ha sido formulado por diversos autores, en distintas épocas y con sentidos diferentes. Destacan quiénes lo identifican como un fenómeno transhistórico de orden antropológico, vinculando al mundo onírico (Roger Bastide), poético (Gastón Bachelard) o al deseo primario (Gilbert Durand) relacionando el imaginario con la magia y el mito (Carretero, 2004).
En otro sentido, para Cornelius Castoriadis el hombre individual o colectivo, está constituido a partir de lo social-histórico y todo lo que se presenta ante nosotros en el mundo histórico-social está inextricablemente unido a lo simbólico (Castoriadis, 2013); para Castoriadis el imaginario colectivo en tanto sistema que cumple funciones de organización para las percepciones y los efectos, garantiza tanto las funciones positivas como las defensivas contra toda amenaza interna y externa. De acuerdo con Castoriadis, el imaginario colectivo es un sistema de interpretación destinado a producir sentido, sentido que el grupo da para significarse a sí mismo (Giust-Despraires, 2022). Para el filósofo francés una organización social dada existe materialmente a condición de ser un sistema simbólico genuino (Castoriadis, 2013), base teórica sobre la que el grupo “cristiandad” se quería diferenciar del grupo “judaico” desde los principios de aquella.
Al respecto Daniel Feierstein, al considerar el genocidio como práctica social señala que las prácticas genocidas no culminan con su realización material sino también se realizan en el ámbito simbólico e ideológico, en los modos de representar y narrar esa experiencia atroz (Feierstein, 2012) asunto que retomaremos adelante.
Desarrollo
- Hacia una caracterización teórico – conceptual de la violencia
En un trabajo previo (Galindo y Bustos, 2022) se han abocado a la tarea de demostrar lo siguiente: en la generalidad de los estudios sobre la violencia elaborados desde las ciencias sociales, los trabajos carecen de una fundamentación epistemológica que les permita distinguir, metodológicamente, la existencia de diversos procesos asociados con el concepto violencia.
Debido al supuesto de que las acciones violentas son fácilmente distinguibles de otras formas de interacción humana, esos análisis siguiendo una ingenua percepción psicológica, parten del hecho que las agresiones físicas o verbales constituyen el núcleo de lo que sería el objeto de estudio. Siendo un estado alterado la causa básica que provoca el fenómeno, habría de buscar la manera de suprimir a nivel de la personalidad y no tanto esclarecer por qué aún en casos donde el individuo rechace ejercerla la lleva a cabo con una alta motivación.
De este tipo de trabajos se desprenden consideraciones como la de asociar la violencia ficticia que propagan los medios y la formación de personalidades violentas. A pesar de algunos esfuerzos por dar un estatus teórico al estudio de la violencia (Arteaga y Arzuaga, 2017), prevalece la confusión entre creencia o mera opinión y conocimiento como verdad.
Existe aún un vacío por categorizar los distintos tipos de violencia y construir conceptos teóricos que den cuenta de ello. Mecanismos para acceder de la violencia individual a la violencia social. La propuesta hipotética del presente trabajo es caracterizar la violencia extrema o de carácter societal como un nivel de violencia que es posible a condición de que los perpetradores operativos (quienes ejecutan la acción directa) manifiesten no sólo indiferencia (Arendt, 2013) sino odio y repulsión hacia las víctimas.
El estado de exaltación emocional individual es producto, a su vez, de la autoconvencimiento de estar cumpliendo con un deber y refrendar así la máxima lealtad hacia una autoridad a la que consideran legítima. Ese es el papel clave que juega el imaginario colectivo.
A nivel individual, el perpetrador operativo debe hacer a un lado convicciones morales y religiosas personales y mantener un alto nivel de fidelidad a su organización inmediata (escuadrón, brigada o inclusive un cártel). Para esto debe desarrollarse un fuerte condicionamiento hacia las categorías de percepción impuestas.
