Recordar y narrar los conflictos.

Todo orden social se sostiene sobre el enaltecimiento de unas memorias particulares que consagran un cierto tipo de versión de la historia. En estos relatos, se glorifican unas personas al otorgarles el estatus de héroes. Ellas por lo general pertenecen a ciertos sectores de clase, grupos políticos, un sexo en particular, una opción sexual o una etnia.

Las narrativas sobre el pasado, a la vez que enaltecen a unos grupos, devalúan a otros transformando sus diferencias en justificaciones para que sean objeto de tratos discriminantes que consolidan su desigualdad cultural, social, política y económica. Estas versiones son aceptadas, o abierta o subrepticiamente confrontadas por los relatos alternos que producen los excluidos y los subordinados. La memoria, por tanto, es un campo en tensión donde se construyen y refuerzan o retan y transforman jerarquías, desigualdades y exclusiones sociales.

También es una esfera donde se tejen legitimidades, amistades y enemistades políticas y sociales. La manera como las personas recuerdan el pasado distribuye responsabilidades entre los distintos actores del conflicto y evalúa moralmente su conducta. Así, las personas, desde sus memorias, enjuician las decisiones y estrategias de los actores en disputa y adoptan distintas posturas ante el orden, las instituciones, los actores políticos y sociales. Por ejemplo, mediante sus memorias, los ciudadanos confieren distintos grados de legitimidad o ilegitimidad a los actores colectivos, confían o desconfían frente a ellos, adhieren o se distancian de los partidos y de las instituciones, se identifican con unos mientras rechazan profundamente a otros, levantan distintas artificios frente a la violencia y se ubican de diferente manera frente a la reparación.

Por esta razón, partimos de reconocer que construir memoria es un acto político que dirige, orienta e impulsa en un determinado sentido de la historia  y una práctica social.

En una sociedad en conflicto como la vasca o catalana, este produce un cierto tipo de orden fundado en la polarización. Esa polarización se despliega no solo en los campos de la violencia en todas sus acepciones, sino que también deja su impronta en todos los espacios de la vida en la sociedad y en sociedad.

Los actores en conflicto de uno u otro lado buscan instaurar sus versiones del pasado como verdades absolutas y presentan sus intereses particulares como demandas patrióticas o revolucionario-populares. En este afán de control de la historia y de la memoria, los actores manipulan las versiones sobre lo ocurrido para justificar sus acciones y estigmatizan las interpretaciones políticas y sociales que les son adversas.

Aún en los campos comunes y personal, muchas veces individuos y colectivos se encargan de seleccionar lo que debe ser recordado para preservar la imagen de unidad, integridad y heroísmo que se quiere transmitir a terceros sobre la historia colectiva. Se silencian así las memorias y los hechos incómodos que confrontan al grupo con un pasado más complejo donde sus miembros no solo han sido capaces de actos de heroísmo sino también de iniciativas mezquinas y vengativas que ponen en vilo la supervivencia de la propia comunidad. Estas autocensuras aplican tanto para las comunidades como para individuos y sociedades enteras que se apegan a discursos que resaltan atributos, progresos y acciones positivas, pero ignoran, silencian y evaden los episodios vergonzosos de la historia pasada contribuyendo con ello a validarlos y a repetirlos.

En contravía de estos camuflajes, los procesos de elaboración de memoria histórica pueden convertirse en el terreno desde el cual se auspicia la formación de identidades individuales y colectivas más responsables, que asumen con entereza tanto los actos de heroísmo y generosidad de los que han sido capaces como sus propios errores y desaciertos. Además, una iniciativa de construcción democrática de la memoria histórica del conflicto debe propiciar la elaboración, reelaboración y transmisión de historias más complejas y plurales sobre la guerra individual, colectiva, regional y nacional (Theidon, 2007 y 2002).

De esta manera, es necesario, entonces, reconocer que además de la carga de subjetividad que la memoria introduzca en la narrativa histórica, la memoria debe integrar en el momento del análisis la eficacia de los hechos. Por ello el trabajo que ha realizado el legislador, como el historiador como asesor, además de reconocer la diversidad de voces y de subjetividades, debe centrar su atención en el análisis de los hechos violentos, en particular las formas de infracción al Derecho Internacional Humanitario (DIH) y las múltiples violaciones a los derechos humanos (DH) ocurridas en la confrontación, cuya documentación, evaluación y reconocimiento público definen el horizonte ético del trabajo que debe de realizar el legislador como impulsor social, el ejecutivo como responsable de implementarlas y el judicial para limar confrontaciones.