Tanto él como sus compañeros y superiores inmediatos suspenden, deliberadamente, marcos valorativos aprendidos en la cultura moderna y se apegan tanto a la disciplina castrense, con sus técnicas logísticas para alcanzar los objetivos de forma eficaz y eficiente, como a los discursos provenientes de instancias simbólicas legitimadoras, los cuales le prestan la coherencia cognitiva y emocional para mantener su cordura. Abrazar sin titubeos las causas últimas que enfrentan a victimarios directamente con valores religiosos y/o humanistas requiere de una energía emocional con la intención de convencerse de que se está haciendo lo correcto. En este proceso, la violencia organizacional es fundamental para utilizar la violencia despertada en el victimario y canalizar de manera coordinada y sistemática. El ejecutor no es un individuo alienado y aislado a quien se le imponen por parte de un poder omnímodo tareas infames a las que no puede oponerse. Si entendemos bien el significado dado por Castoriadis al imaginario colectivo, el victimario ejecutor no solo debe recibir una preparación de los dispositivos simbólicos sino también generar en sí mismo una razón importante para cumplir la tarea de aniquilación sin la mínima culpa o remordimiento; es decir, deben accionarse sistemas de interpretación destinado a producir sentido. El sufrimiento atroz infringido por un ser humano a otro sin que exista una mínima contrición por parte del victimario por el daño ocasionado a la víctima se presenta en cada individuo a pesar de que las víctimas pueden llegar a ser millones. La insensibilidad del agresor no es resultado de una falta de conciencia sino de un trabajo sobre sí mismo. La racionalidad con que opera este desapego tiene como principal instrumento el imaginario colectivo.
- La violencia societal como un nivel de violencia
Para proveer de una categorización de la violencia se ha tomado dos ejes para tipificar la multiplicidad de fenómenos que englobamos con el término referido, estos criterios son: el nivel en que se sitúa y el grado con que se ejerce. El primero de ellos refiere a esclarecer si la violencia es llevada a cabo contra una o varias personas debido a una pulsión o interés individual (sea este odio, envidia, celos, venganza, ambición) de quién o quiénes la ponen en práctica.
En el segundo nivel, la acción ejecutada por uno o más miembros de una agrupación y en representación de propia la organización aplica prescripciones muy claras sobre el tipo de recursos (insultos, intimidaciones, golpes, tortura, acribillamiento) que pueden o deben usarse; así como sobre quiénes pueden o deben disponer de esos recursos de acuerdo con los objetivos de la organización de la cual forma parte el victimario (pandillas, bandas delincuenciales, ejércitos).
En el tercer nivel, el uso de la violencia constituye la solución a un conflicto central de la sociedad en su conjunto y en el cual el monopolio de la violencia legítima, el Estado (Weber, 2014), juega un papel determinante para servir de catalizador de grupos dominantes que persiguen la nulificación de otro grupo, comunidad, sector o categoría social considerada como minoría (étnica, nacional, religiosa). En este último nivel, es decisiva la corriente de opinión favorable a las acciones del Estado y la movilización que pueda hacer el aparato estatal para incluir a amplios sectores sociales a fin de que participen activamente en el conflicto.
Distinto es el tipo con que se ejerce la violencia. Bajo este criterio se plantea no sólo el uso de los recursos como los mencionados con anterioridad y otros más, sino también la secuencia e intensidad con que se emplean. La violencia puede ser ocasional o sistemática. En el primer caso, la violencia es un riesgo que se presenta si interactuamos con un cierto tipo de personas, habitamos o frecuentamos ciertos lugares o establecemos ciertos tipos de relaciones, inclusive la violencia ocasional puede evitarse si anticipamos las acciones de quienes quieren y pueden dañarnos (Collins, 2009).
Por otro lado, existe una violencia incesante, instaurada por las propias normas que rigen la vida social, en este tipo aparecen distintas gradaciones de violencia. Un primer grado, la violencia moderada, es perceptible cuando las víctimas padecen denigración y desprecio en su dignidad como personas, en este rubro caben las variadas formas de discriminación, opresión y sumisión como el marcaje con un trapo amarillo a los judíos, abocarlos a realizar tareas y funciones mal vistas por la sociedad/grupo imperante y mayoritario.
Un segundo grado se presenta cuando a la violencia patente se suman hostigamientos y persecuciones continuas por parte de grupos y organizaciones específicas (golpeadores, grupos de odio, inquisición, Ordenes Militares de la época, Cruzadas…, etc) y sus ataques van dirigidos a colectividades blanco de la población y no a individuos particulares. En esta categoría el papel de las instituciones del Estado en las que figuraban las distintas Iglesias cristianas juega un papel ambivalente: por una parte, los funcionarios presumen defender el orden legal; por otra, toleran o alientan la acción de colectivos y organizaciones violentas e incluso son integrantes del aparato estatal quienes ordenan o ejecutan las acciones en contra de la población vulnerable.
La violencia adquiere mayor notoriedad en contra de un sector claramente estereotipado (el racismo manifiesto, el repudio a los inmigrantes, el rechazo a las minorías). A los individuos de esta fracción se les estigmatiza y segrega, si bien no por medio de la ley, sí en la práctica de su ciudadanía como ha ocurrido.
El tercer grado de violencia, la violencia extrema, no admite negociaciones duraderas entre perpetradores y víctimas, el objetivo es claro: la persecución y el aniquilamiento de la población hostigada. Este grado de violencia, a pesar de practicarse de manera metódica no puede ser permanente, aparece en ciertos momentos históricos para después ser disuelto con la destrucción de la población asediada o la caída del régimen político que lo llevó a cabo.
Las experiencias históricas de las políticas de exterminio practicadas en Armenia (Gerlach, 2015), la Alemania nazi (Mann, 2009), La URSS bajo Stalin (Bruneteau, 2009), Guatemala (Vela, 2014), Camboya (Gerlach, 2015), Yugoslavia (Kaldor, 2001; Robertson, 2008), Ruanda (Springer, 2014), Palestina (Finkelstein, 2019) son la evidencia de esta aseveración. Los funestos resultados que produjo la violencia extrema de tipo societal en el siglo XX (particularmente la ejercida en contra de los judíos europeos por el régimen nazi) generó el ambiente propicio, poco después de la Segunda Guerra Mundial, para construir una política de Derechos Humanos contraria a este tipo de violencia (Robertson, 2008).
La proscripción para todo Estado adscrito a la ONU de respetar la vida de sus ciudadanos no ha impedido que se siga practicando, al interior de los propios países o en territorios ocupados, la devastación de poblaciones de manera encubierta o directa como ocurrió en pleno 2017 con la limpieza étnica practicada en contra del pueblo rohingya por el poder político de Myanmar gobierno dirigido en ese momento por el premio nobel de la paz de 1991 Aung San Suu Kyi (Moya, 2022).
Este último caso permite plantearnos dos interrogantes fundamentales respecto al posible tránsito entre los diferentes grados de violencia y el involucramiento de los niveles de participación según nuestro particular esquema de análisis.
La primera cuestión radica en saber si la exacerbación de un grado de violencia puede provocar una progresión en el siguiente nivel hasta convertirlo en un proceso imparable. El segundo cuestionamiento es determinar cuáles son los factores externos a la dinámica misma que posibilitaron este efecto. Una hipótesis en este sentido es considerar que el desprecio y la discriminación juegan un papel importante en la preparación de la violencia societal al convertirse un tipo difuso de violencia hasta cierto punto moderada, en el catalizador para provocar la violencia extrema.
El menosprecio y la exclusión a ciertas minorías como la judía, pueden ser la llave que abra la compuerta para desatar la violencia extrema por parte de los órganos represivos del Estado entre los que se encontraba en España, la Santa Inquisición. Encauzar la frustración social en contra de una minoría, señalada por el mismo efecto de la discriminación, como el elemento extraño y hostil a la sociedad en su conjunto genera el clima previo al linchamiento de ese sector de la sociedad.