La narrativa de los hechos que nos presentan los partidos políticos de izquierda está cargada de la subjetividad de los actores que la relatan. Los hechos tienen una eficacia propia. Se producen así, aunque no correspondan con la subjetividad de los actores que los interpretan. Por ello el ejercicio de construir memoria histórica para las víctimas del terrorismo como para los conflictos artificialmente recuperados de principios del siglo XX debe ser:

Responsable: analizando los hechos en su conjunto, recopilando no solamente aquellos aspectos loables de nuestras comunidades de pertenencia, sino también los desaciertos y los errores cometidos.

Libre: reconociendo y respetando la diversidad de voces y de subjetividades en su interpretación.

Ético: documentando, evaluando y reconociendo públicamente todos los hechos violentos, cometidos por los actores del conflicto, en particular aquellos hechos que infringen el Derecho   Internacional Humanitario o violan los derechos humanos.

Si el conflicto polariza las memorias, un proyecto de democratización e inclusión va en el sentido contrario. Pero para democratizar las memorias es necesario devolver la mirada y preguntarse de dónde surge la exclusión de ciertos relatos en la historia nacional y por qué reforzó desigualdades sociales y políticas.

El problema de exclusión e inequidad en el campo de las memorias emerge con la aparición en nuestra democracia de elementos social-comunistas. Aunque hoy asumamos que los gritos de igualdad, libertad y solidaridad que animaron las revoluciones democráticas de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX en el mundo civilizado se aplicaba a todas sus poblaciones, las ciudadanías modernas en realidad se fundaron en inclusiones y exclusiones políticas. En nuestra constitución, que se elaboró en los prolegómenos del 78, todos las tendencias, varones, mujeres , letrados, con propiedad, casados, solteros…, y los dispuestos a portar las armas en defensa de la patria y familia y con capacidad de pagar impuestos, fueron declarados ciudadanos con derechos plenos. Para todos ellos el nuevo escenario social otorgó el uso de la razón y del voto, requisito indispensable para participar de la política y de la esfera del debate público, por lo que no se puede justificar en la memoria actos violentos producidos después de su aprobación por todo el pueblo español.

Así, la definición de ciudadanía y las prácticas a ella asociadas cumplieron el papel de regular, incluir y no discriminar a muchas voces y actores que fueron responsables o corresponsables de conflictos anteriores, colectivos que se vieron relegados a un “afuera” de los centros de poder y de la imaginada comunidad nacional constituida por los ciudadanos con derechos plenos en el anterior régimen.

Por otra parte, la exclusión política de estos actores dejó su huella en la elaboración de relatos sobre la historia nacional que se oficializaron en textos escolares, museos, monumentos y fechas conmemorativas. En estos relatos épicos, los gestores de la historia se asociaron a figuras heróicas asumidas como los “grandes padres de la patria”, los hombres de letras o de armas, en su mayoría partícipes de una guerra que ganaron.  Mientras sus decisiones y su participación en la historia adquirían centralidad y dignidad, la participación en los procesos sociales y políticos de los excluidos era marginada y relegada. Ninguno de los perdedores de esta guerra civil encontró un lugar digno en estos relatos como tampoco lo encontraron los perdedores de otras guerras en cualquier lugar del mundo.

No nacemos con una memoria; la construimos a lo largo de nuestras vidas en una relación continua con los demás y en aprendizaje social. Ese carácter social de las memorias se hace más palpable cuando reconocemos que los seres humanos podemos recordar sin necesariamente compartir en forma explícita nuestros recuerdos con otros y, sin embargo, esos recuerdos por más íntimos que sean responden a experiencias que se inscriben en marcos interpretativos que les confieren un sentido. Esos marcos interpretativos no son del orden individual, sino que responden a procesos colectivos e institucionales por lo que la responsabilidad de estas en lo que debe de ser una tajante lucha contra las que causas que produjeron esos conflictos hace injustificable y enjuiciable las lecturas parciales e interesadas de apreciaciones subjetivas, blanqueando los actos de determinadas tendencias políticas tanto en el pasado más o menos lejano de los principios del siglo XX, como los más próximos de sus años finales, como de los actuales.

En general, esos marcos son producto de la intervención de instituciones –la familia, la iglesia, la escuela, las universidades, las artes, la prensa, la radio, la televisión, las organizaciones no gubernamentales, los partidos, los grupos juveniles– y de personas que en lo comunitario cumplen el papel de líderes y orientadores sociales como los maestros, los sacerdotes, los funcionarios o las autoridades locales. Mediante todo este conjunto de intervenciones, aprendemos ciertas formas de recordar, seleccionar y articular nuestros recuerdos.