La capacidad de acción del Estado estaría respaldada por sectores que comulgan con las construcciones simbólicas fundamentadas en prejuicios y estereotipos de la población agredida y contaría con la anuencia de los demás sectores que no concordaban con el nivel y grado de violencia empleada pero que, por comodidad, miedo o interés, se mantendrían al margen de las acciones.
No obstante, lo anterior, la desigualdad y la discriminación son parte constitutiva de las sociedades modernas y las minorías no viven en una situación de constante asecho que amenace su existencia. Es en periodos especiales cuando la indiferencia se convierte en beligerancia y la convivencia pacífica deviene en confrontación irresoluble como ha quedado mostrado en los cuatro libros que preceden a este. Una primera clave para entender cómo se desata la violencia extrema estando presentes las condiciones necesarias, es observar la manera en la que los intereses antagónicos a estas minorías capturan la esfera pública y reconstruyen el imaginario social poniendo a la minoría como la amenaza principal para la continuidad del orden social. La igualdad de derechos y oportunidades, al tiempo que amplía los beneficios individuales, genera reacciones contrarias que pueden servirse de los aparatos represivos del Estado.
- La génesis de la violencia extrema en el contexto de la modernidad tardía
El siglo XX fue un periodo en el cual los ideales surgidos de la Ilustración chocaron ante fenómenos a primera vista, cargados de crueldad extrema y brutalidad inusitadas. La destrucción masiva de vidas en poblaciones enteras -sin mediar siquiera una lucha frontal entre contingentes armados como en las guerras- pusieron a prueba el proyecto civilizatorio y expusieron en dimensiones, antes inimaginables, la deshumanización y la fragilidad de la condición humana.
Los proyectos de aniquilamiento (Goldhagen, 2011) fraguados por las ideologías extremas y otros imaginarios construyeron representaciones colectivas sobre enemigos a los que negaron toda posibilidad de supervivencia identitaria, cuando no de existencia física. En este sentido, los totalitarismos de la época continuaron la empresa de exterminio de pueblos y comunidades, como lo venían practicando los estados europeos imperialistas en los territorios de América, Asia y África durante el proceso de colonización (Bruneteau, 2006) que inició en el siglo XVI y no concluyó sino hasta el XX, pero con una diferencia fundamental entre ambos: el carácter marcadamente xenófobo y de odio racial del proyecto contemporáneo, frente a la actitud “moralmente superior” la que no concedía a los pueblos salvajes rasgo alguno de racionalidad, decencia o espiritualidad en la primera etapa de la modernidad occidental (Mignolo, 2007).
La misma inquietud por encontrar una respuesta a la irracionalidad de las sociedades avanzadas sucedió cuando la industria de extinción de vidas humanas (Bauman, 2011) ejecutada por la maquinaria del nazismo se presentó, ya no fuera de la periferia europea sino, en el corazón de la civilización occidental.
Después de varios ciclos de movimientos independentistas, cuyo inicio puede datarse en las primeras décadas del siglo XIX en América Latina, pero que vino a extenderse al sudeste asiático y al continente africano después de la segunda guerra mundial, las luchas de liberación dieron como resultado la aparición de naciones independientes en la mayor parte de los territorios de América Latina, Asia y África.
Ya como estados políticamente soberanos, pero bajo la órbita del imperialismo y en el escenario de la guerra fría, la mayor parte de esas entidades quedan subyugadas bajo gobiernos dictatoriales y otras formas de autoritarismo (Roitman, 2019); así, para la generalidad de estas sociedades, el tránsito del estatuto colonial a estados supuestamente libres y soberanos implicó la adopción de regímenes republicanos sustentados en constituciones liberales, donde formalmente se reconocieron los derechos como inherentes al total de la ciudadanía, pero en la práctica, las formas represivas cancelaron toda forma de funcionamiento efectivo de las instituciones políticas liberales, al tiempo que las instituciones económicas también adolecían de una fuerte tradición institucional (Rouquié, 2011).