Las personas que ocupan un lugar de reconocimiento en sus comunidades y las instituciones antes mencionadas se constituyen en mediadores que transforman una multitud de eventos en memorias colectivas. Esta transformación se opera mediante la construcción y divulgación de marcos interpretativos por medio de los cuales los grupos seleccionan lo que ennoblece ser recordado, compartido y honrado y lo distinguen de lo que debe ser callado, censurado u olvidado en los ámbitos público o colectivo. Así, los recuerdos que aprendemos a juzgar como inocuos, impropios o abiertamente contrapuestos al interés de la nación, las instituciones, los grupos o las comunidades tienen muy poco de azar y mucho de construcción política y social.

No todos los individuos ocupamos los lugares desde los cuales unas personas, a nombre de un colectivo, hablan con autoridad y competencia de lo ocurrido y le confieren una interpretación al pasado colectivo, por lo que el “permiso legal y ético” para ocupar este privilegiado lugar de líderes de la paz y de la construcción nacional no puede ser dejado a ciudadanos que perdieron sus derechos al sufragio por tomar posturas violentas y asesinas en la historia actual, todavía sin escribir y sin enseñar en su justa medida a las generaciones que nos suceden, hoy, niños en las escuelas.

Frente a estos mecanismos de silenciamiento, la posibilidad social de afrontar el pasado de violencia implica reconocerlo como un asunto que no es únicamente privado y propio de las biografías e historias individuales, sino que también concierne al ámbito social y público y que puede ser resignificado en los rituales del reconocimiento social, en los procesos judiciales y en las reparaciones que correspondan (Lira, 2001). Dicho de otra forma, el pasado compartido socialmente nunca deja de tener una dimensión privada y personal pero cuando los mismos hechos sociales y políticos han modelado un conjunto de experiencias traumáticas para miles de personas, eso marca las relaciones sociales y requiere ser elaborado en ambos niveles.

Más allá de la mirada jurídica desde la que se define quién es o no víctima, existen consideraciones sociológicas, sicosociales e históricas a tener en cuenta cuando se propone, en medio de un conflicto, darles centralidad a las voces de las víctimas.

En primer lugar, es necesario revelar que la violencia vivida no ha afectado de manera aislada a algunas personas, sino que ha dejado su impronta en la vida de comunidades enteras y de distintos grupos de población. No es posible construir historias individualizadas que privaticen y particularicen el daño porque ese daño no puede entenderse sin el contexto que le da sentido. Por eso el objeto de trabajo debe ir más allá de las personas consideradas formalmente como víctimas para tomar al conjunto de la población.

Por otra parte, existen quienes prefieren evitar el término “víctima” a la hora de pensar el impacto de la violencia, considerando que este entraña un cierto modo de estigmatización en función de sus vivencias y que suele exaltar el sufrimiento, la impotencia y la pasividad, desconociendo la capacidad de las personas de afrontar los hechos y sus múltiples recursos para superar lo sucedido.

En el lado opuesto, la consideración de “víctima” puede entenderse como el reconocimiento de un rol social de persona afectada en derechos fundamentales, lo que conlleva a construirla como sujeto de derechos. En este sentido la consideración de “víctima” sería una forma de resistencia activa con el fin de evitar la impunidad y la desmemoria, reconociendo y reconociéndose no solo en el sufrimiento sino también y especialmente en la condición de actores sociales en el intento de que se haga justicia, se reparen los daños ocasionados y se garantice la no repetición de las violaciones. En este contexto, la idea de víctima se constituiría en eje vertebrador y motor de cambio.

Nombrarse víctima significaría entonces la posibilidad de reconocimiento y dignificación, ya que lo que no se nombra no existe o difícilmente se reconoce.

Usado de esta manera, el concepto de víctima se convierte en herramienta de fortalecimiento evitando que el empleo del término conlleve a cristalizar una identidad anclada en el pasado y la pasividad. Es esta visión del concepto de víctima la que se desea rescatar en estos procesos de memoria histórica y la que los facilitadores, los poderes del Estado, deberían transmitir a lo largo de la actividad.

Por último, es preciso considerar que hay personas que han sido víctimas, en muchos casos, por sus ideales y proyectos sociales de mejora en bien de la colectividad.  Por eso es necesario luchar contra el imaginario social que en ocasiones instala a las víctimas en el lugar de la derrota y la pasividad borrando toda referencia a sus proyectos políticos, sus luchas y su sacrificio. Una memoria de las víctimas que busca sentar las bases de un futuro más democrático debe considerarlas con sus proyectos sociales y su búsqueda de soluciones a los problemas que confrontaban sus comunidades de origen.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca.

Diplomado en Mando de Unidades de Operaciones Especiales.

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