En este periodo, las atrocidades cometidas en nombre de la libertad contra campesinos, obreros, estudiantes, grupos religiosos, disidentes políticos y minorías por parte de las dictaduras estuvieron insertas en el periodo de posguerra durante la confrontación este-oeste entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Al término de la guerra fría, la legitimidad de los gobiernos represivos quedó socavada por un renovado interés por los derechos humanos a nivel internacional (Robertson, 2008). El argumento empleado para descalificar a los gobiernos bajo la égida soviética contribuyó, tras la caída del socialismo real, a la condena de dictadores militares y civiles apoyados anteriormente por los gobiernos estadounidenses. Consecuentemente, el discurso de los derechos humanos presionó a los sistemas políticos a adoptar formas abiertas de competencia electoral, en eso que fue bautizado como la tercera ola democrática. El establecimiento de gobiernos electos por procesos electorales abiertos en América del Sur permitió establecer comisiones de la verdad y preservación de la memoria para que tan lamentables hechos no volvieran a ocurrir en el futuro, replicando el proceso que llevó al reconocimiento de los crímenes contra la humanidad durante el Holocausto judío por parte del régimen nazi.
Al indagar sobre el problema de los genocidios sobresale una elemento central: las grandes masacres del siglo XX estuvieron avaladas por fuertes conversiones ideológicas: colonialismo, imperialismo, expansionismo nacionalista, fascismo, nazismo, falangismo, comunismo, anticomunismo, diversos militarismos tercermundistas y demás ejercicios del poder, totalitaristas y autoritarios, estuvieron detrás de los fuertes hostigamientos, los encarcelamientos, las persecuciones y los asesinatos en grandes dimensiones. El fin del equilibrio del terror (la posibilidad de confrontación termonuclear entre la Unión Soviética y los Estados Unidos cuya amenaza prometía el exterminio de toda especie viviente) y el fin de las ideologías en el denominado Nuevo Orden Mundial (Joxe, 1998) albergaba la esperanza de una etapa menos violenta en la existencia de las sociedades contemporáneas para el siglo XXI.
Si bien en algunas regiones del mundo las matanzas colectivas parecen ser un resabio del pasado; para otras, la implosión del socialismo soviético, la protección internacional de los derechos humanos, el reconocimiento a nivel planetario de la vía electoral como la única forma válida de acceso al poder, el ascenso del multiculturalismo y el reconocimiento de los pueblos a su identidad y cultura no han impedido la repetición de guerras de exterminio (Kaldor, 2001) como el que inauguró en la segunda década del siglo pasado el gobierno turco en contra del pueblo armenio.
El escenario de la posguerra fría que acompaña al capitalismo global no ha evitado que continúen sucediendo las masacres de la población civil. Las acciones genocidas perpetradas en la exYugoslavia y en Ruanda (Bruneteau, 2004; Gerlach, 2010; Mann, 2009; Springer, 2014) en las últimas décadas son prueba fehaciente de ello.
El tiempo ha confirmado el rotundo fracaso del llamado nuevo orden mundial inaugurado por los Estados Unidos en la década de los noventa del siglo pasado. Esta narrativa contrasta con la definición, aparentemente clara, de Muchembled (2010) acerca del criterio para legitimar o no la violencia.
Existen matices en la violencia desatada por las guerras, pasadas y presentes, que marcan diferencias en cuanto a la legitimidad o el descrédito y la vergüenza que trae a los contendientes (Walzer, 2001). Todas las guerras son crueles y sanguinarias pero, como sostiene Mary Kaldor, a diferencia de las antiguas guerras, en la nueva economía de guerra globalizada las unidades de combate se financian, entre otras fuentes, mediante el saqueo y el mercado negro; recurren a la “fiscalización” de la ayuda humanitaria o el comercio ilegal de armas, drogas o mercancías de valor; estas fuentes sólo pueden mantenerse a través de la violencia permanente y se difunden a través de las fronteras mediante los refugiados, el crimen organizado o las minorías étnicas; “como las diversas partes en conflicto comparten el mismo objetivo de sembrar actúan de tal manera que se refuerzan unas a otras» (Kaldor, 2001, p.24-25).
La amenaza de la violencia extrema y colectiva (violencia de exterminio a poblaciones enteras) no se circunscribe a épocas, lugares, culturas o tipos particulares de guerras o confrontaciones civiles. Por eso, no en cualquier contexto bélico aparecen las masacres o matanzas a pobladores inermes. Como apunta Chistian Gerlach, la violencia en masa no puede considerarse un hecho caprichoso, exige una contextualización más vasta. Este tipo de violencia ocurre durante una crisis no sólo de un Estado o régimen, sino más generalmente de una sociedad, lo que se pierde en tales situaciones es la confianza en las reglas que gobiernan la interacción social (2015).
- Del nivel personal al nivel societal
Gracias a la contextualización histórico conceptual hemos podido presentar algunas de las circunstancias históricas en donde se ha podido constatar la presencia de la violencia extrema societal, una violencia generada por conflictos bélicos, pero que en algunos casos adquiere una conformación diferente. Un tipo de violencia que involucra la destrucción simbólica como preludio a la aniquilación física de una población. Una violencia que se ejerce, no frente a un enemigo externo sino, en contra de un segmento de la misma sociedad. Una violencia que requiere de la movilización de entusiastas promotores de la solución final. Una violencia llevada a cabo por las instituciones represivas de los Estados con el contubernio y la participación de grupos de la sociedad civil, misma que justifica y avala los crímenes en perjuicio de las minorías o fracciones disidentes.
Este tipo de caracterizaciones presenta dos dificultades conceptuales; la primera, es asociar el tipo de violencia en estudio con sistemas políticos particulares de un fuerte contenido ideológico: fascismo, comunismo, apartheid, sionismo entre otros, desligando factores subjetivos, culturales y propagandísticos precedentes del crecimiento y supremacía del proyecto político que perpetró el exterminio.
De igual forma, el segundo obstáculo tiene que ver con el criterio que usemos como base para diferenciar la violencia más peligrosa conocida hasta el momento, de otras formas que obedecen a factores contingentes de las sociedades modernas. Es posible entonces considerar a este tipo de violencia a partir del proyecto de aniquilación a pesar de no consumarse éste en su totalidad, o ¿sólo debemos considerar casos dentro de este fenómeno de acuerdo con la dimensión de los crímenes cometidos? Cualquiera que sea la respuesta, estamos ante una discusión de carácter conceptual que, al tiempo que problematiza la propia definición dentro de un tipo especial de violencia, exige fundamentar supuestos como los antes mencionados, para determinar con ello si un caso o no quedan dentro o fuera de la conceptualización construida. La disquisición sobre este punto no es secundaria, sino el aspecto central en la construcción de un concepto como es el tipo de violencia al que hemos hecho referencia. Por lo mismo, la valiosa aportación del jurista polaco Rapahel Lemkin al acuñar en 1943 la expresión genocidio, término adoptado en 1948 por las Naciones Unidas para procesar los crímenes contra la humanidad a dirigentes del régimen nazi (Feierstein, 2011; Springer, 2014), resulta insuficiente para incluir casos como el que llevó al jurista Richard Goldstone a desdecirse de acusar a Israel por crímenes de lesa humanidad en el caso de la intervención militar de este Estado en Gaza en 2009 (Finkelstein, 2014). En todo caso, para superar este tipo de dificultades, podemos valernos no solo de estudios históricos sino de reflexiones socioantropológicas acerca del tipo de violencia referido, esto con el fin de incorporar en la definición del concepto las motivaciones principales (el sentido último) de la expansión del fenómeno en circunstancias y lugares donde se ha presentado.
Dos trabajos de autores originarios de la cultura indostánica pero plenamente integrados al mundo académico occidental, muestran cómo podemos abordar de manera conceptual, sin todavía intentar crear una teoría, el tipo de violencia que venimos demarcando, además de otras explicaciones centradas en factores históricos o no sociales. En estos ensayos los autores amplían la visión de la violencia reconociendo los factores que operan detrás de sus manifestaciones visibles. El trabajo de Arjun Appadurai parte de una pregunta central: ¿Por qué en los noventa del siglo XX dominados por los mercados abiertos y la libre circulación del capital financiero, por ideas liberales y reglas constitucionales se ha producido una plétora de casos de limpieza étnica y formas extremas de violencia política contra poblaciones civiles? (Appadurai, 2007).
Por su lado, Amartya Sen explica el origen de la violencia sin límite que rige a determinados fenómenos de la vida colectiva contemporánea de la siguiente forma: La identidad puede matar y hacerlo desenfrenadamente.
Un sentido de pertenencia fuerte y excluyente implica una percepción de extrañeza y oposición respecto a otros grupos, la lealtad hacia el interior del grupo contribuye en buena medida a fomentar la desconfianza, envidia y el odio ante los otros (Sen, 2008).
Cada autor, por diferente camino y con argumentaciones originales, realiza el recorte conceptual de la violencia extrema colectiva no a partir de una definición dada de antemano, ni de la enumeración de las características que pudieran presentar los casos sometidos a escrutinio, sino de la problematización de la violencia a partir de sus orígenes de sentido (en un lenguaje positivista sus causas).
Sean el mito de la étnica nacional singular y la incertidumbre generada por la globalización, como lo maneja Appadurai, o la carencia para decidir las filiaciones plurales en contextos sociales diferenciados como en Sen, estos autores logran sintetizar los aspectos históricos y culturales en su vertiente individual y colectiva. A este esfuerzo sólo les faltó definir el término adecuado para identificar el tipo de violencia reconstruida teóricamente.
Conclusión
El propósito central de este trabajo ha sido encontrar los mecanismos que permiten conectar tres niveles y formas de violencia: la violencia a nivel de la interacción, la violencia a través de la organización y la violencia a partir de la movilización de las conciencias. A este último nivel lo hemos denominado violencia social debido a la intervención de un elemento central: el imaginario colectivo.
Como buscamos argumentar, en circunstancias donde dirigentes político-religiosos-militares persiguen eliminar poblaciones enteras y cuentan con los recursos organizacionales para ello, el imaginario cumple un papel central en la movilización de los ejecutores de esa política. La realización del exterminio de poblaciones inermes requiere de operadores convencidos de su labor.
La eliminación colectiva de seres humanos implica necesariamente, además de masivos recursos tácticos y logísticos, el empleo de recursos simbólicos. Los genocidios no son la expresión de una brutalidad sin sentido; tampoco son el resultado de una maquinaria humana irreflexiva y programada. Las matanzas requieren la activación de subjetividades que eviten la interferencia de valores universales y, al mismo tiempo, den sentido a las atrocidades que cometen. En este caso, el trabajo sobre sí mismo requiere el apoyo de un sistema de sentido colectivo que genere certeza sobre el rumbo que llevan los acontecimientos.
Para fortalecer esta hipótesis, se revisaron conceptualizaciones de autores que han trabajado lo que en el presente documento se ubica como violencia social, ello a partir del análisis de casos históricos como los que figuran en los cuatro análisis de Verus Israel a lo largo de la historia. A pesar de sus similitudes y diferencias lo que encontramos en esos trabajos, de manera implícita o explícita, de forma simple o desarrollada fue la apelación al sentido que dan los perpetradores a sus acciones.
Galindo Castro, A. (2024). El imaginario colectivo como mecanismo para desencadenar la violencia extrema. LATAM Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales y Humanidades.
Modificado por Enrique Area Sacristán.